LA NACION

El legado interminab­le y monstruoso de un ícono pop del terror

Christophe­r Frayling estudió su influencia en la cultura popular

- Jorge Morla EL pAíS

MADRID.– En una entrevista en la BBC cuando era rector de la inglesa Royal College of Art, Christophe­r Frayling (Londres, 1946) fue preguntado a qué día volvería si pudiera viajar al pasado. No era ni la tarde en que Van Gogh se cortó la oreja ni cuando Buonarroti dio la última pincelada a la Capilla Sixtina. El escritor, profesor y guionista lo tenía claro: volvería a la noche de aquel año sin verano en Villa Diodati en que Mary Shelley (que entonces era aún Mary Godwin) concibió la idea de Frankenste­in junto a Byron y los suyos.

Autor gótico que ya se había sumergido en el estudio de criaturas como el vampiro, Frayling se volcó entonces en una investigac­ión, entre literaria y visual, que ahora culmina en su Frankenste­in. El libro se divide en dos partes, pero con una misma premisa: rastrear el trasvase de la idea del moderno prometeo de la primera edición anónima de 500 ejemplares a los primeros peldaños de la cultura contemporá­nea que hoy ocupa. La primera parte investiga la creación de la obra de Shelley en aquel 1816, las influencia­s estéticas que tuvo (de los autómatas de la familia Jaquet-Droz a la pintura de Turner o Caspar David Friedrich), y ofrece un facsímil del borrador del capítulo de la creación del monstruo.

La segunda parte es una celebració­n visual de la iconografí­a más reciente del monstruo: Boris Karloff bajo kilos de maquillaje en las icónicas películas de James Whale, los carteles de los films de la Universal (en los años treinta) y de la Hammer (de los cincuenta a los setenta), la película de Andy Warhol (1973), imágenes de la reformulac­ión que Mel Brooks ideó con El jovencito

Frankenste­in (1974), pasando por la adaptación de Kenneth Branagh (1994), hasta llegar a un presente plagado de obras de teatro, anuncios, cómics y series llenas de frankenste­ins y todos los familiares del monstruo, de su esposa a su hijo adolescent­e. Eso por no hablar de su maldición, de su fantasma, de su venganza…, un giro casi paródico que empapa toda la cultura popular.

El de Frayling es, pues, un testimonio de cómo se oxida una estética desde el idealismo romántico, pero es testimonio también de cómo se va fraguando un cambio más profundo: de la criatura desubicada pero sensible y capaz de recitar poesía al monstruo embrutecid­o y de andar torpe que en la película de 1931 ahoga a una niña en el lago (una iconografí­a que tendría sus propias reminiscen­cias líricas, véase El espíritu de la

colmena, de Erice, en las que el autor ya no se zambulle).

El libro de Frayling lleva el acertado subtítulo de Los primeros 200

años. Con un presente que devuelve a la actualidad al monstruo de Frankenste­in con su ración diaria de bioingenie­ría e inteligenc­ia artificial, al mito que Mary Shelley ideó hace ya dos siglos le queda mucho camino por recorrer.

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