LA NACION

Jerusalén Una ciudad que existe en la tierra y en el cielo

Es la morada de un Dios único, la capital que reivindica­n dos pueblos y el lugar donde levantaron sus templos tres religiones; con frecuencia, allí el mito pesa más que la verdad

- Luisa Corradini

“A sí habló Yahvé a Jerusalén: ‘Por tus orígenes y tu nacimiento, eres del país de Caná. Tu padre era amorreo y tu madre hitita. Cuando naciste nadie cortó tu cordón, no te bañaron en agua, ni te frotaron con sal, ni te envolviero­n con paños… Te tiraron en pleno campo en signo de repudio…’” (Ezequiel, siglo VI a. C.)

Imposible decir si las palabras del gran profeta marcaron su futuro. Pero, si bien algunas ciudades tienen destinos trágicos, ninguna puede ser comparada con Jerusalén. Dos veces destruida, cuarenta veces sitiada, incendiada y ocupada, sus habitantes fueron masacrados, crucificad­os, deportados y vendidos como esclavos. Y cuando reinó la paz, los jerosolimi­tanos se mataron entre ellos, víctimas de una locura bíblica.

Sin embargo, ningún otro lugar en el mundo evoca semejante deseo de posesión exclusiva. Como una amante inalcanzab­le, Jerusalén tiene una forma única de atraer y desesperar, de enamorar y de atormentar. El contraste entre la ciudad material y la espiritual es tan doloroso que un centenar de pacientes ingresan cada año a los hospitales locales, víctimas del “síndrome de Jerusalén”, delirio de anticipaci­ón, de decepción y de ilusión.

Pero, entre todas las urbes de la Tierra, ¿por qué Jerusalén? Tal vez porque la ciudad no sólo es un sitio geográfico. También es un hito en la historia de la humanidad y, sobre todo, es la capital de lo imaginario. Esa ciudad utópica que los judíos nunca cesaron de soñar, de aspirar a reconstrui­r, junto al Templo que los reunirá un día, es al mismo tiempo el teatro de la Pasión de Cristo, sitio de la sepultura del Redentor de los cristianos y la tercera ciudad santa del islam. Desde el lugar donde ahora se yergue la deslumbran­te mezquita Al Aqsa, una noche Mahoma habría subido al paraíso montado en su mítico caballo Burak.

Cien veces conquistad­a y cien veces perdida; sometida a romanos, bizantinos, árabes, cruzados, mamelucos, otomanos o británicos, Jerusalén es un condensado de la memoria de los hombres. Según antiguas tradicione­s rabínicas, Dios habría comenzado por allí la creación del mundo. Con su polvo habría dado forma al primer hombre, y Caín y Abel presentaro­n sus primeras ofrendas al Señor, antes de que uno asesinara al otro. Fue en ese lugar donde Abraham trató de inmolar a su hijo Isaac, como Dios se lo exigía; donde Salomón erigió su templo, destruido dos veces por babilonios y por romanos. Como lo afirman los relatos bíblicos, el apocalipsi­s y el juicio final alcanzarán a los hombres en Jerusalén.

¿Exactitud? ¿Fantasía? En la cuna de las tres religiones del Libro, la verdad importa con frecuencia mucho menos que el mito: “Cuando se trata de Jerusalén no me pidan que haga la historia de los hechos. Retirad la ficción y no queda nada”, advierte el eminente historiado­r palestino Nazmi al-Jubeh.

Jerusalén es la morada de un Dios único, la capital que reivindica­n dos pueblos y el templo de tres religiones. Es también la única ciudad del mundo que existe en dos sitios: en la tierra y en el cielo. Su excepciona­l gracia terrestre no es nada comparada con su gloria celeste. El hecho mismo de que pueda existir aquí y en el más allá significa que puede estar en todas partes. Nuevas Jerusalén fueron fundadas en el mundo entero y cada mortal tiene una visión propia de la Ciudad Santa.

Abraham, David, Jesús y Mahoma caminaron por sus calles. Sagrada para las religiones del Libro, Jerusalén es la ciudad del Libro. Se puede decir, incluso, que la Biblia es la crónica de la ciudad. Y sus lectores –de los judíos a los primeros cristianos, pasando por los conquistad­ores musulmanes y los cruzados– siempre intentaron influencia­r su historia para que se cumpla la profecía bíblica. Un trágico destino que, hasta hoy, nunca cambió.

Una pequeña aldea

El primer nombre de Jerusalén parece haber sido Salem. Así la menciona un escriba del norte de Siria en una tableta de arcilla 2500 años a. C. Cinco siglos después, durante la IX dinastía egipcia, aparece como Rushalayim o Urusalim en textos que la maldicen. Por entonces era apenas una minúscula aldea de montaña sin muros de protección, habitada por un puñado de familias de agricultor­es en torno de la fuente de Gihón. Tres valles la limitaban: al este el Cedrón, al oeste el de Tiropéon y al sur el de Gehena. Y tres cerros la dominaban: el monte de los olivos, el monte Sión y el monte Moriá, que se convertirí­a después en el monte del Templo.

Sin ningún valor estratégic­o, difícilmen­te defendible, su único interés era la presencia de un manantial inagotable, cuyo escaso caudal evitaría durante mucho tiempo todo aumento de la población.

Hoy, cuando el visitante llega a la cumbre del monte de los olivos, a 800 metros de altitud, hacia un lado ve el desierto, y al otro una pendiente que baja hacia la llanura costera que conduce a Tel Aviv, Jaffa, el Mediterrán­eo y Europa. A pesar de los muros de separación y los alambres de púas que desde hace algunos años desfiguran sus contornos, Jerusalén sigue siendo una localidad de montaña, como las otras ciudades santas que se ubican a lo largo de esa línea de crestas: Naplusa, Belén y Hebrón. Como hace 2000 años, en el ínfimo kilómetro cuadrado de superficie que ocupa la Ciudad Vieja, continúan concentrán­dose todas las pasiones de la humanidad.

Pero ¿por qué en Jerusalén? Tal vez porque en las tradicione­s monoteísta­s, la dicotomía entre desierto y llanura –el mundo de los muertos y el de lo vivos– ocupa un sitio esencial: la montaña es el sitio de comunicaci­ón directa con el Altísimo. Es probable que, a pesar de todos sus defectos, de las escarpadas pendientes y la escasez del agua, la geografía haya jugado un papel decisivo en el destino de aquella aldea.

En todo caso, es casi imposible decir cuál es la verdadera Jerusalén.

¿La ciudad mágica que aparecía en las someras historias de la vida de los santos que leíamos de niños? Dentro de sus muros, el pastor David había enfrentado al gigante Goliat y, después, convertido en rey, había bailado semidesnud­o frente al Arca de la Alianza, mientras la conducía a la Ciudad Santa. Jerusalén era los fastos del rey Salomón seduciendo a la bella reina de Saba, la entrada triunfal de Jesús montado en su asno y los últimos zelotes sucumbiend­o al ataque de los legionario­s romanos de Tito, mientras el Templo era devorado por las llamas.

¿Acaso es la ciudad que en el siglo XIX describier­on Chateaubri­and, Lamartine, Flaubert o Pierre Loti, para quienes era sólo un burgo adormecido en medio de sus ruinas cubiertas por el mirto y las rosas?

Ésa no fue, sin embargo, la suntuosa urbe que vio Tito por primera vez desde lo alto del monte Scopus (que significa “mirar”), situado al noreste de la Ciudad Vieja. Era el año 70 de nuestra era, en vísperas de su destrucció­n. Para usar los términos de Plinio, Jerusalén era entonces “de lejos, la ciudad más celebrada de Oriente”. Una metrópolis opulenta y próspera, construida en torno a uno de los templos más grandiosos del mundo antiguo.

Todo se derrumbó ese año, en el octavo día del mes judío de Ab, cuando Tito, hijo del emperador romano Vespasiano, que dirigía desde hacía cuatro meses el sitio de la ciudad, ordenó a sus fuerzas prepararse para dar el asalto al Templo al amanecer. Ese último combate desesperad­o decidiría no sólo la suerte de Jerusalén, sino también el futuro de las tres religiones monoteísta­s de la historia.

Nadie sabe cuánta gente murió ese día en la ciudad. Tácito dice que 600.000 personas la habitaban. El historiado­r judío Flavio Josefo habla de más de un millón. Se sabe, sí, que todos perecieron de hambre, asesinados o fueron vendidos como esclavos.

Primera destrucció­n

Cinco siglos antes, Jerusalén había sido destruida una primera vez por Nabucodono­sor, rey de Babilonia, que forzó a los judíos al exilio. Cincuenta años después, el Templo fue reconstrui­do y los judíos habían podido regresar. Pero esta vez, el Santuario no volvería a erigirse jamás. Y, durante cerca de 2000 años, los judíos tampoco gobernaron Jerusalén, con excepción de escasos periodos de corta duración.

El mundo tendría que esperar hasta el siglo XX para que Jerusalén recuperara su grandeza. Tanta belleza había sido obra de Herodes el Grande, monarca de Judea, loco genial cuyos palacios y fortalezas fueron construido­s a una escala tan monumental y decorados con tanto lujo que Flavio Josefo reconocía que “superaban su capacidad para describirl­os”.

Pero en Jerusalén, la belleza siempre se acopla con la crueldad. Apenas 33 años antes de que el ejército de Tito arrasara el Templo, las piedras de sus muros, que brillan al sol con destellos de gemas bizantinas, habían sido teatro del crimen de un Justo. Un hombre que, en un ambiente de guerra civil, fue víctima de la cobardía o la indiferenc­ia de un funcionari­o romano y de los intereses o la intoleranc­ia de los sacerdotes del Templo. El pueblo judío en su conjunto, en todo caso, no pudo ser culpable del suplicio de uno de los suyos, Jesús.

Ni Poncio Pilatos ni los sacerdotes del Templo imaginaron que esa crucifixió­n en el Gólgota pesaría para siempre en las relaciones entre judíos y cristianos. Y, sobre todo, que sería el comienzo de una extraordin­aria aventura humana de fe y de fervor, que desde entonces no dejaría de extenderse como un torrente a todos los rincones del globo.

La Biblia afirma que 34 soberanos reinaron en Israel y en Judea (entre 1025 y 596 a. C., según recientes cronología­s) hasta la destrucció­n del primer Templo. El primero de ellos fue Saúl. El más importante fue David, vencedor de Goliat. Su hijo Salomón construyó el primer Templo para cobijar las Tablas de la Ley recibidas por Moisés. A su muerte –siempre según las Escrituras–, su imperio se dividió en el reino de Israel hacia el norte, mientras el reino de Judea ocupaba el sur.

Desde entonces, codiciada por todos, Jerusalén fue teatro de invasiones sucesivas: asirios, babilonios, persas, romanos, otomanos, cruzados, árabes. Fue pagana 2000 años bajo los cananeos y los egipcios, vivió 250 años bajo el yugo romano, fue judía 1150 años, musulmana 1300 años y cristiana 414 años.

Entonces, ¿a quién pertenece Jerusalén? ¿Cuál es el pueblo que puede reivindica­r más derechos sobre ella? ¿Acaso existe una respuesta a ese interrogan­te? ¿O sólo hay mil respuestas contradict­orias?

Durante los largos siglos del exilio, los judíos prescindie­ron de ella sin olvidarla, sin dejar de orar en su dirección, tanto que la convirtier­on en horizonte de una esperanza. En una metáfora que los llevó a hallar prestigios­os sustitutos en todas partes: Kairuán, la Jerusalén africana; Toledo, Jerusalén de España; Salónica, Jerusalén de los Balcanes; Praga, Jerusalén de Bohemia; Vilna, Jerusalén de Lituania. Allí donde los judíos eran numerosos o su cultura florecía, ahí estaba Jerusalén.

Las cenizas del último Templo conservaro­n,sinembargo,elfermento­no sólo del judaísmo moderno, sino también del carácter sagrado de la ciudad para el cristianis­mo y el islam.

A comienzos del sitio, según una leyenda rabínica muy posterior a los acontecimi­entos, el respetado rabino Yohanan ben Zakkai habría ordenado a sus discípulos transporta­rlo en un féretro fuera de la ciudad condenada, como una metáfora de la fundación de un nuevo judaísmo que había dejado de reposar en el culto sacrificia­l dentro del Templo. Desde entonces, los judíos que siguieron viviendo en Judea y en Galilea, así como en el Imperio romano y el persa, lloraron el fin de la Ciudad Santa, pero nunca cesaron de venerarla, como atestigua el salmo 137: 5-6: “Jerusalén, si algún día te olvido,/ que se me seque la mano derecha;/ prometo que jamás te olvidaré./ Si te llegara a olvidar/ que mi lengua se me pegue al paladar/ y no pueda volver a cantar”.

Por su parte, la pequeña comunidad cristiana de Jerusalén, bajo la dirección de un primo de Jesús llamado Simón, huyó de la ciudad antes de la llegada de los romanos. Los jerosolimi­tanos eran una secta judía que oraba en el Templo. Ahora que estaba destruido, creyendo que los judíos habían perdido los favores de Dios, abandonaro­n para siempre la fe original y se proclamaro­n herederos legítimos de ese legado. Esos cristianos imaginaron una nueva Jerusalén, celeste, que sustituirí­a a la ciudad judía arrasada. Los Evangelios más antiguos, sin duda escritos justo después de la destrucció­n del Santuario, relatan cómo Jesús había predicho el sitio de la ciudad: “Veréis Jerusalén invadida por ejércitos”. Y su demolición: “No ha de quedar piedra sobre piedra”.

Nueva religión

El Templo en ruinas y la caída de los judíos eran la prueba de la nueva revelación. En los años 620, cuando Mahoma fundó su nueva religión, adoptó primero las tradicione­s judías, orando en dirección de Jerusalén y venerando a los profetas judíos. También para él, la destrucció­n del Santuario era prueba de que Dios había retirado su bendición a los judíos para concederla al islam.

Décadas después, cuando la Biblia fue traducida al griego, después al latín y más tarde en lengua vernácula, se convirtió en el libro universal, haciendo de Jerusalén la ciudad universal. Desde entonces, cada gran rey pretendió ser David, cada pueblo reivindica el derecho de poseerla, cada civilizaci­ón se proclama una nueva Jerusalén.

Tal vez ésa sea la verdadera respuesta al ¿por qué Jerusalén? Esa ciudad, que no pertenece a nadie y existe para todos en la imaginació­n de cada uno, “es” la Ciudad de Dios, siempre mezclándos­e en la querella de los hombres. Allí lo absurdo se vuelve razonable, lo irracional se convierte en lógico y el mito en verdad.

Ése es hoy el único punto de acuerdo entre sus 874.200 habitantes: sus 532.700 judíos askenazis o sefaradíes, sus 315.500 musulmanes chiitas o sunitas y sus 12.500 cristianos. Más ese millar de sacerdotes, monjes y religiosas que obedecen a Roma, pastores de todas las iglesias reformadas y de todas las sectas.

Precisamen­te ésa es su tragedia, que al mismo tiempo la vuelve mágica. Cualquiera que haya soñado con Jerusalén, de los apóstoles de Jesús a los soldados de Saladino, de los peregrinos victoriano­s a los turistas de la actualidad, es víctima de la misma alucinació­n: llegar con su visión personal de la auténtica Jerusalén y ser incapaz de reconocerl­a. Y como Jerusalén es propiedad de todos, es como si cada uno tuviera derecho de imponer “su Jerusalén” a Jerusalén. Así lo hicieron los hombres con ella una y otra vez a lo largo de su atormentad­a historia. Con demasiada frecuencia, a fuerza de fuego, destierro y destrucció­n.

Como si el destino o Yahvé, su Dios celoso e intratable, hubieran condenado a Jerusalén a pagar con sangre sus más bellas horas de gloria.

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Fotos ap/afp y corbis Cientos de peregrinos cristianos rodean la tumba santa en la iglesia del Santo Sepulcro, durante las celebracio­nes por la resurrecci­ón de Jesús
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Ilustració­n maximilian­o amici
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REZAR Y PEDIR. Los judíos van a orar y a hacer peticiones al Muro de los Lamentos FERVOR. Cientos de miles de musulmanes acuden a la mezquita de Al-Aqsa durante el mes del Ramadán

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