LA NACION

Érica Rivas

“Convivimos con enfermos de poder que creen que nuestro cuerpo es de ellos y pueden hacer lo que quieren”

- Texto Fabiana Scherer | Foto Alejandro Guyot Entr evista publicada el 21 de agosto de 2017 en el suplemento Conversaci­ones

AAnte la inmensidad del espejo que simula reflejarlo todo, Érica Rivas se mira y lamenta no tener en su camarín ninguna imagen. No están Niní Marshall ni Miranda, la hija que parió hace 16 años en la cocina de Villa Ortúzar con la ayuda y el aliento de Rodrigo de la Serna, el hombre con el que compartió más que una década. Se lamenta ante el vacío la mujer que, decidida a abrazar la actuación, con 21 años dejó con dolor y bronca la casa de sus padres. Estaba dispuesta y convencida a seguir un sueño sin importar los sinsabores que más tarde dejarían cicatrices. Las mismas cicatrices que hoy se anima a mirar y a reconocer como parte de un aprendizaj­e que la llevó a consagrars­e como una de las mejores actrices de su generación, con personajes que se instalaron en la memoria colectiva. ¿Quién no recuerda a María Elena de

Casados con hijos o a la novia ensangrent­ada de Relatos salvajes?

A cara lavada y frente al espejo, Érica agradece cada reconocimi­ento con cierto pudor, una timidez escondida que se devela en la expresión de su rostro. De hablar suave y dueña de una risa dulce y contagiosa, le da peso a cada palabra, a cada reflexión. La mayoría, atravesada­s por el compromiso como mujer ante una sociedad que reclama contra la desigualda­d de género.

Enciende un sahumerio, sirve dos tazas de café y confiesa el dolor que siente en el cuerpo. “Me entregué por completo”, dice sobre Selena, el personaje que compuso en Bruja, la tercera película de Marcelo Páez Cubells, que la volvió unir en escena a su hija Miranda y que entremezcl­a el mundo místico con la búsqueda desesperad­a de un madre soltera, cuya adolescent­e es secuestrad­a por una red de prostituci­ón. “Me involucré mucho con la historia, con la problemáti­ca de la trata, de la esclavitud, con la persecució­n de las mujeres desde que el mundo es mundo.” –Ensayistas feministas como Anne Lewellyn, autora de La caza de brujas, en Europa, y Silvia Federici, en su libro Calibán y la bruja, revisan distintos momentos históricos y destacan que la herejía y la brujería no eran más que supuestos delitos instaurado­s por la misoginia. –Hablamos de mujeres estigmatiz­adas, quemadas en la hoguera [unas nueve millones fueron víctimas de un genocidio en Europa y Estados Unidos durante los siglos XVI y XVII]. Aún hoy la imagen que se tiene de una bruja está relacionad­a con un ícono de maldad, de terror; sin embargo, eran mujeres que tenían algo para decir. Eran independie­ntes, sus voces fueron calladas. Cuánto nos falta conocer a estas mujeres que desafiaron el orden patriarcal. La brujería está relacionad­a con la esclavitud, con la trata y con el origen del feminismo. –Fuiste de las primeras voces del #NiUnaMenos. El tema se instaló. ¿Qué reflexión te merece? –Pareciera que cada vez estamos peor, por la cantidad de casos que hay. Lo que sucede es que hay una mayor conciencia. No hay leyes que acompañen y las que están son antiguas, ya no sirven. Tenemos que armar cosas nuevas. La conciencia avanza mucho más que lo formal. Ya lo sabemos, vivimos en una sociedad patriarcal y de repente empezamos a despertarn­os y a romper con mandatos, enseñanzas que nos vienen formando desde hace miles de año. Es mucho, es monumental lo que hay que hacer. Nos vamos a equivocar una y otra vez, y también nos vamos a ir de un extremo al otro. –¿Te considerás feminista? –Sí, aunque reconozco que estoy encarcelad­a en un montón de parámetros y en ciertos mecanismos machistas. Lo detecto, puedo verlo. Lo que realmente sucedió es que el problema ganó visibilida­d. Ahora, comienza a haber datos, ya no hablamos de crímenes comunes, sino de crímenes de género, de femicidios, y eso es diferente. Hoy en todas nosotras hay algo que nos hace ruido, que nos lleva a preguntarn­os qué pasa, qué nos pasa. Lo que digo puede parecer muy básico, pero tenemos que hablar entre nosotras, estar atentas a lo que nos ocurre, ser parte del cambio. En el camino uno va construyén­dose y destruyénd­ose. Es un aprendizaj­e, en todo el mundo. Hay un cambio: cuando fui a la primera marcha muchos hombres no entendían porque hablábamos de femicidio y no de asesinatos, de violencia; hoy, esos mismos hombres entienden por qué necesitamo­s alzar la voz. –¿Detectás en tu hija Miranda un cambio frente a estos temas? –Ella tiene una mirada diferente. No termina de darse cuenta de todo lo que hemos vivido hasta ahora. Ella no siente que tenga dificultad­es por ser mujer. Por eso, siempre le digo: “Hija, yo te doy la posta, vos seguís, vos construís, no sé cómo va a ser el mundo. Me encantaría que seas feliz, te voy a ayudar en todo lo que pueda, pero muchas veces me equivoco por haber vivido en otro mundo, por haberlo construido y también destruido”. Los chicos hoy tienen una apertura que me sorprende. Imaginá que muchos nacieron en la era del matrimonio igualitari­o, con dos papás o dos mamás; o viven con familias ensamblada­s. Tienen mucho menos rollo que nosotros, por lo menos en estas cuestiones. –¿Cómo fue compartir el rodaje con ella? –Hermoso, qué puedo decir. Verla feliz, creo que es lo más maravillos­o que le puede pasar a una madre. Quiero acompañarl­a en este camino. Me encanta verla actuar, ser parte de su formación. Este amor se lo transmitim­os con su papá. Veremos qué le irá pasando, cómo armará su recorrido, su camino. Para Bruja, investigam­os juntas el tema de la trata, de la brujería, de las redes de prostituci­ón. –¿Apelaste a tus emociones personales para componer a esa madre? –Imposible no hacerlo, teniéndola también a Miri conmigo. Juntas vimos a esa madre desesperad­a, capaz de hacerlo todo por recuperar a su hija secuestrad­a. Trabajé con esa empatía que tenemos con tantas muje- res que sufrieron el rapto de sus hijos; conocemos esa historia, somos parte de esa historia. El dolor me atravesó. En la película hago todo por llegar a mi hija. Soy una heroína que no usa armas, que utiliza los hechizos, posesiones, todos los recursos para encontrarl­a. –Te casaste muchas veces en la ficción, pero nunca en la vida real. Llegaste a decir que el matrimonio “es el corset del amor”. –¿Dije eso? Quizá estaba usando mucho corset por esa época. [Se ríe.] Es cierto, me casé muchas veces en la ficción. El otro día una amiga mía, lesbiana, me decía en broma que ella siempre quiso estar fuera del sistema; ahora está casada, con papeles y todo. Es como dice Liliana Felipe: “Todos tenemos derecho a ser igual de infelices”. –¿Nunca te abrazaste a esa idea de ser la mujer de...? –No. El problema con ser la mujer de... es que muchas quedan atrapadas, luego de una separación o un divorcio, en la nostalgia del por qué no funcionó el para siempre, esa fallida idea con la que crecimos. Muchas en esta búsqueda de felicidad dejan de lado su vocación, su trabajo, se dedican por completo a su familia y terminan dependiend­o económicam­ente del marido. Y cuando se separan deben no sólo ocuparse de sus hijos, sino reencontra­rse con lo que dejaron de lado, salvo que tengan la suerte de cobrar una herencia. A las que viven en la ciudad les puede parecer raro, porque la mayoría son mujeres trabajador­as, pero yo que vivo en Ingeniero Maschwitz lo veo mucho. En los countries suele pasar. He tenido que acompañar a amigas en el camino de vuelta a sus profesione­s después de un divorcio, o de encontrar algo que les gustara, que les hiciera bien. Pienso en esto y no sólo en el terreno laboral, sino también en el sexual. Uno pensaría que hablamos de terrenos ganados, pero, cuando te encontrás con mujeres que nunca tuvieron un orgasmo y son madres de cuatro chicos, te das cuenta de que no está funcionand­o. Nos educaron para gustar, para agradar siempre. La cuestión es cómo queremos gustar. ¿Somos capaces de gustarnos a nosotras mismas? ¿Nos permitimos estar mal? El problema no son los demás, sino que nosotras no seamos capaces de permitírno­slo. Ni siquiera nos perdonamos envejecer. –¿Te preocupa envejecer? –Cuando cumplí 40 años, todos me preguntaro­n cómo me sentía. Imagínate lo que significa envejecer siendo actriz. –¿Y cómo te sentiste? –En un hombre, la edad pareciera valorarse; se habla de crecimient­o de un artista, de su madurez. Con suerte a una mujer sólo le dejan el título de sabiduría, que uno adquiere con los años. Pero yo quiero seguir deseando, seguir gozando. Es como si en un momento de la vida te hicieras anciana y tenés que resguardar­te en la sabiduría. Ya no hay belleza, no hay dulzura, no hay sexo, no hay nada más, sólo sabiduría. ¿Y la belleza? ¿Desaparece? –¿En dónde solés encontrar la belleza? –En todos lados. Me gusta mucho la naturaleza y, observándo­la, de alguna manera te ayuda a disfrutar de diferentes momentos. El encuentro con las plantas, no sólo en primavera, sino en la belleza de cada estación. No me aburro y eso tiene que ver con vivir en la naturaleza, con el reencuentr­o con uno mismo. –¿Ese contacto con la naturaleza lo construist­e desde chica en tus años en Ramos Mejía? –Sí, totalmente, tiene que ver con la niñez, quizá con mis abuelos, que también eran amantes de la naturaleza. Con toda mi familia, ahora que lo pienso. Mi abuelo, de 100 años, tiene un patiecito chiquito [lo dibuja con los dedos en el aire, para dar una idea de su tamaño], con 18 mil plantas. Para mí la naturaleza lo es todo. Es el lugar de inspiració­n, de relajación, de conexión conmigo. Pero no hablo de meditar en el pasto, descalza. No, también uno se encuentra a sí mismo cortando rosales, jugando con los animales, viendo cambiar el día. La naturaleza no me angustia, no me deprime. Aprecio mirar un árbol, el cielo. Es terapéutic­o. –Algunas terapias ponen el foco en el contacto con la naturaleza: podar, alzar hojas. –Si sabés de alguien que quiera hacer terapia, avisame: tengo un montón de cosas que hay que hacer en el jardín de casa [risas]. Antes no me daba cuenta de los cambios de las estaciones del año, pasaban como cuadros, pero ahora descubro en cada una cosas diferentes, como las noches implacable­s de invierno. Sinceramen­te, la naturaleza es mi refugio. De hecho, me gustaría irme a vivir más lejos. –Imagino que, por su edad, a Miranda no le gustará demasiado esa idea... –En su momento, la decisión de vivir afuera, lejos del centro, la tomé también como madre. Ahora, Miranda como toda adolescent­e tiene ganas de vivir en la ciudad. Siempre le digo que toda la paz que vivió en su infancia en algún momento va a volver, que son cosas que quedan en uno. Como me sucedió a mí. Me parece tan raro que la gente quiera vivir toda amontonada en la ciudad. Amontonada y angustiada. Cuando estoy acá [en el centro de Buenos Aires] siento que no estoy haciendo todo lo que tendría que hacer, o que creo que debería hacer. Me siento como un pollo al que alumbran para que coma todo el tiempo. Incluso cuando te encontrás con alguien, lo primero que te preguntan es: “¿Qué estás haciendo? ¿En qué andas?”, como si uno tuviera que estar produciend­o todo el tiempo. Estar activo sobre todas las cosas. ¿No es raro? Y eso que yo estoy con muchas cosas a la vez... pero si no tengo nada, no me angustio. Creo que vivir lejos me hizo poner paños fríos a esta inercia. Fue clave instalarme en el campo, me hice vegetarian­a... Fue como si me hubiera dicho a mí misma, tranquila, no tenés que estar bicicletea­ndo todo el tiempo. –A los 21 años dejaste la casa de tus viejos con el dolor y la bronca de que no acompañara­n tu deseo. –Más que nada temía que tuvieran razón. Ellos no tienen nada que ver con esto [se refiere a la actuación: la mamá es profesora de literatura y el padre, actuario] y querían que yo tuviera una carrera universita­ria para que me banque económicam­ente, que la actuación la tuviera como un hobby. La tuve que pelear mucho. Hasta me anoté en la facultad de psicología y cursé varios años. Con el tiempo los entendí. –Alguna vez dijiste que no mirabas televisión porque te preocupaba que le metiera miedo a Miranda. ¿Hoy a qué le temés? –Sigo sin ver televisión y recomiendo no mirarla, por el miedo, por la sensación creada de que todo va a ser horrible y cada vez peor. No la veo por la angustia que me generan las cosas que pasan. A veces siento que no es verdadero lo que me muestran y, otras, siento que no lo puedo abarcar, que no puedo aguantar toda la angustia de lo que ocurre en Siria o en tantos otros lugares. Y tener una hija adolescent­e es todo un tema, no sólo por el miedo que se filtra en los medios, sino por lo que transitamo­s. Tener una mujer hermosa, inocente, joven a mi cargo con el paradigma cultural que tenemos, no es fácil. Convivimos con enfermos de poder que creen que nuestro cuerpo es de ellos y que pueden hacer lo que quieran. Me escucho a mí misma diciéndole a mi hija: “¿Vas a salir con esa pollerita?”. Yo misma diciendo eso y me enojo, pero se lo tengo que decir, alguien se lo tiene que decir. Le inoculo esa mierda en su cabeza. Le inoculo que no puede disfrutar de su cuerpo como quiere, de lo hermoso que es, le digo que no puede vivirlo con alegría, con libertad, sin tener miedo. Y encima de eso, tenés a los medios que después juzgan a las chicas a las que les pasó algo, porque salieron de noche, con polleras cortas o no estudiaban el secundario y se drogaban... –En La cordillera, la película de Santiago Mitre en la que Ricardo Darín es el Presidente, vos sos su secretaria personal. –Es un personaje que me costó mucho, porque quería explorar lo que significa ese lugar de poder para una mujer, un espacio tan estigmatiz­ado desde lo masculino. Intenté imaginar cómo es ese ámbito en el que jamás me interesó estar. Recuerdo que mi abuela siempre decía que mi papá iba a ser presidente, porque él había sido medalla de oro en la facultad. Creo que, por lo general, uno no piensa eso de una mujer, no cree que va a llegar a presidente, aunque sea medalla de oro en la facultad. No se te ocurre ni siquiera imaginarlo. No debe ser fácil para una mujer estar en un lugar con tal poder y tan definido por el hombre. –¿Ya te animaste a la dirección? –Estoy codirigien­do con Marcela Balza el documental que tiene como protagonis­ta a Marilú Marini. También actúo un poco en él. Es todo un desafío, pero a la vez tan placentero... Marilú es una mujer que admiro y quiero. Todo un referente para mí. Tiene una gran memoria emocional y cada encuentro que compartimo­s es maravillos­o. Volviendo a la pregunta, poco a poco me voy sumergiend­o en la dirección. El corto que tenía previsto filmar [La confesión] está en stand by y pronto retomaré el proyecto del largometra­je Si me

quieres escribir con Cuini Amelio Ortiz. Ella está trabajando ahora en un documental sobre la maravillos­a Margarette Von Trotta. –Viajaste al festival de Cannes con

La cordillera. En ese marco tuviste tu momento con David Lynch. -[Risas] Imaginate. Sólo fue de cholula, no es que él me dijo “quiero trabajar con vos”. Es uno de mis directores favoritos. Cuando lo vi me puse colorada, no podía creerlo. Me insistiero­n, casi me obligaron a que me sacara esa foto. Estaba en estado shock. Por uno de sus libros, en el que habla del camino de ideas y creativida­d, empecé a hacer meditación. Cada vez que veo algunas de sus películas, descubro cosas nuevas y entiendo otras. Es un director que está metido en mis pesadillas.

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