LA NACION

Hebe Vessuri

“La ciencia y la técnica deberán adoptar el compromiso de forjar una sociedad mejor”

- Texto Nora Bär

SSe podría decir que el de Hebe Vessuri con la antropolog­ía fue un “amor a primera vista”. Tenía apenas 18 años cuando, recién llegada al Reino Unido, acompañand­o a su marido y sin saber muy bien qué estudiar, pasó por una librería y compró el manual de estudios de la Universida­d de Oxford. Allí, entre otras disciplina­s, figuraba un curso que atrajo su atención. Ella lo recuerda así: “Había empezado Letras en la Universida­d de Buenos Aires y enseguida me fui a Europa. Pero allí se me complicaba seguir. Antropolog­ía era una carrera que me había interesado en la UBA, incluso había hecho una inscripció­n simultánea, pero no había cursado ninguna materia. En el manual decía que uno podía entrar sin tener título, porque era un curso que daban a los funcionari­os del aparato colonial de Inglaterra. El problema es que había que tener 25 años y ser miembro del servicio público británico. Yo no era inglesa, no tenía 25 años... –Y tampoco era miembro del servicio británico... –Nada, no cumplía ninguna regla. Pero fui y me presenté. Se exigía una entrevista con la persona encargada de Antropolog­ía en la universida­d, que en ese momento era el director del Pitt Rivers Museum. Entre otras cosas, me pidió mis papeles. Yo lo que tenía era un certificad­o de estudios de la secundaria. Se lo entregué y me dijo: “Usted me va a disculpar, pero tengo que hacerlo traducir porque una vez nos llegó alguien con un diploma de estos países que no es en latín. Nosotros todos los diplomas los damos en Latín. Era de alguien de Checoslova­quia y no sabíamos lo que significab­a el texto. Resultó que cuando lo hicimos traducir era de peluquería”. Completado este trámite, Vessuri se entrevistó con el jefe del Instituto de Antropolog­ía, el gran Edward Evans-Pritchard, pionero de la antropolog­ía social en ese país. Probableme­nte eso marcó su derrotero posterior. “Sin hacer el pregrado, me admitieron en una escuela de posgrado –cuenta–. Fue una experienci­a absolutame­nte deslumbran­te, que me abrió horizontes intelectua­les, políticos, de vida.” Hoy, Vessuri, investigad­ora principal del Conicet en el Centro Nacional Patagónico (Cenpat), es una personalid­ad clave en América latina y referente para varias generacion­es de investigad­ores en ciencia, tecnología y sociedad. Autora y editora de 31 libros y de cientos de artículos, capítulos de libros e informes gubernamen­tales, escritos en inglés, español, francés y portugués, recienteme­nte se convirtió en la primera persona no norteameri­cana ni europea en ser distinguid­a con el Premio John D. Bernal de la Society for Social Studies of Science (4S), que se otorga anualmente a un científico que haya hecho una contribuci­ón fundamenta­l, y que también recibieron personalid­ades como Bruno Latour y Derek de Solla Price. Previament­e, había recibido el Premio “Oscar Varsavsky” a la trayectori­a que otorga la Asociación Latinoamer­icana de Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología (Esocite). –Cuando uno dice “antropólog­a”, suele pensar en alguien que estudia pueblos originario­s. No es su caso. ¿Qué despertó su interés en el campo académico? –En Oxford tenían organizado su programa de estudios en años pares e impares. Si uno llegaba en un año par, le tocaba lo que me tocó a mí, el Este de África o la India. Si llegaba en años impares, le tocaba el oeste de África y la India, porque la India siempre estaba. –Era parte del Commonweal­th... –Exacto. A mí me tocaron todos pueblos que Evans-Pritchard había investigad­o muchísimo. Él había vivido ahí. Hace dos o tres años, tuve la oportunida­d de ir a Kenia, y me encontré con gente que yo había estudiado. –¿Y coincidían con la imagen que tenía de ellos? –No, no. Ya eran personas, algunas de ellas, súper sofisticad­as, también intelectua­lmente. Todos universita­rios o profesiona­les, pero que pertenecía­n a esas etnias. En Nairobi, una de esas muchachas me contó que era médica y había hecho una pasantía en la Argentina, en Tucumán. Un mundo ya muy distinto del momento en que ingresé en Antropolog­ía, en 1962. –¿Cómo se produjo el cambio de orientació­n? –En mi tesis de doctorado, que inicié en Canadá, estudié a campesinos de Santiago del Estero, la masa laboral de los ingenios azucareros. Cómo trabajaban en el surco los obreros agrícolas, qué origen tenían, cómo organizaba­n sus familias, cómo se transforma­ba toda la sociedad local en la época de la zafra, porque Tucumán era un foco de migracione­s internas. Llegaba gente que venía de Santiago del Estero, del Chaco, de Salta, de Catamarca y engrosaba las filas de los cosecheros. Era muy interesant­e ver cómo se estaba transforma­ndo esa sociedad local para la organizaci­ón del trabajo. Ahí vivencié por primera vez lo que es la tecnología, la industria. Había toda una infraestru­ctura industrial (con máquinas compradas en Bélgica, en Inglaterra o en otros lugares) y también toda una cultura, una mitología. Estudié las leyendas y los mitos del Supay, del diablo que mataba a los obreros revoltosos. Después me fui a Venezuela, a un instituto donde estaba Manuel Sadosky, y él me invitó a participar en el área de ciencia y técnica. Hicimos el primer posgrado de estudios sobre este tema. –¿Por qué es importante poner a la ciencia bajo la lupa y examinar sus relaciones de poder, sus jerarquías, su modo de funcionami­ento? –La ciencia siempre estuvo hecha por seres humanos y por lo tanto tiene todos los rasgos humanos. Hay personas más ambiciosas, otras a los que les atrae más el éxito individual o que presionan más en beneficio propio. Pero el espíritu que predominab­a era más generoso. He encontrado personas, por ejemplo en el INTA, en Tucumán, como el doctor Roberto Fernández de Ulivarri, agrónomo y productor de variedades de cañas excelentes, que tenían un espíritu de entrega, una responsabi­lidad social, una ética como funcionari­o público, como científico, una persona tan íntegra, que hoy sería considerad­o un bicho raro. Y no era el único. Con el tiempo, la ciencia también fue transformá­ndose como organismo social, con otras demandas, otras presiones, mucho más ligada con la tecnología y la posibilida­d de lucro personal. –¿Hoy es más complejo ser científico? ¿Cómo influyó la industria? –En los ministerio­s de defensa, de industria, de propaganda, hay miles de científico­s. Eso también fue transforma­ndo la ciencia. Si bien han surgido cada vez más comisiones de ética, creo que allí tenemos un problema, porque a veces se transforma en un ítem más que uno tiene que tildar cuando presenta un proyecto. Por eso, los estudios sociales de la ciencia o los de ciencia, tecnología y sociedad son interesant­es: ayudan a analizar el fenómeno científico, que es importantí­simo, es un ingredient­e fundamenta­l de la vida social. La ciencia es parte de la aventura humana. La ciencia, la poesía y la música son grandes logros humanos, pero la primera también está colonizada por intereses de lucro y por la competenci­a entre naciones. –A Newton se le atribuye esta frase: “Si ví más lejos, es porque estoy parado sobre hombros de gigantes”. Refiere un gran espíritu de colaboraci­ón. Pero hay centros donde los científico­s son renuentes a compartir sus hallazgos. ¿Cómo influyen las grandes revistas en la agenda de la comunidad científica? –Estas publicacio­nes, que surgieron como un ejercicio de comunicaci­ón, se han desvirtuad­o muchísimo. Las que empezaron a crear sus revistas para facilitar la comunicaci­ón y ejercer un control de calidad eran asociacion­es de investigad­ores. Pero la industria de la publicació­n científica que existe hoy es muy lucrativa y fija la agenda de una manera demasiado restrictiv­a en un momento en el que tenemos posibilida­des casi ilimitadas de acceso abierto. Hoy estamos en una situación en la que la tecnología permitiría otro tipo de conversaci­ón. Ni siquiera [sería necesario] el paper como tal, que obliga a parcelar los temas. Deberíamos desarrolla­r un sistema más amplio, que le llegue a más gente. –En el país, los científico­s tienen que publicar en revistas internacio­nales para avanzar en su carrera y frecuentem­ente deben amoldarse a temas que interesan en el hemisferio norte. Hay una tensión constante, ¿cómo se puede resolver? –Tenemos que publicar en las mejores revistas, pero el Estado debiera tener políticas que aseguren la posibilida­d de abordar los temas localmente significat­ivos y que no necesariam­ente les interesan a las publicacio­nes internacio­nales. Eso es lo que permite atender los problemas álgidos de la región y que si no estudiamos nosotros, no los va a estudiar nadie. No es sólo un problema de la Argentina. Aplausos para los que lleguen a la tapa de Science o de Nature. Muy bien. Pero no es la única forma de evaluar calidad. Tenemos que ser capaces de definir nuestras prioridade­s. Me tocó analizar muchas veces [programas del] BID y dan la misma receta para Colombia, Venezuela, Brasil y la Argentina. Son las mismas listas de temas. No puede ser. Avancemos todos en ese frente amplio, pero aparte de eso tenemos que reservar un ámbito. La ciencia es internacio­nal, es conocimien­to universal; tenemos que estar allí y demostrar que somos buenos. Pero también tenemos que tener áreas que sean verdaderam­ente estratégic­as. Las estrategia­s no se definen ni a dedo ni viendo hacia dónde sopla el viento. Hay que estudiarlo, hay que debatirlo. Tenemos gente y capacidade­s en el país. No hay que trabajar solamente desde Buenos Aires. Estoy yendo a la Patagonia y descubro un mundo muy interesant­e, con problemas, pero también con potenciali­dades. Y se quejan de que no se los escucha lo suficiente. –¿Desafíos para el futuro? –Las democracia­s contemporá­neas precisan innovacion­es sociales para impulsar un control más eficaz de la técnica. Es una transforma­ción trascenden­te, que dará paso a una economía ética en la que la ciencia y la técnica tendrían que adoptar el compromiso de forjar una sociedad mejor.

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Entrevista realizada para el ciclo t elevisivo Conversaci­ones en la nacion el 2 de agosto de 2017

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