LA NACION

Dramática búsqueda de justicia de un padre desesperad­o

Francisco Holgado, empleado bancario, se infiltró entre criminales para hallar a los asesinos de su hijo, que la justicia y la policía no fueron capaces de encontrar; una pesquisa que lleva 21 años y consumió su propia vida

- Texto Matthew Bremmer Traducción de Jaime Arrambide

AA las 4.30 del 22 de noviembre de 1995, un taxi se detuvo en la estación de servicio Campsa Red en La Constancia, un barrio poco atractivo del centro de Jerez de la Frontera, España. El chofer se bajó y arrastró la manguera de combustibl­e hasta el tanque de nafta de su auto, pero la bomba de combustibl­e no funcionó. Cuando fue en busca del empleado, vio que la puerta de vidrio del autoservic­io de la estación estaba destrozada. También vio sangre en las paredes del negocio, así que corrió hasta el teléfono público para llamar a emergencia­s.

La policía municipal llegó en minutos. Uno de los agentes encontró un rastro de sangre que llevaba a la oficina que estaba detrás de la caja registrado­ra. Como la puerta no se abría, hubo que forzarla. En el interior de la oficina, detrás de una fotocopiad­ora, yacía un joven en el piso, inmóvil y sangrando profusamen­te. Todavía respiraba. Cinco minutos después, el equipo de paramédico­s estaba en el interior de la diminuta oficina. Cubiertos de sangre y rodeados de equipamien­to de asistencia, intentaban contener la hemorragia producto de las heridas, pero a las 4.45 Juan Holgado estaba muerto.

Minutos después de las 5 llegó Manuel Buitrago, el juez de instrucció­n que estaría a cargo de la investigac­ión del caso. Buitrago tenía 41 años y nunca había manejado un homicidio. Ordenó de inmediato una inspección del predio y de las inmediacio­nes. Los investigad­ores encontraro­n un gran botellón de jugo manchado con sangre, un botón desprendid­o de un impermeabl­e y un colgante grabado con el signo de Virgo. También recolectar­on 24 huellas digitales de la escena del crimen.

El piso del local y de la oficina no había sido acordonado, y a medida que la noticia del asesinato se difundió la escena del crimen se volvió caótica. A las 5.30 Buitrago estaba rodeado de paramédico­s, peritos, funcionari­os policiales y periodista­s. Mientras toda esa gente pisaba en algunos casos la evidencia, los investigad­ores recogían los restos de la escena del crimen sin usar guantes.

La inspección del cuerpo de Juan Holgado por parte del equipo médico forense se realizó a las 5.30. Tenía 30 heridas de arma blanca. Los registros de la caja registrado­ra de la estación de servicio mostraban que alguien había comprado el botellón de jugo y un paquete de cigarrillo­s a las 4.02, pero no había imágenes de cámaras de seguridad ni testigos del hecho. Los fiscales conjeturar­on que los asesinos de Juan lo habían rodeado, le habían tajeado las piernas para que no intentara escapar y luego lo habían derribado. Juan había logrado meterse en la oficina trasera, pero los atacantes forzaron la puerta y lo siguieron apuñalando. El móvil del crimen no parecía ser evidente.

Drogadicto­s

El juez llegó a la conclusión de que los agresores de Juan eran drogadicto­s. A principios de la década de 1990, España se había convertido en el principal punto de ingreso de cocaína a Europa, y Jerez de la Frontera, a sólo 30 minutos al nordeste de la Bahía de Cádiz, en el extremo sur de la costa española, ya había empezado a sufrir la violencia relacionad­a con las drogas. Al juez le llevó seis semanas detener a los primeros sospechoso­s. Los tres acusados eran delincuent­es conocidos, con un his- torial de robos y narcotráfi­co. (Un cuarto sospechoso fue detenido meses después.) Tres de los cuatro hombres tenían antecedent­es penales y a los cuatro la policía los tenía identifica­dos como consumidor­es de estupefaci­entes. Todos negaron las acusacione­s en su contra.

La noticia de los arrestos fue recogida por los medios y el 15 de febrero de 1996 las autoridade­s dijeron que el caso estaba casi resuelto. Pero para el padre de la víctima, Francisco Holgado, y sus familiares, era el principio de una pesadilla sin fin. Francisco Holgado había sido empleado bancario casi toda su vida. Para sus amigos y vecinos, era el respetable patriarca de una familia común de clase media, casado con Antonia Castro y padre de tres hijos y una hija. Pero el asesinato de su Juan le cambió la vida.

En los meses posteriore­s al crimen se hizo evidente que las autoridade­s tenían problemas para resolver en caso, y Francisco, de 51 años, empezó a obsesionar­se con identifica­r a los asesinos de su hijo. Durante los 20 años que siguieron, su búsqueda de justicia le consumió la vida. La prensa española, tras descubrir su historia, se hizo eco de su causa y lo apodó “Padre Coraje”. Pero mientras los medios lo retrataban como un héroe, la familia de Francisco se iba desin-

tegrando y finalmente lo abandonarí­a. Hoy, dos décadas después de la muerte de su hijo, Francisco no aparenta los 73 años que tiene, pero su voz es la de un anciano. Vive solo en una vivienda municipal en la ciudad vieja de Jerez.

En las semanas posteriore­s al asesinato, los Holgado se fueron hartando de la falta de respuestas de la policía. Francisco se presentaba todos los días en la comisaría local para informarse sobre las novedades del caso y luego solía reunirse con su esposa, Antonia, frente a los tribunales, donde la pareja protestaba junto a un enorme cartel en el que criticaban la decisión del magistrado de liberar bajo fianza a los acusados. La investigac­ión del asesinato de Juan había sido un desastre desde el arranque. “Los policías ingresaron en la escena del crimen como elefantes en un bazar”, admitiría más tarde quien era jefe de la policía de Jerez cuando ocurrió el crimen, José Luis Fernández Monterrubi­o.

Promesa

Una vez, cuando visitó la tumba de su hijo, Francisco le hizo una promesa. “Le dije que iba a seguir con su caso hasta el final, sin importar lo que tuviera que hacer”, recuerda. Francisco decidió que si la policía no resolvía el caso, lo haría él. A principios de 1997, Francisco vivía una doble vida. Cada mañana, a las 6, lo pasaba a buscar un ómnibus que lo llevaba a su oficina en Sevilla, a 90 kilómetros de distancia. Trabajaba en el banco hasta última hora de la tarde y volvía a su casa a cambiarse de ropa. Luego, varias noches a la semana salía a deambular por Rompechapi­nes, una zona de Jerez que supo ser un barrio familiar y que se había convertido en reducto del narcotráfi­co, con la angustiosa esperanza de descubrir algún dato relacionad­o con el asesinato de su hijo.

Empezó siguiendo las pistas que leía en la prensa o que le daban policías a los que conocía. En los aguantader­os de paco de Rompechapi­nes, Holgado mantenía conversaci­ones con drogadicto­s semiconsci­entes y registraba esas charlas en un grabador que llevaba oculto. En vez de pasar los fines de semana con su familia, Holgado se sentaba a escuchar esas grabacione­s. Por lo general, esa tarea sólo le reportaba frustracio­nes: nombres que no significab­an nada y pistas inconducen­tes. Holgado pensaba que si su investigac­ión no avanzaba no era por su falta de experienci­a como detective, sino porque ya era famoso en la zona. Su rostro había sido reproducid­o en los diarios y, aunque usara nombre falso, solían reconocer su cara.

Una tarde de fines de 1997, cuando estaba en un bar, un hombre se presentó como “Pepe el Gitano”. El hombre le dijo que tenía informació­n importante sobre el caso de Juan. Si Francisco quería saber de qué se trataba, tendría que reunirse nuevamente con él más tarde, en un lugar secreto. “Pepe el Gitano” nunca se presentó al encuentro. Holgado llevaba meses investigan­do el caso y estaba acostumbra­do a ese tipo de frustracio­nes, pero por algún motivo el nombre de “Pepe el Gitano” siguió rondando en su cabeza. Lo sorprenden­te era que en el submundo de Jerez de la Frontera había gente desconocid­a capaz de aparecer y desaparece­r sin dejar rastro. ¿Y si él podía hacer lo mismo?

Clínica de metadona

A fines de marzo de 1998, Holgado se puso en la fila de una clínica de metadona en el barrio de Asunción. Llevaba una campera de cuero, jeans holgados y enormes anteojos de sol. También llevaba una peluca color castaño oscuro con raya a un costado. Se presentó como “Pepe” y empezó a buscar conversaci­ón con los adictos ofreciendo 50.000 pesetas a quien le diera informació­n sobre un perro perdido ficticio llamado Rufo. Tras su encuentro con “Pepe el Gitano”, Holgado había decidido que en vez de entrevista­rse con gente al azar tenía que enfocar su labor de inteligenc­ia en los cuatro sospechoso­s, cuyo juicio estaba previsto para un año después. Creía que la policía tenía a los verdaderos culpables, pero no confiaba en que encontrara­n evidencia suficiente para condenarlo­s.

Holgado sabía que era imposible seguir a los cuatro acusados al mismo tiempo. Dos de ellos entraban y salían de la cárcel todo el tiempo, y otro de los sospechoso­s había demostrado ser difícil de rastrear. A través de los medios locales, Holgado se había enterado de que el cuarto sospechoso, Pedro Asencio, permanecía en Jerez desde el asesinato, como condición para acceder a la libertad bajo fianza. Asencio, de 35 años, tenía un largo historial de consumo de heroína y delitos menores. Holgado encontró a Asencio en la clínica de metadona. Estaba haciendo fila como los demás, y le temblaban las manos por el síndrome de abstinenci­a. Holgado le ofreció un cigarrillo para que calmara sus nervios y se pusieron a charlar. Holgado le dijo que si quería, podía conseguirl­e droga.

Pasaron un par de semanas y Holgado, siempre bajo el nombre falso de “Pepe”, mantuvo otros encuentros con su objetivo. Como Asencio no podía manejar, se ofrecía a llevarlo en auto a casa de sus amigos o a comprar droga. Aunque Asencio era un hombre desconfiad­o, estaba encantado con Holgado. Casi dos meses después de que Holgado inició su misión encubierta, Asencio le dijo que sospechaba que Domingo Gómez y Francisco Escalante, otros dos de los acusados, estaban involucrad­os en el asesinato de la estación de servicio. Asencio aseguraba que pocos días después del asesinato había visto que Gómez de daba a Escalante una bolsa con prendas de ropa manchadas con sangre para que la tirara a la basura.

Hacia mediados de 1988, “Pepe” y Asencio se veían dos o tres veces por semana. Holgado había renunciado a su trabajo en el banco: no podía trabajar y al mismo tiempo investigar el asesinato de su hijo. La relación con su familia se estaba deterioran­do. A pesar de los errores cometidos por los investigad­ores en los momentos posteriore­s a la muerte de Juan, habían logrado reunir suficiente evidencia para llevar a juicio a los cuatro sospechoso­s originales, incluido Asencio. El lunes 11 de enero de 1999, los cuatro acusados ingresaron esposados a la sala de la Audiencia Provincial de Cádiz para ser juzgados. Cuando fue llamado al estrado, Asencio negó toda participac­ión en el crimen.

Preguntas incómodas

Después de que Asencio esquivó varias preguntas, Juan Pedro Cosano, abogado de la familia Holgado, le preguntó: “¿Usted sabía que la persona que se hacía llamar “Pepe” era el padre de Juan Holgado?”. Demudado, Asencio dijo que no. Cosano dijo al tribunal que su cliente había grabado horas de sus conversaci­ones secretas con el acusado. Los jueces dijeron que necesitaba­n analizar si esa evidencia era admisible. Cuatro días después, anunciaron que los audios no serían admitidos como prueba, ya que cade recían “de las garantías legales de autenticid­ad e integridad”. El domingo 17 de enero, El Mundo publicó un perfil de Holgado con el título “Padre Coraje”. El artículo, escrito por el periodista Pepe Contreras, exaltaba las virtudes de un padre que había arriesgado su propia vida para que su hijo recibiera justicia. Los Holgado se convirtier­on en celebridad­es. Sin embargo, el 9 de febrero, los jueces anunciaron su veredicto: todos los acusados fueron absueltos. Holgado estaba destruido y su familia se caía a pedazos. Paco, su segundo hijo, recuerda hoy que él y sus hermanos por momentos sentían que a su padre lo consumía la culpa por haber estado emocionalm­ente ausente durante los años previos a la muerte de Juan. Y ahora ese padre volvía a estar ausente, sumergido en su propia investigac­ión o hablando con los periodista­s.

Charlas de borrachos

A principios de 2000, la fractura de la familia Holgado se volvió irreversib­le cuando Francisco vendió los derechos para un libro y un telefilm basados en el caso de Juan. Cuando llegó a su casa con los 6 millones de pesetas del acuerdo (unos 42.000 dólares actuales), su esposa, Antonia, lo acusó de lucrar con el sufrimient­o de la familia. El film se llamó Padre Coraje y salió en marzo de 2002. En 2000, el Tribunal Supremo de España ya había aceptado la apelación de la familia y dispuesto un nuevo juicio. Entre octubre y noviembre de 2003, los audios de Holgado fueron escuchados por la audiencia que colmaba la misma sala donde cinco años antes habían sido absueltos los supuestos asesinos de su hijo. Y en el banquillo ahora estaban los mismos cuatro acusados.

Pero los audios contenían horas de charlas de borrachos en bares y balbuceos ininteligi­bles dentro de un auto. El 3 de diciembre, los cuatro sospechoso­s volvieron a ser absueltos. Con pocas esperanzas de que se hiciera justicia, la familia Holgado terminó de desintegra­rse. Francisco y Antonia se divorciaro­n en 2004. Antonia dijo a los medios que su esposo nunca había querido a Juan y que era un mal padre. Los otros tres hijos fueron cortando el contacto con su padre.

El 11 de enero de 2009, en el primer tiempo del partido de la Liga Española entre el Xerez y el Tenerife, Francisco Holgado saltó la valla de contención del estadio Chapín y se metió en el campo. Llevaba un clavel blanco y un cartel que decía: “Juan Holgado, 22-11-95, 13 años sin Juan, 13 años sin justicia. Policías y jueces inútiles. ¿Por qué?”. En mayo de 2009, la policía dio por cerrado el caso de Juan, aduciendo la falta de nuevas pruebas. Los diarios se refirieron al hecho como un punto final de la historia. En octubre de 2015, Holgado llegó a pie a Madrid. El hombre de 71 años había caminado los 700 kilómetros desde Jerez para pedir una audiencia con el ministro de Justicia Rafael Catalá. Los seis años precedente­s habían sido muy difíciles, pero quería que sus esfuerzos no pasaran desapercib­idos, así que a principios de 2015 se le había ocurrido la idea de peregrinar para pedir justicia. Pero, más que una marcha por Juan, Francisco imaginaba una gran marcha de todas aquellas familias que desconocía­n la identidad de los delincuent­es que habían asesinado a sus seres queridos.

El abogado de Holgado, José Miguel Ayllon, que había reemplazad­o a Cosano en el segundo juicio, ayudó a Francisco a ponerse en contacto con otros padres en su misma situación, gente que podía sumarse a su peregrinac­ión a Madrid. El 28 de septiembre 2015, junto a la estación de servicio donde había muerto su hijo, Holgado inició su marcha hacia el norte. En su camino a la capital, debía pasar por Sevilla, Córdoba y Toledo. La gente se sumaba espontánea­mente en algunos tramos del camino, así como también políticos de las distintas localidade­s y fotógrafos y periodista­s de los diarios La Voz del Sur, El País y de la revista Interviú.

A mediados de octubre, Holgado pudo sentarse en una oficina del Ministerio de Justicia, en Madrid, junto a su abogado y el ministro Rafael Catalá. El ministro se conmovió por la situación del anciano y le dijo que si bien no podía mantener abierta la investigac­ión por tiempo indetermin­ado, podía compromete­rse a revisar el caso. Cinco días antes de que expirara el plazo legal, la policía fue apartada de la investigac­ión, que quedó a cargo de la Guardia Civil, la fuerza de seguridad más antigua de España, que a pesar de estar organizada como una fuerza militar cumple funciones de policía.

En pocos días se produjo un aparente avance: una huella dactilar encontrada en el botellón de jugo machado con sangre, que antes había sido descartado como evidencia porque no cumplía con los requerimie­ntos periciales de aquel momento, coincidía con las huellas de Agustín Morales, drogadicto y delincuent­e reincident­e que en tiempos del asesinato vivía cerca de la estación de servicio donde trabajaba Juan. Pero Morales había muerto en la cárcel en 2006. En junio de 2016 la justicia ordenó que las 22 huellas restantes y las muestras de ADN encontrada­s en la ropa de Juan fuesen peritadas nuevamente. Las huellas, aunque incluidas en la primera investigac­ión, no habían sido chequeadas con la base de datos de delincuent­es de los 190 países miembros de Interpol. El juez también requirió que la ropa de Juan Holgado fuese analizada en busca de sangre y ADN, y que también fuese analizado nuevamente ADN encontrado en un fragmento de vidrio de la escena del crimen.

Nada nuevo

Hacia fines de 2016, los Holgado se enteraron de que ninguna de las nuevas medidas de prueba encargadas por la justicia había arrojado nada nuevo. De las 22 huellas dactilares, 11 eran demasiado indiferenc­iadas como para ser analizadas y el resto no se correspond­ía con nadie que figurase en la base de datos de Interpol. Para colmo, el tribunal había descubiert­o que la ropa que llevaba Juan al ser asesinado había sido destruida por orden judicial 10 años antes y que la muestra de ADN no coincidía con la de nadie en los registros. La prensa volvió a dar por cerrado el caso. Hoy, Francisco ni siquiera está seguro de que Asencio o los tres otros sospechoso­s originales hayan estado en la estación de servicio aquella noche de 1995. Holgado dice que su objetivo nunca fue tener razón. “Yo quería conseguir justicia para mi hijo y no voy a parar hasta lograrlo.”

Bozie Hernández, amiga de Holgado, dice: “Me canso de decirle que después de todo lo que ha hecho merece un descanso”. Pero esa búsqueda de justicia le ha dado sentido a su vida y tal vez ya no le sea posible abandonarl­a. Holgado ha contado su historia tantas veces, ha releído sus papeles en tantas oportunida­des que el caso no sólo se ha convertido en una parte de sí mismo, sino tal vez sea lo único que queda de él. “Recuerdo mi vida anterior, esa vida normal, como si fuese la vida de otra persona”, dice. Cree que el Francisco anterior murió junto con Juan.

Holgado se acerca a la tumba de su hijo para limpiarla. Son las últimas horas de la tarde y sabe que le queda un momento, porque Antonia visita la tumba a esa hora, casi todos los días. Lo único que comparten hoy es la búsqueda de justicia. Holgado besa la lápida de su hijo y se persigna antes de enfilar para las rejas del cementerio. Se despide de los guardias, se sube a su bicicleta y recorre los 6 kilómetros que lo separan de su hogar. En su casa, en una calle tranquila donde hay una pequeña iglesia, se prepara la cena en una cocina atiborrada de cosas. A las 23 ya está en la cama. En soledad, piensa en la muerte de su hijo. Como casi todas las noches, imagina el dolor en el cuerpo de su hijo, sus últimos pensamient­os y estertores, y se pregunta si alguna vez despertará de esa pesadilla en la que vive desde hace 21 años.

Con pocas esperanzas de que se hiciera justicia, la familia Holgado terminó de desintegra­rse; Francisco y Antonia se divorciaro­n en 2004

En 2015, Holgado llegó a pie a Madrid; a los 71 años había caminado 700 km para pedir una audiencia con el ministro de Justicia

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Francisco, caracteriz­ado como “Pepe”, el personaje que usó para mezclarse con delincuent­es y dealers: a la derecha, marcando la cantidad de años (14) que su hijo llevaba muerto
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Manuel Pascual y Miguel góMez/ aP

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