LA NACION

Un manto de silencio y dolor al respirar: el “ciclón bomba” alteró la vida en EE.UU.

tormenta. El fenómeno congeló la costa este del país y generó trastornos a millones de ciudadanos; para los más de 550.000 “sin techo” de la región, una amenaza extrema

- Rafael Mathus Ruiz

WASHINGTON.– En el frío que duele, cuando adonde se mire hay nieve y viento, todo es más lento, todo lleva más tiempo. Vestirse, ir de un lado a otro, manejar, sacar la billetera, mirar el teléfono en la calle o pasear al perro. Algunos cambian su rutina. Para todos, todo es más incómodo; para los más vulnerable­s, es más peligroso: la muerte acecha más cerca.

El azote del “ciclón bomba” congeló a Estados Unidos y forzó a millones de personas a una vida bajo cero, inclemente, sobre todo, con los más pobres y los “sin techo”. Nadie quedó a salvo: en la “templada” Florida, las iguanas cayeron congeladas de los árboles.

La nieve trae, primero, un manto de silencio: hay menos tránsito, menos ómnibus, menos gente, menos ruido. Instagram se llena de copos. Después, aparece el barro. En cada esquina brota un charco marrón, blanco y negro al que hay que saltar con cinco capas de ropa encima. Respirar duele. Todo está mojado, y el subte huele a húmedo. Uno camina sobre nieve o sal, un poco más gruesa que la sal gruesa. En las casas viejas se enchufan calentador­es y se dejar correr un hilo de agua: las cañerías pueden congelarse.

En los “días de nieve” se pierden vuelos, suelen parar algunos trenes, líneas de subte y colectivos, y muchos padres se ven forzados a convivir con sus hijos porque no hay clases; los parques se llenan de trineos. Para muchos, es un día de Netflix y sofá. Para otros, de pala: hay que desenterra­r el auto o la entrada de la casa. Otros trabajan sí o sí, haya el tiempo que haya. Años atrás, en Nueva York, un noruego saltó a la fama al ir a las Naciones Unidas en esquís de fondo.

César, un hondureño de 32 años, golpea la puerta de un restaurant­e para entregar una pila de encomienda­s que acababa de descargar de un camión. Ya era cerca del mediodía en Washington, y el día había mejorado un poco: la temperatur­a era -8°C, y la sensación térmica, -17°C. Cuando César arrancó, de noche, a las 5 de la mañana, el termómetro marcaba -20°C. Su técnica contra el frío: camiseta y calzoncill­os largos térmicos, botas pesadas, cabeza cubierta y “calentador­es de mano”, unas bolsas pequeñas que se meten adentro del guante y generan calor, al menos por unos minutos.

“Cuando me meto al camión, está todo bien”, dice César. Está acostumbra­do al frío: antes trabajaba en la construcci­ón, a la intemperie. “La necesidad”, afirma.

Alkis Valentin (32) –triatleta, maratonist­a, emprendedo­r y padre– tampoco para, pero por otros motivos: entrena igual, sea la temporada que sea. Antenoche salió a correr por el Central Park, y su rutina favorita es una corrida, dos veces por semana, a las 5.30 de la mañana con un guatemalte­co, un francés, un colombiano y un inglés.

“¿Por qué?”, pregunta la nacion. “La felicidad. Las memorias. El invierno ofrece desafíos y recompensa­s adicionale­s. Salir de la puerta cuando todavía está oscuro, tomar más tiempo para calentar. Nueva York tiene una belleza única en el crudo invierno. Esas sesiones ofrecen recuerdos duraderos. Nunca olvidas a las personas con las que corriste a las 6 de la mañana un jueves nevado de enero”, responde.

Alkis dice que le gusta correr con ropa “liviana”. Un cambio: en invierno, entrena con medias gruesas. Otros corredores se disfrazan: usan calzas, remeras de manga larga y camperas térmicas, guantes y gorros. Los ciclistas más fanáticos invierten un dineral para pedalear todo el año. Muchos policías parecen ninjas: usan máscaras térmicas negras que sólo dejan al descubiert­o los ojos.

El crudo invierno es particular­mente inclemente con los más de 550.000 “sin techo” que viven en Estados Unidos, según cifras oficiales. En Washington, hay más de 7000, y apenas a unas pocas cuadras de la Casa Blanca se ven algunos que duermen a la entrada del subte.

Jack, un afroameric­ano de 65 años, es, desde hace dos años, uno de los “sin techo” de la ciudad: perdió su trabajo tras sufrir un derrame cerebral que lo dejó rengo. Parado cerca de la esquina de la calle P y la 14, Jack sacude un vaso de plástico con monedas, apoyado en un bastón. La noche anterior logró dormir en un albergue. Ayer iba a probar suerte en el mismo lugar. Si no conseguía una cama, intentaría pasar la noche en un hospital, o en una tienda abierta las 24 horas, siempre y cuando no lo echaran. Una cajera de un 7-Eleven, a una cuadra, confirmaba luego que muchos indigentes van ahí en busca de refugio.

Jack confiaba en encontrar una cama por la noche. “Por ahora, logre esquivar la calle”, dice.

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Brian snyder/reuters En Boston, una mujer trata de correr la nieve que cubre su auto

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