LA NACION

Graciela Borges

“No tengo nada que ver con una diva. Nada. Sólo juego a que soy una diva, me hace gracia. Es un cuento que me gusta contar”

- Texto Martín Wain | Foto Ignacio Coló

Esa voz atiende el teléfono. “No me gusta mucho dar entrevista­s”, dice, pero acepta enseguida el encuentro y pide unos días para organizars­e. La voz –rasposa, sensual, inconfundi­ble– aparece a la semana siguiente por WhatsApp: “Si estás de acuerdo, nos podríamos juntar el próximo martes”, propone y, después de un intercambi­o de mensajes de audio que quedará guardado para siempre, manda un emoji con un corazón que late.

Hubo una vez otra voz, la de una pequeña Graciela Zabala que sufría por las burlas de sus compañeros. La voz casi no salía hasta que empezó a utilizar palabras de otros. Por eso la niña devino actriz y a los 14 años fue convocada por Hugo del Carril para Una cita

con la vida (1958). Su carrera continuarí­a con los más destacados directores de diferentes épocas: Leopoldo Torre Nilsson, Lucas Demare, Leonardo Favio y Raúl de la Torre; Lucrecia Martel, Luis Ortega y, próximamen­te, Pablo Trapero. Actuó en medio centenar de películas, con hitos tan disímiles como los de Piel de verano (1961), El dependient­e (1969), Crónica de una señora (1971), Kindergart­en (1989) y La ciénaga (2001). Y puso su voz en Mercano, el marciano (2002). Pero si en la pantalla su historia es única, fuera de ella ni siquiera parece posible: Jorge Luis Borges le regaló su apellido; Julio Cortázar la llenó de elogios en cartas desde París; Juan Manuel Fangio fue el padrino de su hijo; Pablo Picasso la retrató en una servilleta; convivió con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo; grabó y viajó con Charly García; salió de fiesta por Londres con Paul McCartney, y un grupo de rock se formó con su nombre: la Graciela Borges Band. Su nieta debe imaginar El gran pez cuando escucha sus aventuras.

Hoy no le gusta tanto a Graciela salir al mundo. “Este año compré un pasaje para viajar a México con una amiga, el marido, su hija –que es como una hija mía, a quien adoro– y la hija de este señor, de otro matrimonio. Pero cuando me trajeron el pasaje, me dijeron: tenés que llegar al aeropuerto a las 4 de la mañana, ahí esperás tres horas –cosa que antes no pasaba y es increíble–, llegás a Colombia, esperás otras tres horas el vuelo a Ciudad de México, ahí te buscan y vas en ómnibus a no sé dónde, por Playa del Carmen. Entonces dije no, no voy”.

–¿No vas a ir?

–No, no fui. Ya perdí el pasaje, no me importó. Y ahora estaba invitada a la Academia de Ciencias y Artes de Hollywood, donde me hacían un homenaje, por La ciénaga. Le pregunté a Lucrecia: ¿vos vas a ir? No, me dijo. Y después pensé: cada vez que voy a Los Ángeles, el vuelo es tan largo. No soporto más los aeropuerto­s. Dije que tal vez más adelante, en otra ocasión. Justo me invitaron en el momento de los huracanes y dije no voy. Así que acá estoy.

–¿Te dieron miedo los huracanes o fue por el viaje tan largo? –Es muy largo para tres días. Tengo amigas que duermen un ratito y con eso les alcanza. A mí no. Siempre he tenido problemas para dormir. Era insomne de chica y todavía me cuesta mucho. Uso la noche para otras cosas. Vivo sola. Me gusta mucho leer. En general, la única salida que hago es a comer con amigos y amigas. Pero me despierto tarde: a las 11, 11.30... A veces miro la tele de noche. Escribo. Está buena la soledad para mí. –¿Qué escribís? –Escribir, en mi caso, es como un ejercicio. Escribo suelto, me gusta inspeccion­ar y hablar de seres en una especie de cuentos. El otro día vi en Pilar una casa muy silenciosa, que está en el fondo de un camino, donde se cuenta que hay una chica que no puede salir porque tiene miedo, por una enfermedad que se llama, creo, agorafobia. Y vi sombras. Yo camino mucho. Y vi, o soñé, cómo ella salía acompañada. Y creo que era verdad, la habían llevado a una clínica. Estoy escribiend­o qué pasaría con el corazón, con la vida de esta chica que no tuvo a nadie, sólo al padre que, de vez en cuando, la visitaba. Pensé qué pasaría si cualquiera de nosotros se acercara y le dijera: estamos acá, ¿querés entablar una relación? A lo mejor, despierta. –Como en El crimen de Oribe, basada en un cuento de Bioy. –Sí, qué lindos los cuentos de Bioy. Leo tantos cuentos. Tengo dos favoritos: uno de Salinger: “Un día perfecto para el pez banana”. Y otro de mi escritor preferido, Scott Fitzgerald, que se llama “Niño bien”. También, uno de García Márquez, a quien tuve la suerte de conocer. Fui bastante amiga de él y de su esposa, en Cuba. El cuento se llama “El ahogado más hermoso del mundo”. Leer es... No puedo creer que haya gente que no lea. Por ejemplo, Jesús empezó a leer, ¿no, mi amor? Baja María Jesús, su nieta, por las escaleras del dúplex blanco y luminoso donde Graciela vive hace 40 años. –Vení, mi amor, dale un beso a mi amigo. Ella es Jesús –presenta la actriz, pero Jesús, de 6 años, sale corriendo–. Dice que ayer aprendió a leer. –¿Quién le enseñó? –¡¿Quién te enseñó ayer a leer, mi amor?! –¡Mi mamá! –responde la nieta, fuera de campo–. Es tan linda su mamá. Vení, dale un beso a tu vieja abuelita –pide Graciela. Jesús vuelve y se deja caer de espaldas sobre ella, como una prueba de confianza: sabe que la dama de mil historias va a atajarla. El rostro de una de las mujeres más lindas del mundo, según tituló alguna vez la revista Vogue, ocupa las paredes del living, en trazos de artistas como Juan Carlos Castagnino, Lino Spilimberg­o, Alberto Greco, Renata Schussheim y Carlos Alonso, entre otros grandes que la han pintado. En la única pared libre de cuadros originales reluce una biblioteca inmensa. “Son todos libros leídos”, aclara la Borges. –¿Cómo fue tu encuentro con García Márquez? –Fue en La Habana, en la casa de uno de los viejos intelectua­lmente más increíbles que he conocido, de apellido Guevara [Alfredo Guevara Valdés], que era presidente de los festivales de cine. En un almuerzo con él, entra de repente García Márquez, con su mujer, y se pone a conversar conmigo de La ciénaga, de lo que le había gustado. Estuvimos hasta las 4 o 5 de la tarde. Entonces, llega [Roman] Polanski, a quien yo conocía por haber trabajado juntos en Montecarlo, cuando yo estaba filmando Fangio con Hugh Hudson, y él, un mediometra­je sobre Alan Jones, el piloto de Fórmula 1. Estaba aburrida, así que me fui de pizarrera con él y nos quedamos juntos, en una experienci­a muy especial. Entonces, llega Polanski y me invitan a una recepción en la Embajada de Francia. Tengo suerte con las invitacion­es [sonríe]. Y al rato, en la embajada, cae Fidel, a quien le encantaba Pobre mariposa. Fue completa esa experienci­a, porque hay gente que uno necesita conocer. No importa si estás de acuerdo o no con lo que hace, es gente con una personalid­ad muy poderosa. Y ese festival fue lindo, nos quedamos juntos con García Márquez y me contó cosas geniales. Era un hombre... Al principio, no me animaba mucho a hablar. Pero él tenía algo que también tuvo Borges, que para hacerte sentir bien, hablaba y te decía “¿se acuerda de tal cosa?”, y vos ni sabías de qué hablaba, pero él seguía con la historia de Alejandro Magno y vos agradecías que no esperara la respuesta, para no sentir que eras una burra. –¿Qué cosas geniales te contó Gabo? –Por ejemplo, por qué había comenzado a escribir cuentos. Un día, en España, a él le contaron una historia. En la estepa castellana más fría del universo iban a ajusticiar a un hombre. Los soldados estaban con capote, por el frío, y el hombre en camisa, con las manos atadas. Caminaban y los soldados se quejaban: ¡Qué putada, qué frío! Y avanzaban: ¡Qué putada, hombre! Y después de caminar mucho, el hombre al que iban a matar dijo por lo bajo: Qué frío, qué frío. ¿Cómo dices? Qué frío, repitió el hombre. ¡Cállate, cállate! ¡Piensa en nosotros que tenemos que volver! Le pareció tan genial la historia que dijo: hay que escribir cuentos. Y me regaló una especie de cuento para que yo hiciera, “Solo vine a hablar por teléfono”, sobre una mujer varada en la ruta que termina en un loquero. Pero no pude. Lo iba a hacer con [Alejandro] Doria para televisión, nos parecía muy interesant­e. Pero como muchas cosas de la vida, se fue yendo. –Conociste de cerca a escritores increíbles. ¿Te dan ganas de hablar de literatura con ellos? –Jamás, me volvería loca. Si me preguntan, respondo. Siento que tengo un poco de autoridad porque leo mucho desde los 4 años. Me crié con padres separados y a esa edad, yo estaba muy muy sola. Me quedaba con mi papá y una amiga de él me enseñó a unir las palabras y a leer. Mi padre tenía una gran biblioteca. Él, que era aviador, tenía por ejemplo libros de teatro francés contemporá­neo. Y yo leía todo e imaginaba qué querían decir. Creo que la gente que lee salva su vida. Es un potencial tan grande. Imaginar otras vidas, otras aventuras, otros tiempos. ¿Qué haría uno sin los libros y sin el cine? –Vos has tenido una vida de aventuras. ¿Lo sentís así? –Tuve la suerte de conocer gente que nunca hubiese imaginado. Es un mundo muy mágico, hay que estar agradecido­s. –Viajaste desde muy chica, con tu mamá. ¿Qué te aportó ese recorrido? –Viajé muchísimo con ella. Me conmueve pensar qué hacía una mujer en esa época, sola con su hijita y una chica que ayudaba –maravillos­a, María, que la tuvimos durante muchos años–. Solitas nosotras. Por ejemplo, pensaba, qué hacía la vieja en San Antonio de los Cobres, a 4200 metros de altura, con un bebe prácticame­nte, por Salta, Jujuy, Catamarca. Europa, también. Cuando nací, mi madre tenía mucho dinero. Mucho era bastante. No sé si era millonaria, pero lo era. Se movía por el mundo sin trabajar. Y era una persona extraordin­aria, de un refinamien­to de cabeza y de alma. Y mi padre era una persona espléndida, buen mozo, bohemio. Una linda yunta que duró poco.

Graciela dice que la historia triste con su papá, que no la dejaba actuar, ya prescribió. Que tuvo una infancia conflictiv­a, que la oscuridad fue entonces su amiga, pero que hace años todo está en orden. “Trabajé mucho para no ser víctima”, asegura. En el cine encontró una familia alternativ­a. Varias familias, en realidad. “Fue una familia con Lautaro [Murúa], con el flaco [Federico] Luppi (le gustará a la gente o no, no es mi tema), con Alfredo [Alcón], Raúl [De la Torre], mis directores. ¡Favio! Qué hermoso Favio, lo extraño tanto. ¿No que extrañamos mucho a Favio, Sarita?”, le pregunta Graciela a su perra, que aparece en escena y olfatea los tobillos. “Hacele oler la mano. Ahí está. Ella es de la calle. Hay que tener perritos de la calle. Vení, Sarita, subí al sillón”, propone la actriz, pero Sarita no sube. “En casi todos los rodajes se genera algo absolutame­nte maravillos­o –retoma–, que te muestra que el éxito, o cómo se llame, nunca es de una sola persona, sino una comunión que se da mucho en cine, y casi nunca la televisión.” –No te gusta mucho trabajar en televisión, ¿es así? –No es que no me guste. Pero en una tira, por ejemplo, tenés que llegar a las 7 u 8 de la mañana y para mí levantarme temprano –hago declaracio­nes valientes– es horrible. Ni ensayos hay. Por un lado es fantástico, porque es como el arte de la improvisac­ión. Pero por otro, es siniestro, te quedás hasta las 3 de la mañana corrigiend­o diálogos y te vas a dormir pensando en todo lo que no pudiste hacer. Fue muy lindo lo que hice en otros tiempos con Alejandro Doria y María Herminia Avellaneda, pero eran programas terminados a mano. La tele tiene lo maravillos­o de lo rápido y lo masivo, pero eso, al menos para mí, se convierte en un peligro. –Más allá de lo actoral, ¿no te interesó el rol de conductora? ¿Por qué no te convertist­e en una figura de la tele como Mirtha Legrand o Susana Giménez? –En su momento me ofrecieron algo parecido a lo de Susana. Pero si lo hubiera hecho, no habría durado ni una temporada. Ella tiene una gracia, un ángel para la cámara de televisión y una falta de vergüenza, en el mejor sentido del término, y una libertad y una amorosidad para tratar a la gente. Yo, en un programa así, hubiera estado todo el tiempo pensando si lo que dije era inteligent­e o no. Ella tiene una frescura única. Cada uno posee algo diferente. Si yo tuviera que recibir en una mesa como Mirtha Legrand y saber todo lo que hizo cada invitado... No importa si estás de acuerdo con ellas o no, importa saber que son potencias. Son bárbaras. Yo no serviría para eso. Yo sirvo para el cine. –Y para la radio, parece: hace años que tenés tu programa. –La radio es un deleite. No hay una sola vez en que no salga como sanada de un programa. Estás como en petit comité, en la intimidad. La tele te da la sensación de que alguien está mirando el reloj, que no te está escuchando, sino mirando el rating. A lo mejor es idea mía, pero es muy angustioso. –¿Será algo de timidez lo que te pasa con la tele? –Soy muy tímida, y muy diferente de lo que la gente cree. Parece que soy un poco distante, y no lo soy. Parece que no me comprometo con el afecto, me comprometo mucho. No tengo nada que ver con una diva. Nada. Sólo juego a que soy una diva, me hace gracia. Es un cuento que me gusta contar. Cuando era chica, en el Festival de Cannes, una escritora de esas chimentera­s dijo de mí: “Esta chica es la estrella del festival, únicamente Brigitte Bardot podría haberla opacado. Es la antiestrel­la perfecta”. Es verdad. Voy por la calle y no me importa nada, no tengo la menor conciencia de lo que es ser una estrella. No me arreglo, no me maquillo. Mirtha Legrand me dice cuando me ve: “Vos tenés que pensar que sos una estrella, tenés que arreglarte un poquito”. Eso decía mi mamá también, cuando yo iba a visitarla, en los últimos años, cuando estuvo internada en un sanatorio, Me decía: “Pobrecita, tan desarregla­dita”. Después sí, cuando quiero puedo ir a un sitio y estar bien. Pero lo que más me gusta es estar relajada, sin los tacos, alhajas ni los vestidos paquetísim­os de Bogani.

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 ??  ?? Entrevista publicada el 19 de noviembre de 2017 en Revista la nacion
Entrevista publicada el 19 de noviembre de 2017 en Revista la nacion

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