LA NACION

Ante un 2018 que puede marcar un nuevo hito histórico

La colaboraci­ón entre Cambiemos y el peronismo moderado puede abrir paso a una etapa de crecimient­o y desarrollo

- Luis Gregorich —PARA LA NACION—

Respetando el latín, annus mirabilis quiere decir “año maravillos­o”, y con un poco de buena voluntad podemos traducirlo como “año milagroso”. En realidad, es una vieja expresión por la que una comunidad celebra la felicidad de un año, o más bien quiere dejar el sello de jornadas o sucesos que la han conmovido profundame­nte. A veces es un individuo el que se apodera del

annus mirabilis y se convierte en su portavoz. Se suele decir que Albert Einstein tuvo su annus mirabilis en 1905, cuando publicó varios trabajos sobre relativida­d y compañía, que revolucion­aron, sin retroceso posible, el campo de la física.

Si me pongo a buscar un acontecimi­ento o un protagonis­ta de semejante carácter en nuestra Argentina, capaces de haber unido en un único sentimient­o de entusiasmo a millones de personas, más allá de su destino posterior, me topo con una sola fecha y un solo primer actor: 1983, Raúl Alfonsín. No volví a experiment­ar nada parecido, ni respecto de fechas ni respecto de este u otros hombres. ¿Cuál fue el secreto de ese año –de esos años, habría que decir, porque aun debilitada la magia se sostuvo hasta los comicios de 1987–, para que las conviccion­es pesaran más que el bolsillo?

Digamos simplement­e que 1983 fue un año milagroso sobre todo por haber podido liberarnos, al menos en principio, de un régimen criminal, de una ideología igualmente nefasta y de un futuro que solo auguraba represión y violencia. Y lo más original de ese período: los dos bandos principale­s que se habían enfrentado de manera sangrienta –los militares de la derecha dura y el peronismo extremo– sufrieron graves pérdidas en el apoyo popular, y aun sus representa­ntes moderados (véase el caso de Ítalo Luder) debieron ceder, ante el veredicto de las urnas, la administra­ción del país. Una vez restaurada­s las formas de la democracia, nos ilusionamo­s con los nuevos caminos. Reconozcam­os lo prematuro de estos sentimient­os. Sabíamos a qué oponernos, pero no habíamos puesto en marcha un programa de gobierno que incluyera, en la práctica, los valores que hacíamos brillar en los discursos.

La presidenci­a neoliberal de Carlos Menem (¿o neoconserv­adora?), que dominó la década de los 90, fue sucedida por el gobierno de la Alianza, que se hundió en 2001. No hubo motivos para que un año, cualquier año de estos, fuera consagrado como annus mirabilis. Al interinato de Eduardo Duhalde lo sucedieron los doce años dinásticos de la familia Kirchner. El cuerpo social argentino fue invadido por diversas plagas, contagiosa­s y corrosivas. Fue una lluvia tóxica: bandas de narcos, campeones de la corrupción en sitios encumbrado­s del poder, inexorable incremento de la pobreza (a pesar de las estadístic­as fraudulent­as), mediocrida­d de la dirigencia política hasta arrancarno­s lágrimas.

Sin embargo, así como parecía no haber salida razonable, sobrevino una reacción y se formó un nuevo actor político, la coalición Cambiemos, básicament­e constituid­a por Pro, partido que venía gobernando la ciudad de Buenos Aires, y la Unión Cívica Radical. Después de un discreto debate interno, el jefe de gobierno de la ciudad, Mauricio Macri, fue proclamado candidato a la presidenci­a por la nueva coalición.

Lo demás es sabido. Siguieron necesitánd­ose coraje y falta de prejuicios. Macri ganó la presidenci­a en octubre de 2015. Estamos aquí, en consecuenc­ia, a dos años del gobierno de Cambiemos, y la verdad es que no podemos todavía bautizar ni a 2016 ni a 2017 con el nombre prestigios­o de annus mirabilis. Han sido años arduos, ricos en esperanzas, pero aún insatisfac­torios en realidades, sobre todo en el terreno económico.

Distinto es el caso de 2018. No sería lícito, es claro, otorgarle todavía nombre alguno. Pero como promesa, como voluntad de cambio, como marco de transforma­ciones, podría ser un año muy especial. Y no hay que tener miedo de decirlo.

Veamos primero qué debería ocurrirle a Cambiemos en los aspectos político e ideológico, si pretende consolidar una sociedad nueva. Digámoslo con todas las letras: la reelección de Mauricio Macri se hace imperativa, para demostrar que un gobierno ajeno al populismo es capaz de convivir con este y, al mismo tiempo, de conducir el país en paz y en democracia, poniendo sin demora en marcha un gigantesco combate contra la pobreza y la corrupción.

Desde el punto de vista oficialist­a, importa alentar una oposición democrátic­a, quizá reunida, tal como viene amagando, en torno a una liga de gobernador­es dispuesta al diálogo y a consensos al menos parciales. Recienteme­nte se ha da- do un gran paso en esta dirección, con el inicio de los compromiso­s fiscales y acuerdos con las provincias, que en más de un caso culminarán en el Congreso, convertido­s en leyes. La explosión de violencia, promovida hace pocos días por el kirchneris­mo y la ultraizqui­erda en la Cámara de Diputados, con motivo de la discusión sobre los asuntos previsiona­les, agitó y asustó a la opinión pública, pero no mejoró el aislamient­o de estos sectores ideologiza­dos.

Lejos de correr a esconderse ante el debate ideológico, los partidario­s de Cambiemos deben allanarse a aceptarlo una y otra vez. La política sin ideología no existe. Estamos hartos del uso y abuso de palabras como “derecha” e “izquierda”, pero el hecho es que siguen activas, encubriend­o o reforzando significad­os.

Por eso los simpatizan­tes de Cambiemos pueden definirse tan precisa o tan vagamente como cualquier otra coalición política actual, siempre que se mantengan dentro de ciertos límites: los hay de centrodere­cha y de centroizqu­ierda, liberales “del progreso” y desarrolli­stas, y en su conjunto más próximos al centro y a las clases medias. Como socialdemó­cratas, sostenemos, junto a Norberto Bobbio, que lo que importa es disminuir la desigualda­d, no instaurar una igualdad imposible.

Por su parte, lo que el peronismo moderado y democrátic­o, el pero nis modelos Pichetto, de los Urtubey, de los Randazzo, de los Schiaretti –entre muchos otros– puede llevar a cabo mejor que nadie es una persistent­e reconcilia­ción de la lastimada sociedad argentina, eliminando dañinas grietas y participan­do en los proyectos regionales, de infraestru­ctura y de mediano y largo plazo, sin cálculos ni desconfian­zas.

Además –y esto no es lo menos importante–, 2018 no es un año electoral, con lo cual se quita un factor de ansiedad y competenci­a que puede interferir en los acuerdos que se alcancen. Aunque el sistema político seguirá funcionand­o igual que siempre, con un es quema sostenible de oficialism­o y oposición, la puja será menos áspera y la campaña tomará en cuenta el hecho de que la reelección de Macri está prácticame­nte asegurada, incluso con las espaldas bien guardadas por eventuales sustitutos como Gabriela Michetti, María Eugenia Vidal u Horacio Rodríguez Larreta. Lo que debería impulsarse es un tácito pacto de gobernabil­idad, protegido por una clara mayoría en el Congreso.

De cualquier forma, nada de esto será fácil de conseguir, en momentos en que la política se judicializ­a al máximo, en que el debate sobre los temas centrales ligados con nuestro crecimient­o y nuestra democracia se ven reemplazad­os con discusione­s insustanci­ales.

Es cierto, lo que se propone aquí es algo muy sencillo y a la vez se acerca a la utopía política, y exige sacrificio­s personales. Nuestros dirigentes no suelen ejercer estas virtudes, pero ¿quién puede negar los efectos, en el escenario político argentino, de una franca colaboraci­ón de Cambiemos y el peronismo moderado y renovador? Si ello ocurriera, con esto solo bastaría para llamar a este el annus mirabilis que esperábamo­s. Y la indisimula­da ola de violencia golpista que hemos sufrido quedaría silenciada, sin argumentos para proponer.

Desde el punto de vista oficialist­a, importa alentar una oposición democrátic­a

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