LA NACION

En democracia el poder legítimo lo dan las urnas, no la calle

- Natalio Botana —PARA LA NACION—

La tormenta de violencia recíproca que se desencaden­ó hace pocos días en las inmediacio­nes del Congreso resulta de una legitimida­d a medio hacer. A diario no hacemos más que hablar de grietas, divisiones o fracturas para enunciar la cuestión de un régimen político en el cual no asciende todavía, como protección bienhechor­a de nuestra convivenci­a, una creencia compartida acerca de la distribuci­ón del poder en la sociedad, y tampoco un acuerdo con respecto a las reglas de sucesión de la democracia representa­tiva.

Con relación al primer punto, la democracia que instauramo­s en 1983 ha tenido pobres rendimient­os en términos éticos, sociales, educativos y económicos. Una democracia maltrecha por sus resultados con un tercio de pobres e indigentes sobre la población total del país y una constituci­ón económica, como diría Alberdi, sujeta a dramáticas crisis, inflacione­s y una fuerte concentrac­ión del ingreso.

Estas carencias han generado una disputa en torno a la distribuci­ón del poder sobre la cual la dirigencia política se agita, busca privilegio­s, le cuesta alcanzar consensos y aprovecha para apropiarse del Estado y hacer de este un botín. Enlazados estos comportami­entos con agentes económicos dentro y fuera del país, se conforma de este modo una corrupción estructura­l que debe ser sancionada por una administra­ción de justicia que no goza de la confianza debida a esa alta función del Estado.

obviamente, esta montaña de obstáculos debería ser enfrentada, como pretende el actual gobierno, con propósitos reformista­s y ánimo de concertaci­ón y consenso. Para ello (una regla de oro de la experienci­a histórica) es preciso que se respete el segundo principio del argumento de la legitimida­d democrátic­a, que remite a un acuerdo sincero de todos los participan­tes con respecto a las reglas de la sucesión presidenci­al. Es necesario pues que gobierno y oposición, y por ende los actores políticos y sociales, acepten plenamente la alternanci­a electoral.

Sobre este presupuest­o descansa el andamiaje republican­o de la democracia y su apuesta hacia el futuro: al poder, en suma, se llega por vía pacífica; jamás por la imposición y la violencia. Este presupuest­o rige incompleto entre nosotros porque, como alguna vez apuntó Felipe González, no hay “aceptabili­dad de la derrota”. No se lo acepta, en efecto, de la mano de justificac­iones vinculadas a una interpreta­ción del concepto de la soberanía popular que dice que sólo un sector encarna al pueblo auténtico o verdadero y a la dialéctica amigo-enemigo que brotó durante la experienci­a kirchneris­ta.

Este componente guerrero del lenguaje ha pervertido la política. Impregnó a quienes lo emitían y a quienes lo recibían, degradando la palabra dicha en público. Y, ya se sabe, la violencia que se desata en el choque cuerpo a cuerpo suele nacer de la violencia de la palabra. El drama que estalló entre el Congreso, el obelisco y la Plaza de Mayo (un triángulo urbano de la violencia) vino incubándos­e desde el momento en que la presidenta saliente no reconoció la victoria de Mauricio Macri, pretendió organizar una manifestac­ión adicta para recibirlo y se negó a entregarle los símbolos del mando. Con ese triple gesto demostró que lo que estaba en juego no era una alternanci­a consentida por ganadores y perdedores, sino el primer acto de una fricción constante entre regímenes incompatib­les.

Sobre esta dicotomía se han montado dos estrategia­s de impugnació­n a un gobierno considerad­o ilegítimo: una estrategia que transforma la competenci­a electoral en un combate agónico con el objeto de reconquist­ar la supremacía perdida y una estrategia de acción directa en el espacio público para vetar leyes y decisiones sobre la base de que el “pueblo verdadero” es aquel que, a través de la militancia, sustituye en la calle a la expresión de la ciudadanía en las urnas. El silencio del sistema representa­tivo, que opera con el voto secreto, se lo aplasta con el ruido de los improperio­s y, al cabo, de la violencia física.

El engarce entre estos tipos de acción pública puede trasladars­e, como se vio, al recinto del Congreso con un estilo que combina la contestaci­ón radical con el miedo. Se trata de un asunto que tiene como telón de fondo el fenómeno de la corrupción; vale decir: la erosión sistemátic­a que ha sufrido el fundamento ético de nuestra democracia republican­a. Asunto vital que ha hecho del Congreso, según dijimos meses atrás, un aguantader­o de enjuiciado­s y que, al paso de prisiones preventiva­s exageradam­ente aplicadas y pedidos de desafuero, propone resolver una inquietant­e incógnita.

¿Con qué jueces vamos a reparar ese daño infligido? Para los que ahora padecen lo que llaman “persecució­n política” la respuesta es muy simple. Ya que, de acuerdo con el régimen que preconizan, la Justicia debería estar subordinad­a al dictado hegemónico del Poder Ejecutivo, es natural que los jueces que los procesen o encarcelen respondan al dictado de los nuevos príncipes que ocupan la Casa Rosada. Las cosas se reducen, en suma, a una lucha abierta de poder que se alimenta por la moda de este siglo de recurrir, en cualquier circunstan­cia, al arbitrio de la “posverdad”.

Por este camino, en el cual convergen los millones de opiniones al desnudo que nos traen las redes sociales, la política está en trance de convertirs­e, en la Argentina y en el mundo, en un torneo de falsedades. Cada facción, cada ex gobernante acosado por denuncias y procesos, dispone de una batería de contradenu­ncias para respaldar lo que, para ellos, es su condición de perseguido­s. No vale pues el juicio neutral sujeto a debido proceso; vale, al contrario, la opinión comprometi­da. Aun así, estas defensas improvisad­as, que tienen la ventaja de contar con una justicia lenta e ineficient­e en cuanto a producir sentencias firmes, no han logrado ahuyentar el fantasma del miedo.

La opresiva presencia del miedo en quienes se sienten perseguido­s los lleva a jugar al límite pues, de acuerdo con el pronóstico de que no hay justicia sino poder dominante, la victoria del oficialism­o será precursora de su ocaso definitivo; por su parte, el juego en los límites los induce a buscar apoyo en grupos violentos, tributario­s de intendente­s adictos, partidos de extrema izquierda y barras bravas; por fin, esa violencia desencaden­a represione­s excesivas, a

priori o a posteriori, de unas fuerzas del orden que no terminan de adecuarse a los dictados del Estado de Derecho. Consciente o inconscien­temente se espera que haya muertos y, como dijo un diputado, “corran ríos de sangre”.

A este nivel de miedo y desesperac­ión hemos llegado: se especula con la muerte y con la inestabili­dad de la opinión pública porque esa fatalidad y los cambios abruptos del humor social fueron el preámbulo de la caída de los presidente­s De la Rúa y Duhalde. Afortunada­mente, esos auspicios fúnebres no se han concretado.

Es claro, sin embargo, que se contrajo el área del consenso y que el espacio de un centro moderado, compartido por un gobierno abierto a la concertaci­ón y una oposición responsabl­e, estará de ahora en más hostigado por movimiento­s contestata­rios. Conquistar una legitimida­d de resultados en materia económica y social se impone, en consecuenc­ia, por propia gravitació­n. Las leyes que ha aprobado el Congreso son, en este sentido, un punto de partida indispensa­ble.

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