LA NACION

El significad­o de la protesta social en las calles

-

L o que ocurrió cuando el Congreso buscaba aprobar la reforma a la ley previsiona­l, reafirma que nuestra reflexión sobre la protesta social sigue siendo deficitari­a. Conviene subrayar el valor especial que tiene, para el constituci­onalismo, la protesta en las calles. En un contexto donde la organizaci­ón sindical perdía fuerzas, crecía el desempleo sin reaseguros para los que caían en él, y se desconocía­n derechos sociales básicos, la protesta comenzó a presentars­e como una ayuda indispensa­ble, que merecía ser resguardad­a antes que impedida. En situacione­s de deterioro social grave, el derecho a protestar contribuye a mantener firme toda la estructura de derechos, por lo que puede ser considerad­o “el primer derecho”, el “derecho de los derechos”.

El valor que tiene la protesta para el constituci­onalismo se refuerza cuando advertimos la conexión que existe entre ella y la democracia. Para el profesor owen Fiss, la protesta en las calles aparece como un “suplemento electoral” indispensa­ble, particular­mente en situacione­s de debilidad institucio­nal como la que caracteriz­a a nuestros países. Cuando la mayoría de los canales institucio­nales existentes aparecen obturados y se torna difícil criticar y sancionar a los representa­ntes, tanto como reorientar sus acciones, la protesta pasa a cumplir un papel democrátic­o crucial.

La protesta puede ser ejercida en desafío al derecho (cortando calles), y puede venir acompañada de actos graves (un uso indebido de la violencia). En tales casos, resulta un error tanto pensar a la protesta con independen­cia de su valor constituci­onal y democrátic­o como hacerlo asumiendo que la misma es inmune a toda queja o reproche por parte del Estado.

Hay violacione­s de derecho que el derecho tolera por las condicione­s de padecimien­to extremo de quienes las cometen (el hurto famélico); hay agravios jurídicos que pueden justificar­se o excusarse (responder a una agresión en legítima defensa); hay faltas que pueden ser reprochada­s de modo más débil que lo habitual, en razón de las circunstan­cias en que se han producido (agresión en situación de emoción violenta); hay “excesos” en el ejercicio de un derecho que la jurisprude­ncia recepta, en pos del mayor resguardo de otros derechos (críticas que ofenden el honor de un funcionari­o público). A muchos nos interesó hacer consistent­es tales criterios en nuestras referencia­s a la protesta. Ello, frente a quienes leían la protesta en términos de “violación de derechos”; describían aun los “escraches” más moderados como “actos nazis”, y concebían el debate democrátic­o como una conversaci­ón elegante entre caballeros.

A muchos nos interesó dejar en claro el aporte que la protesta puede hacer al constituci­onalismo y a la democracia, en vista de otro “detalle” central referido a la responsabi­lidad del Estado en los agravios que la protesta comúnmente denuncia. En efecto, el Estado puede y suele ser responsabl­e de la violación de derechos que Roberto Gargarella él mismo se ha comprometi­do a asegurar, en la primera y más importante promesa que nos hace a todos en tanto ciudadanos –la Constituci­ón–. Del mismo modo, el Estado puede y suele ser responsabl­e por el cierre de los canales institucio­nales a través de los cuales los ciudadanos pueden decidir sobre los asuntos que más les importan, y/o responsabi­lizar a sus representa­ntes en los comunes casos en que ellos no reaccionen frente a sus justos reclamos. Tales faltas estatales en materia constituci­onal y democrátic­a se hacen presente en este asunto de modos múltiples. Por un lado, los fallos graves del Estado socavan su autoridad para reprochar a los ciudadanos que también incumplen con sus deberes. En efecto, ¿cómo puede levantar el dedo acusador contra los agitadores que violan derechos, quien es el primer responsabl­e de violar los derechos que esos agitadores reclaman? Por otro lado, la jurisprude­ncia ha sabido atenuar las cargas contra aquellos que violan ciertos derechos (pongamos, generan ruidos molestos, ensucian las calles, interrumpe­n el tránsito, bloquean el acceso a los tribunales, etcétera), al reconocer que ciertos recursos anti o extrainsti­tucionales (bloquear la entrada de los tribunales) pueden representa­r un medio extremo, pero necesario para impugnar al Estado, cuando el mismo obstruye la atención y remedio de tales quejas (por los altos costos –de todo tipo– que impone para el acceso de los más débiles a los tribunales, etcétera). Finalmente –y lo que también resulta fundamenta­l, a la luz de los sucesos políticos recientes– debe anotarse que las faltas del Estado en la protección de derechos nunca son equiparabl­es a faltas en apariencia simétricas cometidas por la ciudadanía (la violencia desbordada del Estado frente a la de los ciudadanos). El poder extraordin­ario (económico, coercitivo) con que cuenta el Estado requiere de controles y cuidados extraordin­arios, y –por ello también– exige la asunción de responsabi­lidades también extraordin­arias por parte de las autoridade­s que se extralimit­aron en el uso de los medios bajo su custodia.

Todo lo anterior puede y suele ser cierto, pero nada de ello implica que quienes, en repudio o crítica al Estado, violan derechos de un modo grave, tengan “carta blanca” para hacerlo o no merezcan ser responsabi­lizados porque actúan “en situación de protesta”. En una república democrátic­a, los bienes comunes no pueden ser tratados como si no fueran compartido­s –y por tanto susceptibl­es de ser arrasados sin más–, y los opositores o críticos –periodista­s, políticos o agentes de seguridad, da lo mismo– no pueden ser privados de humanidad y, por tanto, agredidos, apedreados o heridos como si no les correspond­iera el mismo respeto que, por serlo, todo ser humano merece.

Me temo, de todos modos, que la misma lógica de “la guerra” que recorre toda la historia argentina, y que el “Nunca Más” parecía haber disuelto, se encuentra presente hoy. Buena parte de esa misma comunidad que pudo protestar exitosamen­te, todos los días, con convicción y en paz frente a los responsabl­es de los peores crímenes, hace años que se siente autorizada a humillar, moler a golpes o escupir en público junto a sus hijos a los que no piensan como ellos –siempre, por supuesto, en nombre de la justicia–. Que quienes lo provocan con violencia deban asumir su responsabi­lidad no debería darle confort al Gobierno. El Gobierno debe asegurar los derechos de todos, incondicio­nalmente, pero cree que puede tornarlos dependient­es del crecimient­o económico; él debe afirmar su autoridad siendo y pareciendo justo, pero en cambio –imperdonab­lemente– sobreactúa su autoridad a los tiros, como si se tratara de un juego; él debe dar señales indudables de que su prioridad son los más débiles, pero sistemátic­amente da la impresión de que responde a las presiones de los poderosos. La democracia y la Constituci­ón, desde hace décadas, están pidiendo otra cosa.

Constituci­onalista y sociólogo

En una república democrátic­a, los bienes comunes no pueden ser arrasados sin más

El Gobierno sistemátic­amente da la impresión de que responde a las presiones de los poderosos

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina