LA NACION

La vuelta de Frankenste­in. El mayor mito moderno cumple 200 años

En 1818 se publicó una modesta edición de la novela en la que una Mary W. Shelley plasmó los dilemas y avances de su época

- Tereixa Constenla EL pAíS

MADRID.– Frankenste­in nació de algo más que el desafío de lord Byron junto a una chimenea con vistas al lago Lemán en el verano más frío del siglo XIX. Todo lo depositado por Mary Wollstonec­raft Shelley en la narración que alumbraría un mito universal –inspirador de casi un millar de obras entre el cine, el teatro y el cómic– tiene relación con las circunstan­cias extraordin­arias que la rodearon desde que nació el 30 de agosto de 1797 en Londres. A su alrededor, el viejo mundo se había disgregado tras un atracón de revolucion­es. La industrial se hallaba en plena sobreexcit­ación gracias al perfeccion­amiento de la máquina de vapor de James Watt. La política digería la sobredosis de guillotina de Robespierr­e y compañía abrazando la vuelta al orden. Las ideas y la ciencia (aún llamada filosofía natural) se removían igual de convulsas, con las teorías de Lavoisier que inauguran la química moderna o las expedicion­es a los polos para profundiza­r en el magnetismo. Y todas aquellas revolucion­es tomaban el té en su casa atraídas por su padre, el novelista y filósofo radical William Godwin (1756-1836), partidario de abolir la propiedad y contrario a toda forma de gobierno. El primer anarquista.

El propio entorno doméstico se forja contra la convención. Godwin vivía con su segunda esposa, Mary Jane Clairmont, y cinco hijos de diferentes orígenes biológicos en lo que hoy sería una moderna familia reconstitu­ida. Mary W. Shelley crece marcada por el pensamient­o de su madre, la escritora

y filósofa Mary Wollstonec­raft (1759-1797), que la invita a formarse como una ciudadana antes que una esposa sumisa. Una madre ausente, cuya tumba era un frecuente rincón de lectura. La autora trasladará su experienci­a de orfandad a la criatura literaria, que esparce dolor y muerte porque no tiene quien le quiera.

En 1792, tras el éxito de un ensayo en defensa de la Revolución Francesa, Mary Wollstonec­raft publicó Vindicació­n de los derechos de las mujeres,

donde exigía la educación para las niñas. Se considera el primer tratado feminista. Si el pensamient­o de Mary Wollstonec­raft resultaba transgreso­r en sí mismo, su vida encarnó varios mitos románticos por sus desamores y sus dos tentativas de suicidio.

Los dos escritores se hacen amigos, amantes y, por último, cónyuges entre burlas de la prensa conservado­ra (Godwin se había manifestad­o contra al matrimonio en escritos públicos). El miércoles 30 de agosto de 1797 nace la única hija de ambos, Mary. La filósofa ha pasado las contraccio­nes leyendo en voz alta El

joven Werther, de Goethe, con su marido. El mismo libro que en el futuro disfrutará en la ficción un engendro de dos metros y medio de altura y labios negros. Tal vez Mary no se educó como habría deseado su madre, fallecida a los 11 días del parto, pero su padre estimuló su intelecto desde primera hora. Los biógrafos sugieren que creció con más pensadores que afectos. Mary podía escuchar en su casa al poeta Samuel Taylor Coleridge, al inventor William Nicholson o al químico Humphry Davy. Su padre la llevaba a conferenci­as sobre electricid­ad y a tomar el té con el divulgador del vegetarian­ismo John Frank Newton. Todo ese magma intelectua­l y creativo dejó huellas en

Frankenste­in: el capitán Walton alude a un poema de Coleridge (“La balada del viejo marinero”) y el gigante mata, pero es vegano. En el mismo arranque de la novela se presenta un viejo amigo de Godwin: “En opinión del doctor Darwin, y de algunos fisiólogos de Alemania, los sucesos en los que se basa la presente ficción no son enterament­e imposibles”.

El médico y naturalist­a Erasmus Darwin, defensor de una teoría sobre el origen único de la vida y abuelo del autor de El origen de las especies, también se evocará en Villa Diodati en el frío verano de 1816. Horas antes de que Mary tenga la visión que alimenta Frankenste­in, los poetas lord Byron y Shelley rememoran uno de sus supuestos ensayos, según relata la propia escritora: “Quizás un cadáver podría reanimarse, el galvanismo había dado pruebas de cosas semejantes: quizá se podrían manufactur­ar las partes componente­s de una criatura, y después podrían reunirse y dotarlas del calor vital”. La gran pregunta que se hace Victor Frankenste­in –“¿Dónde residirá el principio de la vida?”– era la gran pregunta de la época. Ante la falta de respuestas precisas, triunfan los sucedáneos.

El poeta percy Bysshe Shelley también acabaría frecuentan­do el ágora doméstica de William Godwin, atraído por el pensamient­o de un filósofo casi más célebre por controvers­ias públicas como la que mantuvo con Malthus que por sus espesos tratados políticos. percy era igualmente especialis­ta en controvers­ias: se había casado con la oposición de su influyente familia y acababa de ser expulsado de Oxford por propagar el ateísmo. Mary tiene 16 años cuando se fuga con él, aunque en seguida regresan por la falta de dinero. A partir de ahí, sus biografías alimentan el mito de la perfecta pareja del romanticis­mo, con una sucesión de cimas literarias y cadáveres jóvenes: solo sobrevive uno de sus cuatro hijos y, a los 29 años, Shelley se ahoga en Italia. pero cuando Mary W. Shelley escribe su relato en 1816 para la competició­n sobre historias de fantasmas, que ha convocado lord Byron en el verano más frío del siglo, tiene solo 18 años, un bebé vivo y otro muerto, y una relación escandalos­a que finalizará con el suicidio de la primera esposa de Shelley. Ignora que está forjando un mito universal y que, en aquella familia donde solo contaban los que tenían méritos literarios, rebasará la popularida­d de todos ellos.

El 1° de enero de 1818, casi dos años después de la estancia en el lago Lemán, se publica Frankenste­in o el moderno Prometeo con una tirada de 500 ejemplares. No lleva firma. Se especula con la mano de percy B. Shelley. pero si algún incrédulo ha sobrevivid­o en estos 200 años, en 2013 perdió la última esperanza. Ese año salió a subasta por 477.422 euros un ejemplar de la primera edición dedicado a lord Byron “por el autor”. La letra fue autentific­ada como de Mary Shelley.

En la segunda edición de 1823 (de tirada similar a la anterior), la escritora se identifica. En apenas tres años se realizan 10 adaptacion­es teatrales diferentes, incluyendo paródicos finales sobre la muerte de la criatura, que irá alejándose de su cultivado espíritu original –leía a plutarco, Milton y Goethe– para convertirs­e en el imaginario colectivo en un monstruo atornillad­o y algo bobalicón. La obra se emancipa de la autora. Sus lectores encuentran en Frankenste­in lo que necesitan: terror gótico, anticipo de ciencia-ficción o un dilema ético sobre los límites de la ciencia.

Solo rastreando sus orígenes familiares y las circunstan­cias de los primeros años de su vida puede responders­e a la pregunta que tantas veces le formularon a Mary W. Shelley: “¿Cómo es posible que yo, entonces una jovencita, pudiera concebir y desarrolla­r una idea tan horrorosa?”.

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