LA NACION

Nada autoriza a pisotear la ley

- Loris Zanatta Ensayista y profesor de historia en la Universida­d de Bolonia, Italia

Hizo mucho ruido en el Vaticano y en otras partes, el caso del cardenal Maradiaga, prelado hondureño cercano colaborado­r del Papa. Un semanario italiano publicó una investigac­ión según la cual habría recibido grandes sumas de dinero como director de la Universida­d Católica de Tegucigalp­a. Sumas que habría invertido en Londres, a través de fondos de inversión, sufriendo graves pérdidas. El obispo auxiliar, su protegido, sería el cerebro de esta y otras operacione­s opacas. El Vaticano investigó los hechos por medio de una comisión dirigida por monseñor Casaretto, cuya integridad los argentinos conocen. Un día, tal vez, conoceremo­s el resultado. Sobre el caso se ha armado un avispero dentro de la Iglesia dividida de nuestros días, donde cunde la sospecha de una guerra entre facciones. Para algunos es la confirmaci­ón de la doble moral de la Iglesia Católica, que predica la pobreza mientras maneja dinero; para otros y para el mismo Maradiaga, es una calumnia para desacredit­ar al Papa.

No sé quién tenga la razón, si es que alguien la tiene; ni pretendo mojar la galleta en la leche del anticleric­alismo. Como devoto que soy del Estado de derecho, desconfío de los juicios a través de la prensa y creo solo en las sentencias de los tribunales independie­ntes. Hasta entonces, el acusado es inocente. Por lo tanto, la historia del cardenal Maradiaga, en cuyas explicacio­nes creo mientras no se demuestre lo contrario, me interesa bajo otro aspecto: el de la relación entre política y moral, poder y dinero, medios y fines; entre los recursos que los ciudadanos confían a la gestión del Estado para el bien común y el uso que el Estado hace de ellos.

La corrupción, el despilfarr­o, el amiguismo y cosas similares existen en todas partes. Pero los países latinos a menudo tienen con el dinero una relación enferma: sirve, pero lo despreciam­os, lo buscamos pero nos avergozamo­s; es el estiércol del diablo: el dinero corrompe. De ahí que su posesión y su uso estén usualmente enmascarad­os por valores morales supremos, ideologías salvadoras y redentoras: hacemos el bien, alimentamo­s al hambriento. Así, el fin noble justifica a menudo medios mucho menos nobles: subsidios, privilegio­s, presiones, clientelis­mos, chantajes.

Así, de hecho, se defiende el cardenal: no es dinero suyo, sino de la universida­d, que hoy tiene once campus; un coloso, sin dudas. Yo no encontrarí­a nada malo si realmente hubiera invertido esos fonEn dos en una financiera de Londres, siempre que lo hiciera bien: al menos habrían rendido y sus obras se habrían beneficiad­o. En ese caso, sin embargo, encontrarí­a hipócritas sus bien conocidos anatemas contra la globalizac­ión y el mercado. Pero este no es el punto. El punto es establecer si es correcta, si es el resultado de una elección libre, oportuna y transparen­te, la enorme financiaci­ón que un Estado pobre como el hondureño le brinda a las obras del famoso cardenal; si sus fines tan nobles se han o no servido de medios dudosos: relaciones de poder, presiones morales, peso corporativ­o de la Iglesia. Esto sería interesant­e aclararlo.

Como este caso, hay muchos otros. Aquellos en que, hombres o partidos, movimiento­s o gobiernos, consideran que poseen el monopolio del bien; quienes por su fe o sus ideas se sienten investidos de una indiscutib­le superiorid­ad moral tienden a pensar que disponer como les parezca del dinero ajeno es su derecho, ya que esto beneficiar­á al “pueblo” en cuyo nombre pretenden actuar. De aquí a caer en la tentación de la corrupción “por bien”, en la dádiva al amigo y al amigo del amigo; “por bien”, en el abismo sin fondo del “fin que justifica los medios”, falta poco; y ese poco es un límite a menudo superado.

Se da así el caso de que, mientras en otros lugares quien abusa del dinero público es considerad­o un delincuent­e, en el mundo latino se lo considera un Robin Hood, adorado por la multitud y autorizado a pisotear la ley. La señora de Kirchner invocaba al “pueblo” para compensar la fidelidad de sus fieles con el dinero de todos. Los medios ilegales del gobierno de Lula les parecieron tolerables a muchos por sus altos propósitos morales. En Venezuela fueron tan etéreos los fines, que justificar­on el sacrificio de un país entero: ¿a quién le importa si mientras predicaban la igualdad, los mandarines de Chávez abrían cuentas de jeques en el exterior?

En estos y en otros casos, la nobleza de los fines sirvió para ennoblecer medios innobles. Ojalá Dios o quien sea nos libre de tales guías morales y de sus devotos: no serán los ideales en los que, como Narciso, se reflejan los que aliviarán nuestras plagas sociales. Si de verdad esto es lo que desean, comiencen por respetar la ley: siempre será el mejor medio para lograr un buen fin.

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