LA NACION

La verdadera deuda de los clubes es de lealtad con la comunidad

- Ezequiel Fernández Moores

Los jugadores de ambos bandos –dice la crónica de El Imparcial del 16 de agosto de 1905– se presentaro­n al field después de tomar fuerzas con un suculento almuerzo”. El primer partido jugado en Azul enfrenta a Ciclista y Atlético Club 3 vs Liga Patriótica 0. Cinco años después, algunos de esos mismos jugadores son parte de Azul Central, el único equipo de la zona. Hay que despedirse de la cancha en Plaza Marte y los jugadores se enfrentan con dos equipos a los que llaman Dubling y Estrella del Sur. Dos años después, 12 de marzo de 1913, la barra del segundo funda el Glorioso Alumni Azuleño Football Club, con camiseta negra y roja y las siglas A.A en el cuello, tan linda que los jugadores la usan para ir a los bailes. En 1921, el club inaugura uno de los primeros estadios de cemento del país. En la sede combaten los hermanos Goyo y Avenamar Peralta y Víctor Emilio Galíndez. En fútbol se inician jugadores como Matías Almeyda y Roberto Nanni. Alumni Azuleño es campeón récord de la Liga local. Pero hoy, el tema no es la pelota.

Jorge Ridao, profesor jubilado de Educación Física, escucha y celebra la frase que el sociólogo David Goldblatt usó una vez para los clubes del fútbol inglés. “Los clubes tienen una deuda de lealtad con una comunidad que los antecede”. Le gusta, me dice, porque “sintetiza” lo que él mismo me está contando sobre el club que preside, Alumni Azuleño. Unas décadas atrás, aportes de vecinos salvaron al club de la quiebra. Ahora es Alumni Azuleño el que trata de “devolver lo que la comunidad” le da. “Es lo mínimo que podemos hacer”, me dice Ridao.

El club decide abrir sus puertas a los hijos de los más de doscientos trabajador­es despedidos de la Fábrica Militar de Pólvoras y Explosivos de Azul (Fanazul). Becarlos para que puedan usar las instalacio­nes de las tres sedes. El estadio, el gimnasio cubierto con cancha de pelota y vestuarios y el complejo turístico con pileta. Alumni Azuleño tiene unos 600 socios que pagan 130 pesos mensuales más aranceles por actividad. Fútbol, vóley, básquetbol, pelota, natación, karate, hockey, padel, bochas e iniciación deportiva. Los hijos de los trabajador­es despedidos de Fanazul no tendrán que pagar nada. Están becados. “Papá sin empleo, pero no pibe sin club”.

La iniciativa puede parecer pequeña ante el drama. Escucho historias de trabajador­es despedidos con hijos discapacit­ados, a punto de ser operados y ahora bajo amenaza de quedar sin obra social. Han despedido al cuatro por mil de la población azuleña. Padres e hijos que unen décadas en una fábrica que, según la explicació­n oficial, ya “no produce ganancia”, aunque otros atribuyen el cierre a una especulaci­ón con los millones que generaría la venta de los terrenos. Los trabajador­es, que llegaron a ser 400 en tiempos dorados y habían sufrido despidos masivos en 1998, lloraron emocionado­s el jueves pasado, cuando miles de azuleños marcharon hasta la Plaza San Martín, frente al Palacio Comunal. Gritaban “¡trabajar, trabajar!”. Acompañó un apagón masivo. “Ver esta plaza –habló a la multitud el delegado Juan Cacace– sépanlo, es una caricia que nos están haciendo. Grábenselo a fuego”. El sacerdote Rafael Díaz pidió por la fuente laboral en la Iglesia Catedral.

La firma Halloween Entretenim­iento inició una campaña solidaria. Vecinos juntaron alimentos. Médicos ofrecieron atención gratuita. El Concejo Deliberant­e aprobó la Emergencia Laboral. Ayer hubo cortes de ruta. “Podemos tener vergüenza de cortar calles, pero cuando no tenés trabajo –dice uno de los trabajador­es– no hay vergüenza que valga”.

El deporte acompañó la movida. “Me solidarizo con todos los empleados de Fanazul”, tuiteó desde Australia el campeón de la Copa Davis Federico Delbonis, azuleño, hijo de una trabajador­a social. Se formó en el Club de Remo, el más importante en Azul, seguido del Bancario y, luego, del Alumni Azuleño. “#Nilointent­en #FanAzulSom­osTodas. Mujeres Fabriquera­s”, decía la bandera con la que posaron las jugadoras del Alumni Azuleño.

En “Alumni Solidario”, el club apoya comedores y al hospital municipal. Ofrece su pileta a niños de una escuela especial. Pibes carenciado­s acceden al complejo. “Inclusión e igualdad de oportunida­des”, me dice Ridao. El gesto hacia los trabajador­es de Fanazul –seguido por Azul Rugby Club– tiene algo más. Al Alumni Azuleño no le sobra nada. Es uno de los tantos históricos clubes argentinos agobiados por el tarifazo. Decenas de estos clubes marcharon en 2016 a la Plaza de Mayo. La reducción de un 40% no alcanza cuando los aumentos han sido de 1000 por ciento. Acumulan deudas que, saben, serán impagables. Unos resisten hasta utilizando la manguera de un vecino. Esperan la tarifa social según una ley ya aprobada, jamás reglamenta­da.

Alumni Azuleño, con su administra­ción al día, se anotó en el régimen de apoyo “Clubes Argentinos” de la Secretaría de Deportes. Pero hace cinco meses que no recibe devolución de dinero. “Y para nosotros –me dice Ridao– 50.000 pesos es una fortuna”. Hay miles de clubes parecidos a Alumni Azuleño que no quieren terminar como Luna de Avellaneda. Ni convertido­s en una SA.

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Sebastián Domenech
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