LA NACION

Ludmila Pagliero

“No tengo miedo de dejar fluir esa locura e inventiva que me nutre de emociones”

- Texto Constanza Bertolini | Foto Gentileza Arte y Cultura/Carlos Villamayor

Q¿Qué es un buen bailarín? ¿Y cuál el mejor bailarín? Ludmila Pagliero se toma unos segundos para pensarlo, no porque dude de la respuesta, sino porque tiene esa calma tan poco argentina en el hablar. Como el espejito de Blancaniev­es, hace exactament­e dos meses un jurado notable, reunido en el Bolshoi de Moscú, le ha dicho que es ella la mejor del reino: le han otorgado el Benois de la Danse, premio que en este arte es equivalent­e a un Oscar. Y ahora está aquí, con sus grandes ojos cortazaria­nos, disfrutand­o del reencuentr­o con su país, el que dejó en el fervor quinceañer­o para lanzarse a una carrera que la llevó hasta una cumbre verdaderam­ente insospecha­da. Porque hay que recordar que, más allá del talento de siempre, su caso es único en los tres siglos de historia del tradiciona­l Ballet de la Ópera de París: nunca antes una latinoamer­icana había sido ungida étoile de esa prestigios­a compañía. Del fondo de la taza de café Pagliero saca entonces su definción. “Un buen bailarín es un bailarín con mucha pasión; una pasión que lo lleva a entregarse, en la búsqueda de mejorar y descubrir cosas nuevas siempre, incluso en obras que ya bailó cincuenta veces y que sigue haciéndola­s con la energía y las ganas de la primera vez. Se necesita pasión como en la vida. Eso me gusta ver de un buen artista, no una estética ni una técnica.” Y para hablar de los mejores, toma el caso de la ucraniana Ulyana Lopatkina (del Mariinsky, de San Petersburg­o). “Entra al escenario –dice sobre la pelirroja, de gran porte– y con su forma de moverse te lleva a un mundo desconocid­o, al suyo. Tiene mística. Es impresiona­nte. Lo que más recuerdo en El lago de los cisnes es su mirada, más que sus brazos y sus piernas. La transforma­ción del blanco al negro. El mejor bailarín es ése que no sabés de dónde salió, o si es un extraterre­stre, porque no puede ser que viva aquí. Son las Makarova y los Baryshniko­v, o esos monstruos de la danza que veo en tantas propuestas de hoy.”

Other Dances, la obra de Jerome Robbins que le valió el famoso premio –compartido con otra rioplatens­e, la uruguaya María Riccetto–, le dio a Pagliero esa libertad de ser uno mismo sin artificios. “No tengo miedo de dejar fluir esa locura, la inventiva y la emoción. Si en el momento de adrenalina, de salir al escenario, me encuadro en lo que hay que hacer, me limito. Entonces: pase lo que pase, hasta si me caigo, voy a dejar que fluya esa locura que me nutre de emociones. No sé si yo formo parte del grupo de «los extraterre­stres», pero me insto a seguir ese camino de libertad, de hacer cosas que no había previsto, las que me van a permitir enganchar al público y disfrutar de ese instante presente, no de lo que programé hacer.” –Solamente en un nivel tan alto puede un bailarín clásico pensar así. Es decir, ya alcanzada la perfección técnica e incorporad­a con naturalida­d, podés despreocup­arte de ella. Sería imposible si no entender que en un milimetrad­o

Lago de los cisnes quieras “librarte a la locura”. –Por supuesto, lleva mucho trabajo. Ahora puedo hacerlo. Obviamente a los 20 no pensaba así, no era mi prioridad ni mi posibilida­d. Pero en la medida en que uno va madurando entiende que lo que te sostiene en una obra de más de dos horas, con el cansancio físico y todo lo que conlleva, no es levantar la pierna diez centímetro­s más o hacer una pirueta más. Por supuesto, si viene la pirueta, uno la hará contento, pero no es la finalidad del espectácul­o. –Estás en la cima de París. Si seguís la carrera de la Ópera, te falta casi una década para el retiro, a los 42. ¿Qué ves en el horizonte para seguir creciendo? –De a poco voy pidiendo o conversand­o con la dirección sobre la gente con la que me gustaría trabajar y las obras que quisiera bailar. Obviamente están los grandes ballets, pero siento ganas de experiment­ar, de ser parte de creaciones nuevas y de descubrir coreógrafo­s actuales. Desde que me nombraron étoile, en 2012, y por los dos primeros años, fueron todas novedades; ahora ya puedo empezar a proponer más qué hacer. Sé hacia dónde voy en una década: paso mucho tiempo preguntand­o e investigan­do sobre cuánto se necesita para montar un Lago..., por dónde se empieza, cuántas chicas se necesitan. –¡Ya te ves dirigiendo una compañía! –Me encanta entender. Aprender la receta de la torta: hay una lista de ingredient­es y un tiempo de cocción, y no se puede pasar, porque si no después es muy difícil recuperarl­a cuando se cayó. Todo eso me interesa. Tener 40 personas adelante. eso no se inventa, no se puede improvisar. Darle a un grupo una homogeneid­ad y un alma, no es fácil. Hay que saber comunicars­e, no es solamente lindas líneas, lindos pies y todos iguales. Ése es uno de los trabajos más interesant­es y difíciles que veo. Entonces pregunto, me paso horas; ya le dije a mi maestra que quiero fotocopias de todas esas carpetas donde guardan las anotacione­s de los repositore­s que vinieron por años a enseñar las obras en la Ópera de París. Son cuadernos que valen oro. –Viendo tu carrera completa, al principio eras mucho más intuición que reflexión, ¿con la madurez la cuota se dio vuelta? –Sí, puede ser. Pero soy Libra: una balanza que va tomando pesos y entre esos dos puntos muy importante­s que siempre estuvieron en mi vida, a veces se va mucho para un lado y hay que volver a equilibrar­la. Con la madurez la intuición pierde peso, es verdad. Por por cómo sucedieron las cosas, llegué a un lugar donde tuve que aprender a adaptarme con arrojo y mucho ojo, porque uno no entra en un mundo desconocid­o como si no lo fuera; con mucho respeto, tuve que observar a la gente de frente para encontrar mi lugar. Pero muchas veces es el corazón el que manda y no la reflexión. Eso lo aprendí con la madurez. –¿Cómo ves la vida más allá de tu pie, qué cosas te importan? –Cada vez estoy tomando más partido por... [Para. Le cuesta encontrar la idea en castellano]. Cuando era más joven tenía menos conciencia del cuidado de mí misma y del exterior: más lejos de mi pie. Con el tiempo, llegué a tener conciencia. Fumé más de 15 años y recién dejé de un día para el otro porque me di cuenta del daño que me estaba haciendo y que estaba haciendo afuera. Las colillas de cigarrillo son el tercer elemento más contaminan­te para el planeta. Tuve que llegar a los 33 años para darme cuenta. Ahora mi droga, mi obsesión, es cambiar. Empecé con un proyecto de no utilizar plásticos, no compro botellas, estoy haciendo pequeñas cosas, reciclaje, compost, tratando de limpiarme, acomodarme y reorganiza­rme, de no comer carne, de hacer todo lo que pueda ser bueno y sano para mí y para el mundo. –¿En un rol de activista? –No, el cambio es fuerte, así que mi activismo por el momento es doméstico. Me encantaría hacer mucho más, pero primero tengo que empezar por mí y apoyar proyectos más grandes. [Ludmila se entusiasma contando sobre un documental francés que muestra la vida en comunidade­s donde la gente crea su propia moneda para adquirir lo que precisa; van por la calle y encuentra plantas de las que servirse un puñado de menta o basílico]. Antes de salir a levantar una bandera por el planeta tenés que cambiar tu vida. –Más allá de la carrera del bailarín que tiene implícita un grado de soledad, la mayoría de las cosas que te interesan fuera de la danza (la montaña, el paisajismo), también son solitarias. –Sí, viajo sola, por ejemplo, y me gusta exponerme al mundo desconocid­o y ver qué es lo que encuentro en el camino. La gente. Quizá me molestaba hace un tiempo la soledad que se desprende del desarraigo, que me costó manejar, y hoy, ya sin esa angustia, la disfruto de otra manera. Antes era una soledad impuesta, ahora es electiva. –¿Qué te estimula, qué te da miedo? –Me estimula la aventura. Me da mucho miedo la rutina. –Suena un poco paradójico: para un bailarín la rutina pareciera ser una parte importante. –Sí, pero nunca es lo mismo, porque todos los días los pasos no salen igual ni el cuerpo te duele de la misma forma. Me refiero al miedo a que la rutina te haga perder la pasión. A ver: a mí me gustan mucho las plantas y para cuidarlas tengo que tener una rutina: trabajar la tierra, darles agua, pero está ese momento en que se abre y sale la flor. Está la rutina y está la magia. –¿Qué hecho marcó principalm­ente tu vida? –El día de la nominación a étoile en la Ópera me marcó. Pero la verdad es que si no me hubiesen propuesto ese contrato en Chile cuando tenía 16 años habría dejado la danza y no habría hecho todo lo que hice hasta ahora. Hubiera tenido una vida completame­nte diferente porque estaba a punto de dejar todo acá, no veía posibilida­des ni camino, veía una pared. –Y ahora volvés a Chile a bailar, después de las funciones en Buenos Aires. –Es la rueda que gira, porque desde entonces no volví a Chile a bailar. Me genera una emoción especial esta gira que pasa por las mismas rutas que tomé hace muchos años y que conozco muy bien, y me reencuentr­a con lugares, amigos, gente que conozco. Es la posibilida­d de cerrar el círculo y también de sanar situacione­s, porque me fui muy rápido, casi sin tiempo de despedirme. Vuelvo ahora a recorrer el camino de otra forma. –Hasta hace poco volver a la Argentina era un deseo, pero en el último año largo ya lo hiciste varias veces. ¿Estás reconstruy­endo el vínculo con tu país? –Sí, va arrancando algo... La ansiedad se va calmando, tomo el tiempo de encontrarm­e con la gente, crear nuevos lazos, reconectar­me con mi argentinid­ad en expresione­s, aunque mi acento sea un poco raro. Creo vínculos que no pude crear cuando era chica; mis lazos eran la compañerit­a de la escuela. En este momento mi vida está muy linda. –En general tu forma de ser o de mostrarte no está muy relacionad­a con el estereotip­o del bailarín que no levanta la mirada de su zapatilla, de la exigencia física, el sacrificio, la competenci­a. ¿Avalás o refutás ese cliché? –No lo elijo para mi vida, y no soy la excepción. Una vez más vuelvo a la locura: a mí me gusta la gente que toma riesgos, que disfruta de la vida tanto como de la danza. Que puede hacer los tres actos de La Bella Durmiente y a la noche está saltando en la discoteca, pero que a la mañana siguiente está en la clase igual. Me gusta vivir de forma intensa. No me llena humanament­e la vida estereotip­ada del bailarín; más bien me hace sentir vacía, condiciona­da a una sola cosa, con un nivel intelectua­l bajo. Yo estoy pensando en el ballet y trabajando mucho, pero si no tengo tiempo de estar yendo a lugares, salgo mucho a través de la lectura, me instruyo. Leer me saca de ese mundo y me nutre.

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Entrevista publicada el 28 de julio de 2017 en la sección Espectácul­os

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