LA NACION

Sin límite entre la pasión y la compulsión

- Pablo Vignone

“Sin saber bien cómo, me encontré tirado en el suelo, con la presión a tope, se me salía el corazón del pecho, perdí la visión y pensé que me moría allí mismo. En mi vida me había encontrado peor. De verdad, estaba hecho una mierda”. El dueño de estas palabras, el catalán Nani Roma, fue dado de alta ayer del hospital de Lima en el que estuvo en observació­n casi 48 horas. Pero esa descripció­n tan dramática no era la del vuelco que protagoniz­ó el lunes en las dunas peruanas, cuando en estado comatoso quedó con el acelerador pisado a fondo, sino del accidente que sufrió cuando estaba a punto de ganar el Dakar 2002, 16 años atrás… Roma, como tantos otros, dilettante­s o profesiona­les, ya no puede establecer límites entre la pasión y la compulsión. Desde el hospital mandó un mensaje a sus seguidores: “Una lástima no poder seguir, hubiera sido un Dakar muy duro, muy difícil, de los que nos gustan...”.

“No somos muy normales”, admitió en una reciente entrevista con este diario Monsieur Dakar, Stéphane Peterhanse­l, embarcado ya hacia una posible 14ª victoria, sin atacar pero sacando a la luz alguno de sus trucos: ayer pasó junto a un par de sus compañeros de equipo encajados en la arena pero no se detuvo porque “no habría podido arrancar luego en esas condicione­s”, según se justificó.

A ninguno de los profesiona­les que abrevan en el Dakar les gustaría que la prueba más extrema retornara a África. En aquel continente, el ideal era que los campamento­s se instalaran en algún aeropuerto perdido: allí habría al menos alguna ducha y un retrato descolorid­o de la civilizaci­ón. En Sudamérica, en cambio, pueden encontrar entusiasta­s a la vuelta de cualquier duna y casi todas las noches reposan en camas de hotel.

Distinto es el caso de muchos que durante el año navegan entre el confort y la abulia, que en enero le conceden un descanso a la vida sin riesgos que llevan o que buscan emociones que una existencia normal no les concede. No hay nada de locura allí sino, simplement­e, un planeado frenesí: dura dos semanas y es realmente extremo.

“El Dakar no es la guerra –insistía Peterhanse­l en esa entrevista–. Si tu país entra en guerra tú estás obligado a ir. Aquí no. No nos obligan a venir a correr”. Quizás no sea del todo cierto. Quizás hay algo dentro, disfrazado de pasión pero más siniestro, que los imanta a un destino anual e inevitable. La adicción al desierto, al vértigo, al peligro. Un “impulso incontrola­ble, irracional y repetitivo para realizar una conducta, que si no se realiza provoca una gran ansiedad”. Lo que el diccionari­o define como compulsión.

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