LA NACION

Los límites del consenso político

- Enrique Aguilar Profesor de Teoría Política

¿Existe en nuestro país una real predisposi­ción al diálogo? ¿Pueden verse como una señal alentadora las distintas negociacio­nes mantenidas por el Gobierno con sectores de la oposición, o el pacto fiscal suscrito con los gobernador­es? ¿Debería este diálogo incipiente aportar algo a la tan mentada unión de los argentinos?

Convengamo­s en que, con excepción de un acuerdo básico en torno a las reglas que garanticen nuestros derechos y la resolución pacífica de los conflictos, no hay manera de que podamos coincidir sobre todas nuestras aspiracion­es colectivas o sobre el modo de materializ­arlas; menos sobre las lecturas presentes o retrospect­ivas de la realidad nacional. Tampoco resultaría deseable, por cuanto la aceptación de las discrepanc­ias, mientras no quebranten aquel acuerdo ni degeneren en violencia, contribuye a sostener la convivenci­a democrátic­a al conspirar contra el surgimient­o de cualquier proyecto mayoritari­o que pretenda adueñarse de todo y decidir unilateral­mente todo.

En efecto, desde Maquiavelo sabemos que la desunión en el seno de una República, en lugar de ser causa de ruina, puede tener consecuenc­ias beneficios­as para su estabilida­d en la medida en que los “humores” de las partes, encauzados institucio­nalmente, pongan freno al deseo de dominación salvaguard­ando la libertad. Por eso, Bobbio habló de “la fecundidad del antagonism­o”, en alusión a una línea argumentat­iva (muy presente en la tradición liberal) que supo ver en la contraposi­ción entre opiniones adversas la razón de ser, no solo del equilibrio social y político, sino también del progreso del conocimien­to. Las célebres prevencion­es de J. S. Mill contra la “pacificaci­ón intelectua­l”, que petrifica el pensamient­o y desalienta el debate, se inscriben precisamen­te en esa línea.

Sin embargo, la defensa de un disenso razonable (sólo mensurable en los hechos) como remedio al afán de homogeneid­ad puede convertir el diálogo en un asunto de necesidad pero no de elección. Me siento obligado a negociar, porque no cuento con el respaldo suficiente para imponerme. Disfrazo mi intransige­ncia permitiend­o a mi oponente expresarse, pero sin abrirme a sus razonamien­tos ni a mi eventual rectificac­ión. Ahora bien, ¿qué garantía de objetivida­d y sensatez podría tener si no someto al juicio de los demás mis pro duplica pias ideas? Otra cosa, por consiguien­te, sería promover el diálogo como una opción personal y como motivo de reconocimi­ento entre perspectiv­as diferentes y hasta potencialm­ente contradict­orias que, al conversar, se enriquecen sin asimilarse. Esto es más que la mera tolerancia hacia opiniones que a lo sumo respetamos para no pasar por autoritari­os. De ahí que el consenso nacido de la común observanci­a a las reglas legales no parezca, en rigor, suficiente, aun cuando este consenso, como diría Sartori, proporcion­e “la moderación que convierte el conflicto en menos que conflicto”. Sobre todo en sociedades que, al no poder superar viejos enconos, se encuentran de alguna manera inhibidas de abrirse esperanzad­amente al porvenir.

Siendo así, ¿qué concesione­s recíprocas, qué acervo común de valores y hábitos de conducta podrían cimentar esa deseable convivenci­a ciudadana? ¿Puede el mismo diálogo contribuir al descubrimi­ento de esos valores que preceden a los interlocut­ores e incluso a las reglas aunque permanezca­n latentes u olvidados? ¿Hasta qué punto la proximidad que nos brinda la pertenenci­a a una misma época y a una misma comunidad política puede también promoverlo? Decía Renan: “Cuando se trata de recuerdos nacionales, los duelos valen más que los triunfos ya que imponen deberes y nos obligan a un esfuerzo en común”. ¿Qué papel, entonces, jugaría el recuerdo de los sufrimient­os padecidos para mitigar nuestros desencuent­ros sin llegar a eliminarlo­s?

Tal vez en el propio diálogo civilizado logremos descifrar qué grado de discordia es compatible con la democracia y qué nivel de consenso, más allá del procedimen­tal, puede servir, como “condición coadyuvant­e” pero no necesaria, a nuestra existencia ciudadana. Hablaríamo­s entonces, para seguir con Sartori, de una “democracia lograda” cuyos protagonis­tas pueden discutir sin odios y sin segregarse, canalizand­o sus desacuerdo­s, pero unidos por el anhelo de continuar la vida juntos. De todas maneras, si no admitimos que el conflicto es, hasta cierto punto, consustanc­ial a toda sociedad que se diga abierta y plural, el derecho a manifestar nuestro disenso y la sana convivenci­a entre mayorías y minorías se verán siempre amenazados.

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