Ese álbum de fotos antiguas
Zygmunt Bauman, el sociólogo fallecido no hace mucho cuando ya había alcanzado el estatus de una estrella tecno, escribió extensamente sobre la “liquidez” de la vida moderna. Reflexionaba acerca de cómo el trabajo de por vida en la misma empresa, el matrimonio “hasta que la muerte nos separe”, las instituciones perdurables dieron paso a un mundo provisional, en el que la novedad y el cambio constante pasaron a ser lo único inmutable.
En una entrevista concedida al diario español La Vanguardia, se refiere a la antigua “modernidad sólida”, como el tiempo de “las grandes fábricas que empleaban a miles de trabajadores en enormes edificios de ladrillo, fortalezas que iban a durar tanto como las catedrales góticas”. Pero en la “sociedad líquida”, afirma, “estamos seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes. Y sucede en todos los aspectos de la vida. Con los objetos materiales y con las relaciones con la gente”. Y agrega: “Menos el 1% que está arriba de todo, hoy nadie puede sentirse seguro. Todos pueden perder los logros conseguidos durante su vida sin previo aviso”.
Basta con mirar a nuestro alrededor para que lo que describe Bauman se manifieste. Pero aunque ya Heráclito nos había advertido hace más de 2000 años que no hay nada permanente con su “Todo fluye, todo está en movimiento y nada dura eternamente. Por eso no podemos descender dos veces al mismo río pues cuando desciendo al río por segunda vez, ni el río ni yo somos los mismos”, a veces nos cuesta sentirnos a gusto con la fugacidad de vértigo que está modelando nuestras sociedades. El mejor ejemplo es la caducidad acelerada de las nuevas tecnologías que van cayendo en desuso casi antes de que aprendamos a utilizarlas. Los segundos se nos escurren cada vez más rápido.
Un antiguo álbum de fotos puede hacer que estas reflexiones adquieran ardiente vigencia. Toda la irrecuperable vitalidad de nuestros padres y abuelos está sintetizada en no más de una decena de imágenes de color sepia adheridas a pequeños cartones cubiertos de un delgado papel manteca ya amarillento. ¿Y las personas que están al lado de los “nuestros”? ¿Quiénes habrán sido? Como sea, esos signos solo evocan anécdotas hoy fosilizadas a fuerza de repetirlas.
La mayoría incluso guardamos apenas un puñado de fotos algo deterioradas en las puntas de nuestra propia niñez, vestidos a la moda de épocas que ya quedaron atrás, moviendo orgullosamente nuestros deditos sobre el teclado de un piano al que nos acercamos durante un par de meses porque era lo que se suponía que había que hacer, caracterizados para una fiesta escolar, recibiendo un diploma o rodeados de un grupo entre cuyos integrantes hay varios que ya cayeron en el olvido.
Damos vuelta cautivados las páginas de esa recopilación salpicada de faltantes, en la que alguna vez alguien se propuso guardar una cronología ordenada para nuestros descendientes (y que con frecuencia queda inconclusa). Esos momentos salvados de la disolución en las arenas del tiempo son cautivantes. Tal como se supone que fue el Big Bang, parecen concentrar en un instante inasible toda la materia y la energía de días que ya fueron, y nos llevan hacia esas tardes soleadas en las que todos los integrantes de la familia se ven bellos, porque son jóvenes.
Se dirá que ahora los dispositivos digitales guardan no unos pocos, sino miles de esos instantes. Y es cierto: estamos inmersos en una imparable inflación de imágenes. ¡Incluso podemos atrapar el sonido y el movimiento! Cómo negar esa maravilla.
Pero hay algo en los antiguos papeles que no recogen las fotos congeladas en unos y ceros, tanto o más perecederas que aquellas. Un algo que nos ilusiona con preservarnos de la fugacidad que nos rodea...
Nos cautivan esos contados momentos salvados de la disolución en las arenas del tiempo