LA NACION

Un presente que, gracias al chip, recuerda escenas de ciencia ficción

- el escenario Ricardo Sametband LA NACION

E l escritor Arthur C. Clarke acuñó en 1973 una frase que hoy es un clásico: “Cualquier tecnología suficiente­mente avanzada es indistingu­ible de la magia”. Lo que puede verse en la feria CES 2018 tiene mucho de magia, gracias a la inclusión, en casi cualquier cosa, de un chip, un sensor y una conexión a Internet. Esto transforma cualquier objeto tradiciona­l en una computador­a.

Un chip en una uña que nos dice si ya tenemos que salir del sol porque nos dañará la piel; un accesorio para un teléfono que nos mide la presión arterial, y podemos hablarle al televisor y pedirle que nos muestre un programa o nos busque un dato en Internet. También están las zapatillas que detectan si nos caemos y llaman a una ambulancia, y le dan nuestra ubicación con la exactitud de un GPS; la píldora que, al tragarla, informa (en la comodidad de del teléfono) cómo viene nuestra digestión; la bañadera que se llena al nivel que queremos, con la temperatur­a ideal, con solo decir un comando en voz alta, como si fuera un conjuro. Todo esto puede verse en la CES.

A veces olvidamos que hace no tanto tiempo esto era magia. O ciencia ficción. Hoy la lectura es sencilla: si un chip mejora las funciones de algo, ese objeto lo tendrá, tarde o temprano. Si se conecta a Internet para compartir esa informació­n, mejor. Gracias a los smartphone­s, que en la última década contribuye­ron a abaratar muchísimo los costos de la tecnología, los chips están en todos lados. ¿Por qué? Por la convenienc­ia de la gestión a distancia, por la posibilida­d de tener informació­n muy precisa sobre el funcionami­ento de algo, porque la inteligenc­ia colectiva (que es, después de todo, lo que condensan las computador­as) mejora su eficiencia.

Algunos ejemplos de lo que se ve en la CES, no obstante, parecen exagerados: ¿es necesario prender el ventilador con un comando verbal? ¿No es más fácil tocar un botón? Hay dos lecturas: una es que, a veces, hablarles a las cosas es más natural que caminar hasta una perilla o interrupto­r. La otra, que es puro tecnologis­mo: ponerle un chip “porque es mejor”, sin medir si su presencia genera un beneficio notorio. ¿Cómo desempatar? Evitando –al menos, al momento de evaluar el producto– la fascinació­n de la que hablaba Clarke y aplicando el sentido común, con el menor prejuicio posible. ¿Me hace la vida más fácil? Entonces sirve.

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