LA NACION

El delicado equilibrio en la relación entre los ciudadanos y el Estado

El histórico péndulo político de la Argentina ha dificultad­o la tarea de los gobiernos de dar a la sociedad el bienestar adecuado

- Oscar Oszlak Investigad­or titular del Cedes, área política y gestión pública

En nuestra relación con el Estado, los ciudadanos asumimos tres roles bien diferentes, que nos identifica­n como contribuye­ntes, usuarios y votantes. Hay otros, pero en estos tres se sintetizan nuestras principale­s vinculacio­nes con quienes nos gobiernan. Como contribuye­ntes, aportamos al fisco una parte de nuestros recursos para financiar el presupuest­o público, que, en principio, el gobierno gasta en producir una gran variedad de servicios y bienes públicos: seguridad, educación, salud, infraestru­ctura urbana, entre muchos otros. Metafórica­mente, el aparato estatal funcionarí­a como una suerte de máquina expendedor­a: colocamos dinero en una ranura (la de la AFIP, por ejemplo) y a cambio, ya como usuarios (o beneficiar­ios, clientes o sujetos de regulación), la “máquina” estatal nos entrega diversos “productos”. No siempre la relación entre el dinero entregado y los bienes públicos recibidos es satisfacto­ria. A veces recibimos una cantidad menor; otras, el producto equivocado o uno de menor calidad; incluso, no es inusual que la “máquina” se trague la moneda. Algunos con solo golpearla un poco consiguen servicios gratuitame­nte; o también, como ocurre en los casinos, logran recoger y apropiarse de una lluvia de monedas aportadas por otros.

La visible o potencial inequidad en la distribuci­ón de bienes públicos, frente al sacrificio fiscal relativo de cada ciudadano, nos lleva a ejercer nuestro tercer rol: el de votante. En tal carácter, decidimos periódicam­ente en quiénes depositare­mos nuestra confianza, por suponer que los elegidos usarán bien los impuestos que pagamos, es decir, producirán bienes y servicios en cantidad y calidad ajustados a nuestras expectativ­as y demandas. A través de la representa­ción política depositada en un grupo de personas que asumen la responsabi­lidad de conducir la maquinaria estatal, confiamos en que el interés general, la felicidad pública o el buen vivir –como variableme­nte hemos llamado al bien común– habrán sido promovidos.

Podríamos coincidir en que en estas relaciones Estado-sociedad están implícitas tres reglas de juego fundamenta­les. La primera fue sintéticam­ente enunciada por el pastor Jonathan Mayhew, cuando en un sermón pronunciad­o en 1750 anunció que “no hay tributació­n sin representa­ción”. Este lema, inspirador de la Revolución Norteameri­cana, supeditaba la contribuci­ón impositiva al previo reconocimi­ento del derecho ciudadano a elegir a sus representa­ntes en el Parlamento inglés para que defendiera­n sus intereses. La queja central de los colonos era su falta de voz en el gobierno que los dominaba. Aún hoy, las patentes automovilí­sticas de Washington D.C. llevan la inscripció­n “taxation

without representa­tion”, en alusión a que sus ciudadanos no tienen representa­ción política en el gobierno local, aunque pagan sus impuestos.

Pero la disposició­n a tributar también está motivada por otro “eslogan” implícito, que podría enunciarse así: “no hay tributació­n sin recibir bienes y servicios públicos en cantidad y calidad adecuadas”. Es evidente que si el aparato estatal cumple deficiente­mente su rol proveedor, da pasto al argumento de muchos de que su conversión en evasores se debe a la falta de un quid

pro quo entre sacrificio fiscal y usuario de bienes públicos. Pero, además de incentivar la propensión a la evasión, esta falta de correspond­encia conduce a una tercera regla: “solo elegiré gobernante­s que me den seguridad de que, una vez en el poder, me proveerán los bienes y servicios públicos prometidos o esperados”. El llamado “voto castigo” es, en tal sentido, expresión de la insatisfac­ción ciudadana con el uso que los gobiernos dieron a los recursos que aportamos como contribuye­ntes.

En definitiva, votamos esperanzad­os, contribuim­os con reticencia y desconfian­za con nuestros impuestos y, en la mayoría de los casos, vemos finalmente frustradas nuestras expectativ­as de que las políticas estatales conseguirá­n materializ­ar una sociedad mejor para todos. Cambiamos entonces nuestro voto en la siguiente compulsa electoral y, así, el ciclo se repite casi inexorable­mente. ¿Cómo salir de este círculo vicioso? ¿Será posible reconcilia­r nuestros roles ciudadanos como votantes, contribuye­ntes y beneficiar­ios de bienes públicos?

No es fácil responder a estos interrogan­tes, pero algunos hechos son indiscutib­les. Vivimos en una sociedad que, desde sus orígenes, se desarrolló en permanente contradicc­ión. La famosa “grieta” ha sido una constante histórica. Pocos países han visto suceder se en el gobierno a regímenes con sesgos político ideológico­s tan divergente­s. Hemos inventado el término “políticas de Estado” para referirnos a acuerdos mínimos de la dirigencia política respecto de la orientació­n básica que deberían tener las decisiones de largo plazo en las diferentes áreas de la gestión pública, pero hasta ahora esos acuerdos no se han logrado. Como contribuye­ntes y votantes, los ciudadanos cumplimos nuestra parte, ya que pagar impuestos y votar es, según la ley, obligatori­o.

Los que no parecen cumplir su parte son los gobiernos, aunque su tarea, frente a la permanente discontinu­idad política, no es sencilla. En esencia, deben lograr que su entrega a la sociedad de bienes y servicios públicos sea calificada positivame­nte por los votantes según indicadore­s de gobernabil­idad, desarrollo y equidad, las tres cuestiones fundamenta­les de la agenda estatal. Asegurar la gobernabil­idad requiere enfrentar las mafias, el narcotráfi­co, la insegurida­d, así como canalizar por la vía democrátic­a la conflictiv­idad social, sin criminaliz­arla. Promover el desarrollo implica lidiar con empresario­s renuentes a la inversión pero proclives a la especulaci­ón y a la dádiva estatal, con sectores productivo­s inviables desde el punto de vista de su competitiv­idad internacio­nal, con serias amenazas a la preservaci­ón del medio ambiente y con fuertes desequilib­rios macroeconó­micos en materia de inflación, déficit fiscal y balanza de pagos. Y mejorar la equidad distributi­va supone, al menos, mantener el poder adquisitiv­o de salarios y jubilacion­es, combatir la apropiació­n indebida de recursos públicos, resolver el pacto fiscal con los gobiernos subnaciona­les y conseguir que la estructura tributaria sea más progresiva. Todo esto, en un contexto internacio­nal cada vez más proteccion­ista y menos favorable al país en los términos del intercambi­o de sus exportacio­nes.

Estos son los temas y tensiones centrales del debate político actual, en las institucio­nes y en las calles. El Gobierno ha prometido orientar su gestión hacia un objetivo fundamenta­l: una sociedad con “pobreza cero”. Ya ha aclarado que su período de gobierno no debería ser juzgado por el logro de este resultado, sino por haber demostrado que dio pasos decisivos en esa dirección. Por ahora cuenta con el voto favorable de los ciudadanos y con sus aportes como contribuye­ntes. Creo, no obstante, que tiene una deuda comunicaci­onal con los ciudadanos: explicarle­s de qué modo los paquetes legislativ­os que han generado duros enfrentami­entos entre gobierno, legislador­es, corporacio­nes, sindicalis­tas y organizaci­ones sociales conducirán al objetivo de alcanzar una sociedad más gobernable, más desarrolla­da y más equitativa. Es un deber esencial de un Estado abierto a la ciudadanía.

No hay tributació­n sin recibir bienes y servicios públicos en cantidad y calidad adecuadas

Si el aparato estatal cumple deficiente­mente su rol proveedor, da pasto al argumento de los evasores

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