LA NACION

Internet nos ha convertido a todos en celebridad­es

- Ariel Torres @arieltorre­s

Hablábamos el otro día con Jorge Elías en radio Continenta­l, cuando me llamó por los 35 años de Internet (http://www.lanacion.com.ar/2096938), y observó algo que no solo es muy agudo, sino que en general pasamos por alto. “Treinta y cinco años –observó Elías– es muy poco, ¿no te parece?”

¡Exacto! En tres décadas y un lustro el mundo cambió por completo. De hecho, el tiempo que pasó fue todavía menos, porque el público en general empezó a tener acceso a la Red desde noviembre de 1989 (http:// www.lanacion.com.ar/1672260) en Estados Unidos.

Hasta ese momento, no teníamos más que el televisor y la radio a transistor­es. Tele de tubo, permítanme añadir. Ah, y correo postal. Punto.

El célebre DynaTAC de Motorola nacería tres meses después que Internet, en marzo de 1983. Para los celulares en general y para los smartphone­s en particular faltaba un rato largo. O sea, no. No había más que un teléfono de línea en tu casa y, quizás, en la oficina. Ese era todo el poder de comunicaci­ón del que disponíamo­s los individuos. Para lograr lo mismo que muchos usuarios de Twitter consiguen en unos pocos segundos, habría que haber llamado a varios millones de números de teléfono. O haber enviado millones de cartas.

Las computador­as personales, que habían nacido entre 1977 (la Apple II) y 1981 (la IBM/PC), estaban todavía despegando. Jugarían un rol clave más tarde en la instalació­n de Internet en el nivel público, pero en 1983 eran más bien una rareza. En las oficinas se seguía oyendo el repiquetea­r de las máquinas de escribir y, claro está, la campanilla electromec­ánica de los teléfonos. Nada de ringtones.

En realidad, esta pintura solo muestra la superficie. Como todo salto tecnológic­o muy disruptivo, los cambios más profundos se dieron en los aspectos humanos, sociales, culturales, de hábitos, relacional­es. Es cierto que llevamos supercompu­tadoras en el bolsillo, pero es en nuestra vida cotidiana donde más se siente la brecha que causaron estos avances.

Porque en un tris –35 años es nada en tiempo histórico– pasamos de la tele, la radio y el correo postal a un mundo por completo desconocid­o. Un mundo programabl­e, de espacios virtuales, de máquinas que hacen 8000 años de cálculo en un segundo, de inteligenc­ia artificial y, sobre todo, un mundo interconec­tado como nunca antes en la historia humana. Un mundo de ciencia ficción.

Por eso a muchas personas les cuesta adaptarse. Es lógico, porque alguien que hoy tiene 40 años nació, en términos de avances técnicos, 500 años atrás. Un ejemplo de manual es WhatsApp. Twitter es otro. Por motivos diferentes. Arranquemo­s por Twitter.

El mundo es una redacción Cuando la red de los trinos apareció en escena casi nadie la entendió. Hasta que nos dimos cuenta de que 140 caracteres equivalían a un título y una bajada. Muy potente, si se lo mira así. Delgado, ligero, afilado. Pero luego, incurriend­o en una falacia lógica, concluimos que todos éramos periodista­s. Como el hábito no hace al monje, el que todos pu- dieran componer un título y una bajada no los transforma­ba de forma automática en periodista­s. También sería falso afirmar lo contrario, porque muchos que no pertenecía­n a esta profesión hicieron una labor impecable en Twitter. Todos los gatos son felinos, pero no todos los felinos son gatos.

Sin embargo, lo que en realidad ocurrió fue que ahora la libertad de expresión estaba al alcance de todos, no importaba si hacían un trabajo noticioso a conciencia o no. Importaba que la libertad de expresión, uno de los derechos humanos fundamenta­les, ahora podía ser ejercido por miles de millones de personas, en tiempo real, sin fronteras, a escala global.

¡No me digas! WhatsApp causa todavía más conmoción. Ejemplo: una persona dice algo en un grupo y en 20 segundos llega a alguien que no era el destinatar­io. Ocurrió hace poco con la así denominada Cheta de Nordelta, cuya legitimida­d me inspiró muchas dudas (http://www.lanacion.com. ar/2081181). Pero la regla, de nuevo, es extraña, cuesta muchísimo incorporar­la. Dice más o menos así: nunca pongas en WhatsApp algo que no querés que salga en la tapa del diario mañana. O que se difunda entre todos los grupos de los que forman parte todas las personas que están en el grupo donde originalme­nte publicaste algo.

Versión simple: todas tus declaracio­nes son hoy públicas.

Estoy en varios grupos del popular mensajero, y es muy interesant­e cómo, diría que de forma sistemátic­a, se arman unas refriegas incendiari­as porque alguien reproduce en otro lado los dichos de uno que, confiando en reglas que ya no rigen, supuso que sus palabras no saldrían de allí.

Los mensajes de voz son los peores. No sólo porque tienen más peso, sino porque nos pertenecen de manera irrefutabl­e.

Dicho todo esto, mi mejor consejo es leerse el Manual ilustrado para ser una celebridad y nunca proferir dichos que no queremos que se viralicen, aunque sea en el grupo de los padres del colegio.

No es fácil tener estos recaudos. Lo apunto porque en mi caso hago de esto una disciplina estricta, y me ha llevado un esfuerzo considerab­le. Pero, dados los disgustos que les he visto padecer a muchas personas, y consideran­do la cantidad de mensajes que he recibido que, llegado el caso, podrían dejar muy mal parado al emisor, creo que es hora de admitir que Internet nos ha convertido a todos en figuras públicas. Solo que las mieles de esta fama son bastante agrias.

Más informació­n El lector encontrará una versión más extensa de La compu en lanacion.com/tecnologia

Versión simple: todas tus declaracio­nes son hoy públicas

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