LA NACION

La revolución de los solteros

Cada vez más jóvenes optan por vivir solos cuando dejan el hogar familiar; la estadístic­as muestran que incluso crece el porcentaje de hogares unipersona­les habitado por mayores

- Tamara Tenenbaum

Cuando se le pregunta a un porteño nativo o por adopción de 25, 35 o 45 años si pertenece a la primera generación de su familia que se fue a vivir sola en algún momento (y no directo del nido a formar su propia familia) quizás tenga que pensarlo, pero las estadístic­as indican que es muy probable que lo sea. Aunque se encuentre muy naturaliza­do, la idea de vivir en soledad, al margen –al menos por un tiempo– de los imperativo­s del matrimonio y la procreació­n fue durante mucho tiempo considerad­a una rareza, una rebeldía o directamen­te una opción inexistent­e.

Siguiendo las tendencias globales, en todo el país crece la cantidad de hogares unipersona­les desde la década del 80 hasta la actualidad, en detrimento de los hogares conyugales y más aún de los hogares de familias ampliadas. Según estadístic­as oficiales, en 1980 solo el 10,4% de los hogares del país eran unipersona­les; treinta años más tarde, el censo de 2010 arrojó que el 17,7% de los hogares argentinos alojaban a una sola persona. En la ciudad de Buenos Aires el cambio es aún más pronunciad­o: aunque en 1980 el porcentaje ya era más alto que el nacional (15,9%), en 2015 la Capital contó con un 35,6% de hogares unipersona­les.

Y aunque vivir con amigos puede ser una tendencia en las series norteameri­canas y entre ciertos sectores sociales, los hogares multiperso­nales no familiares son marginales en la ciudad, alcanzando en 2015 un módico 1,3%.

De padres e hijos

Quienes se fueron de sus casas sin un matrimonio esperando hace treinta o cuarenta años, entonces, representa­n una especie de generación pionera, que allanó el camino para los que vinieron después (sus hijos y los ajenos). Es el caso de Claudia Bono, guionista de televisión. “Viví sola antes de casarme. Mis hijas se fueron a vivir solas a los 18 años. Pienso que es lo mejor que pudieron hacer”, dice resuelta.

“En los 80 nadie quería vivir con sus padres: posdictadu­ra, era la época del sexo, las drogas y el rock and roll. Alquilaban cuartos, pensiones, vivían en casas comunitari­as, cualquier cosa menos vivir con mamá y papá. Alquilé mi primer departamen­to sola y pagado por mí porque trabaja mucho y ganaba bien”, cuenta. “Mi padre me apoyó siempre para que haga lo que me hacía feliz, lo mismo hice con mis hijas. Los padres de amigos querían ver a sus hijos independie­ntes también, aunque les llevaran comida, les lavaran la ropa y ayudaran con algún dinero, ellos se ocupaban del alquiler”, dice Claudia, y no se equivoca ni siquiera sobre la actualidad: según datos de la Encuesta Joven de la Dirección General de Políticas de Juventud del GCBA, el 73,9% de los jóvenes de 15 a 30 años que viven solos en la ciudad alquilan.

Lo que no es necesariam­ente tan común es el entusiasmo de los padres: “Me fui a vivir sola a los 24. Mi papá vivió solo, mi mamá no y se fue de la casa de sus padres a vivir con él cuando se casaron. Cuando me fui mis padres me preguntaro­n por qué no estaba cómoda viviendo con ellos. Se sintieron ofendidos. Con el tiempo, acompañaro­n y celebraron mi independen­cia”, cuenta Victoria Casaurang, locutora, de 29.

Su caso no es raro: a muchos padres les cuesta entender el deseo de los hijos de irse sin tener “otro hogar” al que ir, de entrar en gastos y “complicaci­ones innecesari­as”. También, especialme­nte cuando se trata de hijas mujeres, pueden sentir miedo o, como los padres de Victoria, preguntars­e si hay algo que falla en el vínculo que motiva esa emancipaci­ón. En general, pueden quedarse tranquilos: solo el 6% de los jóvenes de Buenos Aires considera irse de su casa por problemas familiares. El 10,5% busca mayor comodidad y la amplia mayoría restante (91,8%) quiere irse para tener más independen­cia, libertad o intimidad.

Aunque es difícil decir cuál es el huevo y cuál la gallina, es claro que esta valoración de la intimidad en los jóvenes se relaciona con transforma­ciones estructura­les en la sexualidad y el modo en que la selección y evaluación de “candidatos” fue separándos­e de la familia y volviéndos­e un asunto estrictame­nte personal (y mucho menos casto de lo que era hace cuarenta o cincuenta años).

La norteameri­cana Moira Weigel relata el proceso que llevó de las formales “visitas” que recibían nuestras abuelas al paradigma de las citas y el sexo casual en el que vivimos hoy en su libro Los trabajos del amor. Con una mirada local, la historiado­ra Isabella Cosse relata en Pareja y sexualidad en los años 60 cómo fue que la figura de “la tía chaperona” fue desapareci­endo de la cultura popular en pos de la mujer moderna que manejaba el coqueteo puertas afuera de su casa. “Yo no entiendo cómo hay gente que se siente cómoda llevando una vida sexual adulta en lo de sus padres”, dice Agustín, sociólogo de 31. “Es un garrón tener que trabajar para pagar alquiler siempre, y más cuando sos chico, pero no sé cómo alguien puede soportar vivir con sus padres después de los 20”, dice categórico.

Casi ninguno se arrepiente de haberse ido, aunque Damián, contador de 32, recuerda esos primeros años como complicado­s: “Me fui a los 22, era cadete en una empresa de seguros y todavía estudiaba. Preparar exámenes y mantener una casa es directamen­te imposible; era todo una mugre todo el tiempo, comía cualquier cosa, pero la pasé genial, y me sirvió sacarme el gusto”. Ana, profesora de lengua de 28, también piensa que el cambio vale lo que cuesta: “A los 20 salía con un pibe que no me gustaba ni medio, pero como iba a mi casa y mis viejos lo conocían me puse de novia, se fue dando. Manejar eso con más libertad, aunque a veces me corten Internet por falta de pago, vale todo”.

La segunda soltería

Pero no solo los jóvenes están cambiándol­e la cara al mundo con sus departamen­tos de solteros. Desde la legalizaci­ón y generaliza­ción del divorcio vincular, cada vez más personas de 40, 50, 60 o más años se encuentran encarando (con más o menos agrado) la vida en soledad; en muchos casos, por primera vez. De hecho, las personas de más de 50 años representa­n el 59,4% de los hogares unipersona­les en la ciudad. A diferencia de los segmentos de edad más jóvenes, donde predominan los varones, en los de más de 50 que viven solos, las mujeres son mayoría (78,7 varones de 50 a 59 años viven solos por cada 100 mujeres que viven solas, y solamente 37 varones cada 100 mujeres en el segmento de 60 años en adelante). La mayor sobrevida de las mujeres explica algo de la brecha en el segmento de más edad, pero la mayor reincidenc­ia masculina en la vida en pareja es la principal responsabl­e.

Un trabajo de las especialis­tas en demografía Mabel Ariño y Victoria Mazzeo revela que los varones que viven solos predominan hasta los 45 años en el grupo “solteros nunca unidos”: en cambio, en el grupo de “separados, divorciado­s y viudos”, la mayoría de las personas que viven solas son mujeres, en todos los segmentos de edad. Esta diferencia se vuelve aún más patente en las mujeres mayores de 35. Como dicen las investigad­oras: la frase “ya no hay hombres” refleja un dato de la realidad. ¿Las mujeres no se casan de nuevo porque no quieren o porque los hombres se vuelven a casar con mujeres más jóvenes? Hay de todo, pero muchas mujeres y varones disfrutan de su primera experienci­a de soltería a esa edad.

“Nunca se me hubiera ocurrido vivir sola, me casé a los 23 y era una nena”, dice Silvina, abogada de 55. “Me separé hace unos años, con mis hijos ya grandes y al principio sí, la angustia del nido vacío. Pero reconecté con mis amigas, leo mucho más y tengo una paz que no recuerdo en ninguna otra época. Creo que volvería a vivir con un hombre si me enamorara, pero no es una prioridad ni mucho menos”, dice Silvina. Por supuesto, estas nuevas etapas no vienen exentas de desafíos: “Cuando mis padres se divorciaro­n me di cuenta de lo inútil que era mi viejo para las cosas de la casa”, se ríe Santiago, de 29. “No sabía usar un lavarropas ni hacer un huevo duro. Lo fui ayudando yo que no soy un as, pero me arreglo”, dice Santiago, iluminando un aspecto clave: la experienci­a de vivir solo contribuye más de lo que pensamos a la producción de estas “nuevas masculinid­ades”, varones que no le hacen asco a la cocina ni a las tareas del hogar porque ya desde chicos se tuvieron que ocupar. “Igual, le duró poco”, cuenta Santiago, cuyo padre no escapó a las estadístic­as: en menos de dos años estaba casado de nuevo.

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Diego spivacow/ aFv Victoria Casaurang dice que le demandó tiempo que sus padres acepten su partida

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