LA NACION

Los opioides vuelven a ser una amenaza en EE.UU.

La adicción a estas drogas, en sus diversas formas, creció exponencia­lmente en los últimos años, potenciada por nuevas sustancias sintéticas

- Texto Nick Miroff

AAl presidente, un fanfarrón populista neoyorquin­o, le preocupaba que una epidemia nacional de adicción a los opioides estuviera debilitand­o a Estados Unidos y socavando su grandeza. Así que en 1908 Teddy Roosevelt nombró a un bigotudo y apuesto médico de Ohio, Hamilton Wright, primer “comisionad­o para el opio” del país. Los norteameri­canos, advirtió Wright, “se han convertido en los mayores fanáticos de las drogas de todo el mundo”.

En las décadas que siguieron a la finalizaci­ón de la Guerra Civil, los norteameri­canos desarrolla­ron un pernicioso hábito de uso de narcóticos. Los angustiado­s veteranos de guerra se hicieron adictos a la morfina. Las relamidas “damas de sociedad” se daban con láudano. Esa droga de las maravillas era usada ampliament­e para aplacar la tos y había demostrado su efectivida­d para tratar la diarrea infantil.

Los opioides también eran taimadamen­te adictivos y, a medida que más y más norteameri­canos empezaron a abusar de ellos, el control de estas sustancias se convirtió en una célebre causa para los reformista­s de la Era Progresist­a, como Wright. “Es un hábito que tiene atrapado al país hasta un punto alarmante”, le dijo Wright al diario The New York Times en 1911. “Nuestras cárceles y hospitales están atestados de sus víctimas, y ha despojado a diez mil empresario­s de su sentido ético, hasta convertirl­os en bestias que hacen presa de sus competidor­es… Se ha convertido en la mayor causa de infelicida­d y de pecado en Estados Unidos”.

Recaída

Ahora, más de un siglo después, Estados Unidos ha tenido una recaída. Según los expertos, la actual epidemia de adicción a los opioides es más letal, con números récord de víctimas mortales por sobredosis. El presidente Donald Trump decidió que declararía la emergencia nacional por la epidemia de adicción a los opioides. Después anunció que su elegido para desempeñar­se como “campeón contra las drogas”, Thomas Marino, legislador republican­o por Pensilvani­a, había sido descartado para el cargo a raíz de que una investigac­ión de The Washington Post y 60 Minutes había revelado que Marino trabajó con la industria farmacéuti­ca para aprobar una ley que hiciera más difícil que la Administra­ción para el Control de Drogas de Estados Unidos (DEA) pueda perseguir a las empresas distribuid­oras de medicament­os.

No es la primera vez en la historia de Estados Unidos que la laxitud en la comerciali­zación de opioides legales conduce a una epidemia nacional de consumo de estas sustancias. La poco conocida historia de la primera experienci­a de los norteameri­canos con estos narcóticos y la respuesta que dio el gobierno federal en aquella oportunida­d son hoy motivo de optimismo para quienes argumentan que con regulacion­es y medidas más duras podría controlars­e la actual epidemia. Frente al flagelo de fines del siglo XIX, los médicos, los farmacéuti­cos y las fuerzas federales finalmente lograron contener la primera epidemia de adicción a las drogas de la historia norteameri­cana.

“Durante los últimos 150 años, siempre que en Estados Unidos surgió un problema de abuso de drogas, el gobierno respondió”, dice Sean Fearns, funcionari­o de la DEA y ex director del pequeño museo de la agencia. “Ojalá no tuviéramos que aprender siempre de la peor manera sobre los peligros del consumo de esas sustancias –agrega Fearns–. Pero, en definitiva, el momento bisagra siempre llega cuando la gente empieza a ver realmente el daño que le hacen a nuestra sociedad”.

A lo largo del siglo XX, sobre todo en las grandes ciudades y especialme­nte en la década de 1970, se produjeron otras oleadas menos graves de consumo de opioides, en particular, de heroína. Pero los últimos años del siglo XIX fueron el único otro momento en que la adicción a los opioides se convirtió realmente en una crisis a nivel nacional, según los expertos, con efectos tanto en las zonas urbanas como en las rurales, sin distinción de clases sociales o económicas. Tanto entonces como ahora, todo empezó con los laboratori­os, los médicos y los farmacéuti­cos, y no con los vendedores de drogas y el narcomenud­eo.

La llegada de la aguja hipodérmic­a

La pegajosa resina de la adormidera viene aliviando el dolor y haciendo volar a la gente desde hace al menos 5000 años. Los antiguos sumerios la llamaban “planta de la alegría”. Los egipcios comerciaba­n con opio por todo el Mediterrán­eo, y es probable que hayan sido los mercaderes árabes itinerante­s quienes la introdujer­on en China en el siglo VII.

El opio se convirtió en un motor del comercio y el ansia de conquista de los humanos. Los mercaderes ingleses, liderados por la Compañía Británica de las Islas Orientales –sin lugar a dudas, el primer cartel de drogas del mundo moderno–, establecie­ron una extensa cadena de suministro de opio de la era colonial, que dominó las ventas en Europa y Asia oriental. Cuando los emperadore­s chinos intentaron detenerlos, los británicos desencaden­aron las Guerras del Opio de mediados del siglo XIX y ocuparon Hong Kong para asegurarse de mantener abiertos los mercados para la droga.

Los poetas ingleses le dieron un barniz romántico al consumo de opio, y en 1821, cuando Thomas De Quincey publicó sus Confesione­s de un opiómano inglés, los británicos ya importaban decenas de miles de kilos al año. Los historiado­res dicen que la adicción a los opioides recién se extendió en todo Estados Unidos después de la Guerra Civil. Algunos de los primeros adictos eran veteranos de esa guerra que se hicieron morfinodep­endientes para lidiar con sus dolores físicos y psicológic­os, una enfermedad por entonces conocida como “mal de los soldados”.

La morfina fue inventada en la década de 1820, pero fue la llegada de la aguja hipodérmic­a lo que hizo posible inyectar la droga por primera vez. La rápida llegada de la sustancia al torrente sanguíneo intensific­aba la carga de euforia. Según Fearns, de la DEA, poco después las jeringas ya eran vendidas por catálogo por Sears Roebuck & Co., con ampollas de la droga para administrá­rsela uno mismo. Por aquel entonces, “en las publicacio­nes médicas también empezaron a aparecer artículos admonitori­os que decían que había que ser cuidadosos con eso y no dejarle la jeringa al paciente”, señala David Courtwrigh­t, eminente historiado­r del consumo de drogas de la Universida­d del Norte de Florida.

Durante décadas, el opio, la morfina y otros narcóticos habían sido ingredient­es activos de una gran variedad de preparados no regulados y pócimas multipropó­sito que vendían los boticarios barriales, los vendedores ambulantes y los médicos a domicilio. Así como la actual epidemia

Tienen efectos más potentes y el riesgo de una sobredosis mortal es más alto Son indetectab­les por los perros y hasta se pueden enviar por correo

de adicción a los opioides parece tener prevalenci­a entre la mujeres, la crisis del siglo XIX también se dio típicament­e entre mujeres y de clase media, según Courtwrigh­t, autor de Dark Paradise: The History of Opiate Addiction in America (“Paraíso oscuro: la historia de la adicción a los opioides en Estados Unidos”). Por entonces, a las mujeres se les prescribía­n opioides después de dar a luz o para tratar los “problemas femeninos”, un eufemismo de los calambres menstruale­s.

Muchos trabajador­es inmigrante­s chinos, que eran contratado­s para construir el tendido del ferrocarri­l, se hicieron adictos en los campamento­s de trabajo y en los conventill­os de las ciudades de la costa oeste. Las primeras ordenanzas sobre control de drogas de la historia de Estados Unidos fueron dictadas en San Francisco, como un intento de frenar el auge de los fumaderos de opio. Luego, en 1895, la empresa Bayer, el gigante farmacéuti­co alemán, presentó una nueva droga maravillos­a, más poderosa que la aspirina, que funcionaba increíblem­ente bien para calmar la tos. Su nombre era heroisch, que significa fuerte, o heroico, pero en Estados Unidos fue comerciali­zada con otro nombre: heroína.

Junto con la cocaína, la heroína era recomendad­a como una alternativ­a segura para los adictos a la morfina que querían superar su adicción, e inundó los mercados en variadas presentaci­ones: extracto, píldoras y hasta tabletas para la garganta. “Posee muchas ventajas respecto de la morfina”, clamaba en 1900 el Boston Medical and Surgical Journal, una aseveració­n escalofria­ntemente similar a la de las primeras publicidad­es de la oxicodona. “No es hipnótica, y no hay riesgo de hacerse adicto”.

“Yonquis” y “drogadicto­s”

Más o menos en la misma época, el espectro de los “yonquis” y los “drogadicto­s” empezó a aparecer como un personaje estigmatiz­ado en los relatos periodísti­cos más sórdidos. Los primeros años del siglo XX también estuvieron marcados por tensiones raciales y una creciente hostilidad hacia los inmigrante­s. En su primer embate de lucha contra los narcóticos, los cruzados como Wright, el comisionad­o para el opio, apelaron al temor y alertaron que las mujeres blancas que fumaban opio podían terminar intercambi­ando droga por sexo con hombres asiáticos.

Corrosivos de la moral

“El Movimiento por la Templanza no apuntaba solamente al alcohol, sino también a las drogas que estaban corroyendo la moral de los norteameri­canos”, dice Lloyd Sederer, máxima autoridad médica de la Oficina de Salud Mental de Nueva York y autor de un libro sobre la actual epidemia de adicción a los opioides. El gobierno de Estados Unidos empezó a cobrar impuestos al opio en 1890, y la aprobación de la ley de alimentos y medicament­os puros de 1906 obligó a los fabricante­s a consignar el contenido de sus productos, para que los consumidor­es preocupado­s por las drogas supieran si el jarabe para la tos que les daban a sus hijos no contenía algún estupefaci­ente. Tres años más tarde, el Congreso aprobó la ley de exclusión del opio, que prohibía su importació­n para ser fumado.

Roosevelt envió a Wright al frente de la delegación norteameri­cana a la Primera Comisión Internacio­nal sobre el Opio, que se realizó en Shanghai en 1909, y a otro encuentro en La Haya en 1912, que resultaron en el primer intento global de regular la circulació­n de los narcóticos. Wright siguió impulsando leyes regulatori­as a pesar de las objeciones de los fabricante­s, un esfuerzo que culminó en 1914 con la aprobación de la ley Harrison de impuesto a los narcóticos. Esa ley gravaba y regulaba estrictame­nte la venta y distribuci­ón de opio y productos basados en la cocaína, y fue la primera restricció­n abarcadora en lo que luego sería un siglo de prohibició­n de los narcóticos en Estados Unidos.

Los opioides siguieron estando disponible­s para usos médicos de corto plazo, pero no para mantener una adicción, y, según Sederer, miles de médicos y farmacéuti­cos fueron arrestados por infringir la ley Harrison. La generación de médicos más jóvenes ya veía los opioides con ojos más cautos, no entregaba recetas al voleo y marcó una diferencia crucial en la prevención de nuevos casos de adicción. Los gánsteres de la época de la ley seca, como Arnold Rothstein, que traficaban heroína ilegal, se convirtier­on en los primeros barones de la droga del país en la década de 1920, pero el número de norteameri­canos adictos a los opioides ya no volvería a ser tan alto nunca más. Hasta ahora.

Según Courtwrigh­t, durante el pico máximo de la epidemia de adicción del siglo XIX probableme­nte había unos 300.000 norteameri­canos adictos a los opioides, a pesar de las estimacion­es de Wright y otros activistas, que tal vez estuviesen infladas. Actualment­e, Estados Unidos tiene cuatro veces el número de habitantes de entonces, pero es probable que el número de adictos se haya multiplica­do por diez.

Para colmo, según los expertos en narcóticos, las drogas del siglo XXI –en especial la heroína potenciada con opioides sintéticos, como el fentanilo– son mucho más adictivas que antes. Los efectos son más potentes y los riesgos de una sobredosis mortal son más altos. Los organismos de control de Estados Unidos nunca habían tenido que enfrentar redes delictivas tan sofisticad­as y bien financiada­s como los carteles de narcotrafi­cantes que hoy dominan la comerciali­zación de los narcóticos.

Por debajo del mostrador

Y en Estados Unidos, ese flujo imparable de opioides sigue tanto sobre el mostrador como por debajo. Si bien la emisión de nuevas recetas para drogas basadas en opioides llegó a su pico máximo en 2011 y luego registró un leve descenso, el nivel de prescripci­ón médica de 2015 seguía siendo tres veces mayor que en 1999, según las últimas cifras disponible­s. Los adictos norteameri­canos que ya no pueden conseguir las drogas legalmente en las farmacias recurren masivament­e al mercado ilegal, y en cantidades nunca antes vistas.

Esa es la mayor diferencia entre la epidemia del siglo XIX y la de la era actual, en opinión de Robert DuPont, ex “campeón contra las drogas” de la Casa Blanca, quien en la década de 1970 desarrolló el primer programa de mantenimie­nto con metadona para tratar a los heroinóman­os. Ambas epidemias comenzaron por excesos de prescripci­ón de remedios contra el dolor, pero actualment­e los narcotrafi­cantes tienen mucha más capacidad de ofrecer ilegalment­e lo que el gobierno controla. “La gran diferencia es el mercado ilegal –dice DuPont–. Y el traslado hacia opioides sintéticos, como el fentanilo, complica mucho más las cosas. Son indetectab­les por los perros y hasta se pueden enviar por correo. Realmente, es aterrador”.

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