LA NACION

El encanto oculto de la ceremonia japonesa del té

Una cronista asiste en Tokio a este ritual regido por la armonía y la tranquilid­ad

- Valentina Ruderman

Una ceremonia del té típica japonesa se parece más a una sesión de terapia que a una degustació­n de comida, por cosas como esta: antes de servir el té en la taza, el maestro le pasa a cada pieza un trapo de seda azul marino muy despacio. Para sacarle la película de polvo que se ve, y también lo que no se ve. “Purificamo­s el momento, le limpiamos el prejuicio”, explicó con dulzura Jun, la que dirigió el encuentro al que fui, y siguió: “La idea es poder llevar esto a la calle, dejar de mirar el mundo a través de nuestra lente y estar en armonía con los demás, pero también con nuestra cabeza”.

El rito puede durar tres meses si se hace completo, cuatro horas si se respetan los pasos más tradiciona­les o lo que el maestro a cargo de- cida. Mi experienci­a duró solo 40 minutos y fue completada por una tarde que está en el podio de mis días en Tokio y gana por afano. Con ganas de salir del frenesí turístico y entender de dónde viene el matcha que acumulo en la alacena como si de eso dependiera mi superviven­cia, busqué una experienci­a bien local. Así encontré a Jun y Souei que ofrecen a través de Airbnb una tarde de Japanese Slow Living. La traducción literal sería “vida lenta japonesa”, pero el significad­o se entiende solo después de un par de horas con los anfitrione­s. La cita fue al mediodía en su casa de Meguro, un barrio de casas claritas con calles supersilen-ciosas y sin veredas. En la puerta me encontré con los cuatro turistas que iban a hacer la experienci­a conmigo. No nos conocíamos ni teníamos deviene masiadas cosas en común, de base crecimos en lugares tan diferentes como la India, Singapur, Estados Unidos, Australia y Argentina, pero al poco tiempo terminamos abrazados a Jun prometiend­o que íbamos a volver juntos o separados.

Souei nos abrió la puerta corriendo el panel de madera hacia la izquierda con mucho cuidado, pidió que nos sacáramos los zapatos y que esperáramo­s a que terminara la clase que estaba en curso. Eran dos chicas de 20 años que dos veces por semana van a aprender sobre las costumbres de sus antepasado­s. Fueron un par de minutos y pudimos pasar al salón de la ceremonia, cubierto por tatamis y con un jardín minúsculo de costado, que sirve para las tardes de té en el verano. En la pared había un kakemono, una pintura colgada que decía “la tranquilid­ad es el camino” y una flor del jardín en un tubito transparen­te muy simple: “Sirve para mostrar que así como la flor nunca va a ser igual, este momento con nosotros y el té también es único en el tiempo”. Nos pusimos en una fila, con Jun de frente, vestida con un quimono con detalles rosados. Más tarde nos contó que guarda más de 10 y que le encanta tener ocasiones para usarlos. Pasaron más de 200 personas por esta experienci­a, un show que montan tres veces por semana hace casi dos años, pero ellos mantienen la frescura. Explican cada cosa contentos, como músicos que no se aburren de tocar sus hits.

Su marido fue el asistente, aunque técnicamen­te es el único maestro de los dos (es casi imposible que una mujer llegue a este rango, aunque estudie lo mismo que cualquier hombre). El primer concepto que nos enseñaron, aunque sin decir nada, fue el de la cortesía. Apenas nos sentamos, nos acercaron un dulce a cada uno, de porotos rojos en forma de hoja otoñal.

Mente en blanco

Para llegar al objetivo de resetear la mente, la ceremonia está llena de reglas que parecen estrictas, pero que están atravesada­s por cuatro conceptos relajados: armonía, respeto, pureza y tranquilid­ad. El té se toma de a uno y hay que pedirle perdón al siguiente por empezar antes que él; una vez que tenés la taza en la mano es necesario girarla para no tomar del frente y así demostrar humildad; y la mejor forma de agradecerl­e al anfitrión es haciendo mucho ruido en cada sorbo, por nombrar algunas.

El matcha es espeso y hace espuma, no se parece en nada a los saquitos de té verde procesado que consumimos en Occidente. Es así porque se trata de un polvo hecho de hojas evaporadas y trituradas desde el cabo. Encierra la idea de estar “comiéndose” un pedacito de la naturaleza en estado puro. La mejor variedad de Kioto, donde Jun y Souei se conocieron hace veinte años. Él era ayudante del gran maestro y ella era una alumna principian­te. Cuando terminó de cursar la carrera (cuatro años después), se casaron y se mudaron a Tokio juntos.

Ese gran maestro que les enseñó es descendien­te de un héroe: Sen no Rikyū. Una especie de Peter Pan del té que llevó el ritual a las masas. Antes de que apareciera hace 450 años, la ceremonia era solo cosa de guerreros, cortesanos y aristócrat­as que bebían de porcelana con detalles en oro. Para él, todo tenía que ser más simple para que se pudiera apreciar en serio. El lujo y el exceso solo logran que queramos más, así que la nueva ceremonia nació para mostrar que lo importante en la vida es más bien simple. “Así podemos buscar las respuestas a las grandes preguntas sin distraccio­nes, porque están adentro nuestro y no alrededor”, nos explicó Jun. Para ir a algo más terrenal, citó a la tienda Muji que nace de la misma filosofía: muebles y ropa simples que van con todo. El propósito de cada pieza es hacernos felices por su comodidad y utilidad, nada más.

En familia

Cuando terminó la ceremonia, corrieron la puerta y apareció la casa. Un comedor diario minimalist­a y muy cálido, con dibujos hechos por sus hijos pegados en las paredes. Recién era la una, pero por la ventana que daba al jardín entraba el último rayo de sol del otoño. Sin mucho preludio nos empezaron a dar instruccio­nes para preparar el almuerzo. Íbamos a cocinar todo desde cero. A mí me tocó el dashi, la base de muchos platos japoneses, un caldo que se hace con escamas de pescado y sopa miso (de porotos de soja fermentado­s también en la casa). Algunos hicieron formitas con los vegetales para ponerle al arroz, y otros aprendiero­n el arte del tamagoyaki, una especie de omelette de huevos que Souei prepara todas las mañanas con su hijo de 11. Mientras se cocinaba el salmón, nos sentamos con un mapa de la ciudad a marcar cosas que queríamos hacer en nuestra estadía y seguir los consejos de Jun. Nos mandó a una tienda de quimonos usados a pocas cuadras de su casa (un segundo piso abarrotado de prendas de seda) y a su confitería preferida. Al rato, llegó su hijo menor, de 7 años, que vuelve caminando de la escuela solo con una mochila de cuero más grande que su espalda y uniforme marinero. Acostumbra­do a las visitas, nos saludó en inglés y subió a su habitación.

Cuando volvimos a pasar por el salón de la ceremonia antes de salir, le pregunté a Jun en qué momento se sientan a celebrarla más allá de las clases, me respondió: “Cuando está lindo el clima, en la época de cerezos, cuando vienen amigos de afuera o simplement­e cuando queremos compartir que estamos contentos, ahí invitamos a personas que queremos y tomamos té. Todo es una buena excusa. No se trata tanto del proceso sino del espíritu del encuentro”. Terminamos a los abrazos, porque los japoneses pueden parecer distantes, pero cuando entran en confianza muchos son más cariñosos que nosotros. Nos dieron suvenires típicos y una foto del encuentro a cada uno; y esperaron a perdernos de vista para volver a entrar a la casa. De vuelta en la estación de subte ya sentíamos que los extrañábam­os. La ceremonia del té no me cambió la vida, pero si Jun y Souei arman una secta, no dudo ni un minuto antes de subirme a un avión para unirme.

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gentileza airBnB

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