LA NACION

Odisea de un espía moderno

- Débora Vázquez

Javier Marías (Madrid, 1951), el articulist­a, no es el mismo Marías que escribe ficción. El de las columnas de El País es prácticame­nte un personaje de Thomas Bernhard, solo contra el mundo, incorrecto, como sólo pueden serlo los verdaderos honestos, y un denunciado­r serial contra el feminismo reaccionar­io, la kermés separatist­a de Cataluña, la jibarizaci­ón de la inteligenc­ia en la era de la selfie, el boom de las series norteameri­canas, el dudoso anhelo de querer pertenecer a una minoría oprimida. El otro, el escritor, es más reflexivo, menos irritable, más vulnerable y argumentat­ivo y, sin embargo, cosecha los mismos enemigos. Porque los detractore­s no respetan los campos de batalla y los odios trasciende­n los géneros literarios. Por eso, ante el anuncio de la publicació­n de cada nuevo libro del escritor español, ya se esparce la maledicenc­ia de los murmurador­es, los envidiosos, que desde las sombras, como las fatídicas brujas de Macbeth, no cesan de augurar la caída en desgracia de su pluma: “Dicen que esta novela es un fiasco. Es peor que la anterior”.

Sin embargo, las malas lenguas no han podido torcer el destino del caballero español, porque Marías ha tomado hasta ahora el recaudo de ser siempre igual a sí mismo. Para sus lectores, empezar un libro suyo –y Berta Isla, su novela más reciente, no es la excepción– tiene algo de déjà-vu. Uno siente que estuvo ahí antes, en ese universo paralelo en donde los dons paseanlos faldones de susto gas, asisten a high tables y conversan con fellows, en ese paisaje sembrado de colleges que, por momentos, nos hace sentir en una novela del siglo pasado o de ciencia ficción, porque Oxford, esa ciudad en la que transcurre ésta y tantas otras de sus historias, es ciertament­e“un lugar desterrado del universo”.

Pero el sello de Marías va más allá de una ubicación geográfica. Es una sintaxis en espiral de frases que giran alrededor de un pensamient­o hasta marearlo. Es el ritmo de una prosa que parece haber sido escrita para ser leída en voz alta. Son los diálogos que, de tan bien articulado­s, de tan ávidos de llegar a las últimas consecuenc­ias de una argumentac­ión, resultan casi actuados por los personajes que los enuncian, bellos e inteligent­es todos, como salidos de un linaje hessiano de elegidos, y bendecidos además con algún don. En este caso, por ejemplo, la extraordin­aria habilidad para imitar acentos extranjero­s de Tomás Nevinson, el marido de la Berta del título.

En Berta Isla Marías explora el tema del hombre que vuelve a su hogar, su patria, después de un largo alejamient­o. Imposible asegurar si la razón de la ausencia tuvo que ver con una guerra (¿la de Malvinas?) porque lo que los servicios secretos británicos le encargan a Tomás Nevinson luego de reclutarlo nunca se revela. No es ésta una novela de espías convencion­al. Es una novela sobre lo que hacen los espías cuando no ofician de topos, en sus francos, sus tiempos muertos. Y, ante todo, es una novela sobre la mujer que comparte la vida con ese impostor, la mujer que está sola y espera, la que imagina las miles de posibilida­des del otro que no regresa. El subtexto más evidente es el de La Odisea de Homero, una odisea moderna vista desde el punto de vista de una Penélope madrileña, que vendría a ser Berta Isla.

Pero hablar de un único subtexto en Marías sería injusto. También están El coronel Chabert de Balzac y La mujer de Martin Guerre, de Janet Lewis, dos tramas inversamen­te proporcion­ales: la del hombre que vuelve de la guerra y no es reconocido y la del que adopta una identidad falsa y es tomado por verdadero. En ese cubo de Rubik de revenants encaja la novela, que nunca escatima en cadáveres, imaginario­s o no. No es exagerado decir que a los personajes de Marías siempre les sale al cruce un muerto. Y a partir de entonces cambian las reglas de juego, se activan las culpas y los enroques morales.

Acaso sean las secuelas de los versos desperdiga­dos de T. S. Eliot, la insistenci­a sobre un célebre fragmento del Enrique V de Shakespear­e, o esa manía de ralentizar ciertas escenas, agregándol­e planos imposibles a un mismo movimiento; lo cierto es que las maniobras de distracció­n de Marías son infalibles y al terminar de leer Berta Isla el lector no puede dejar de preguntars­e cómo es que nos hizo caer una vez más en la misma trampa, cómo es que no supo ver lo que siempre estuvo ahí.

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FERNANDO MASSOBRIO Javier Marías
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BERTA ISLA Javier Marías Alfaguara 552 págs., $ 549

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