Convivir, ésa es la cuestión
Mahmoud, fervoroso creyente musulmán, vive en el lado este de Jerusalén. Shlomo, judío ortodoxo, en el lado oeste. Yarko y Daniel, israelíes laicos, en el barrio antiguo. Faraj y Sanabel, palestinos, en campos de refugiados ubicados a escasos veinte minutos de la ciudad que, según quien la nombre, puede ser espacio sagrado, simple lugar de nacimiento o sinónimo de enfrentamientos sin fin.
Mahmoud, Shlomo, Yarko, Daniel, Sanabel y Faraj son niños. Ríen, juegan, estudian, aman y desean ser amados como niños. También como niños se hunden en el miedo y miran un mundo –ése que se extiende a través de las calles de Jerusalén y de las rutas y puestos militares que la circundan– que demasiado a menudo se les vuelve infierno. Un mundo que, a pesar de que habitan a escasa distancia unos de otros, les impone barreras por momentos invisibles, siempre infranqueables.
A fines de la década del 90, los documentalistas B. Z. Goldberg, Carlos Bolado y Justine Shapiro arribaron a la ciudad de Jerusalén portando cámaras, equipos, una mirada entrenada y algo de voluntariosa esperanza. En un impulso quizás similar al que habrá sentido Daniel Barenboim cuando concibió el proyecto de la West-Eastern Divan orchestra, decidieron que, del litigio palestino-israelí, lo que menos les importaba era el conflicto en sí, sino la posibilidad de superarlo. Y que esa posibilidad no había que buscarla ni en los discursos altisonantes, ni en las decisiones estratégicas o las astucias de la geopolítica, sino en sus eternos olvidados, los más chicos. Durante unos tres años siguieron las andanzas de un heterogéneo grupo de niños, en busca de una utopía sólo en apariencia modesta: hablarles a unos de las experiencias de los otros, encontrar las vías de un lenguaje común y generar el espacio donde, tal vez un día, todos pudieran encontrarse.
La película se llamó Promesas. Estrenada a principios de este siglo, es el registro de una aventura que comienza en las intrincadas callecitas de la Ciudad Santa, nos permite ingresar en la vida de Mahmoud, Shlomo, Yarko, Daniel, Sanabel, Faraj y algunos otros más, y culmina en el campo de refugiados donde –partido de fútbol, merienda y juegos mediante– varios de ellos finalmente lograrán encontrarse.
Se trata de una experiencia luminosa aunque no ingenua; basta ver la paciencia de orfebre con que los realizadores van trazando el difícil camino hacia el entendimiento de unos y otros; el modo en que, poco a poco, procuran que sus pequeños protagonistas entiendan eso que los espectadores, a su vez, también se van permitiendo descubrir: que pese a lo atroz del conflicto que desangra la región, es más lo que une a esos chicos que lo que los separa.
Paciencia de orfebre: los realizadores visitan los distintos hogares, acompañan a cada niño en sus lecturas, paseos, vida cotidiana. Atento ejercicio de escucha: con la voz entrecortada, Faraj, el niño palestino, describe el día en que vio cómo un soldado israelí mató a su amigo Bassam, de trece años. Es escuchado, tanto como el chico judío aterrorizado ante la posibilidad de un ataque terrorista. o los gemelos Yarko y Daniel, que apenas comprenden las convicciones religiosas de unos y otros.
Serán ellos dos quienes acepten, entre curiosos y divertidos, la propuesta de visitar el asentamiento donde viven Faraj y Sanabel (con quienes, días antes del encuentro, comparten un más bien tímido diálogo telefónico). Hay belleza y alegría ese día. También el recuerdo de los chicos que, invitados a participar en ese mismo encuentro, prefirieron abstenerse. Sus rostros, tan infantiles y serios al momento de decir “no”.
Y hay lágrimas. Al cabo de una jornada inolvidable, Faraj rompe en llanto. Dice que él lo sabe: cuando pase el tiempo y la niñez vaya siendo recuerdo, todo lo vivido ese día se disipará. Quizás indiscreta, la cámara da un giro y muestra a uno de los documentalistas, que también llora. Nada de esto fue ni será fácil, nos dice Promesas. Que es un film, pero también una vibrante defensa de quienes apuestan al encuentro con el otro.