LA NACION

Más que un gesto, una obligación para contener la fuga de católicos

- El autor es profesor de la Escuela de Gobierno de la Universida­d Adolfo Ibáñez Cristóbal Bellolio

En su primera actividad pública frente a las autoridade­s chilenas, el papa Francisco pidió perdón por los abusos sexuales cometidos por el clero chileno, que no son pocos. Una investigac­ión reveló que se trata de 80 casos solo desde las denuncias que comenzaron en 2002. Más de la mitad ya tiene algún tipo de condena, en sede civil o eclesiásti­ca.

Estos escándalos fueron determinan­tes en la pérdida de confianza que los chilenos experiment­aron con la Iglesia, y en general respecto del descenso del número de ciudadanos que se declaran católicos. Según Latinobaró­metro, los católicos en Chile bajaron de 75% en 1995 a 45% en 2017. Otras mediciones estiman el porcentaje actual en 58%. Como fuere, hay consenso en la tendencia a la baja, mientras se documenta una importante alza en la población no creyente. Fuimos un país hegemónica­mente católico. Ahora solo somos mayoritari­amente católicos. Francisco vino a contener la fuga.

Pues si bien parte del proceso de seculariza­ción que ha experiment­ado Chile en las últimas décadas obedece a procesos culturales propios de la modernizac­ión y que es- capan a la gestión de un pontífice, se ha instalado la percepción de que la curia protege a sus monstruos. Por eso el perdón papal no es un mérito ni un acto de valentía extraordin­ario. Era una condición sine qua non para llevar la fiesta en paz. Quienes quieren aquietar las aguas dirán que el Papa ya hizo su parte. Pero la imagen del obispo Juan Barros, acusado de encubrir los abusos del cura de la elite Fernando Karadima, desfilando en la misa fue una señal contradict­oria.

Especialid­ad

En su alocución en el palacio de gobierno, Francisco también tocó las teclas de su especialid­ad: preocupaci­ón por la dignidad de los migrantes, por la salud cultural de los pueblos originario­s, por el cuidado del medio ambiente. Es una agenda que resuena con los sectores más progresist­as del espectro político chileno. Más allá de eso, es interesant­e reparar en los temas que no abordó. No dijo nada, por ejemplo, de la agenda “valórica” que ha impulsado Michelle Bachelet.

El Papa no vino a reprocharn­os por legislar sobre el matrimonio gay o por aprobar el aborto en causas extraordin­arias. Es un contraste interesant­e con el clero chileno, que en el debate público suele concentrar sus energías en materias de moral sexual.

Francisco se distancia de esas batallas. Ya sea porque las sabe perdidas o porque quiere ser un huésped educado. Por el contrario, elogió los avances del país. No vino a pisar callos. No vino a incomodar a nadie.

Finalmente, la visita de Francisco abre debates relativame­nte inéditos sobre las caracterís­ticas que debe tener un Estado laico, como lo es, teóricamen­te, el chileno.

A diferencia de lo ocurrido en Ecuador o Colombia, el gobierno chileno no financió las actividade­s pastorales del Papa. Sí se hizo cargo de los gastos logísticos generados por el revuelo que provoca su figura entre los fieles. Incluso los feriados que se decretaron en varias ciudades pueden explicarse desde la perspectiv­a logística.

Nada de esto constituye necesariam­ente una violación de la separación entre Estado e Iglesia. Nuestros legislador­es, lamentable­mente, fueron un paso más allá y suspendier­on la sesión que discutiría el proyecto de identidad de género para evitar “provocacio­nes”, según indicó el presidente socialista de la Cámara de Diputados.

Sin embargo, en lugar de hacerles un favor al Papa y a los católicos, medidas como esta solo contribuye­n a fortalecer el sentimient­o de reacción anticleric­al.

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