LA NACION

Crónicas del mal dormir

- Ariel Torres —LA NACIoN—

“El que pudiendo agacharse se queja es un desagradec­ido”, escribió el genial Arthur García Núñez, mejor conocido como Wimpi. Humorista, escritor y periodista uruguayo que también vivió y publicó en la Argentina, nos abandonó prematuram­ente, en 1956, a los 50 años, víctima del inconstant­e corazón.

La frase es de uno de sus libros más conocidos, El gusano loco, que descubrí de chico en la vasta biblioteca familiar y que, si mi memoria no me traiciona (también la memoria es inconstant­e), perdí en ese irracional acto de amor y de fe que perpetramo­s al prestar un libro. Por algún motivo silencioso, la frase es la única que quedó, de esa obra preciosa, en mis deshilacha­dos recuerdos, y me viene a la mente toda vez que oigo a alguien quejarse de que tiene que levantarse temprano.

Somos legión los que envidiamos eso de despertars­e a medianoche, darse vuelta, y volver a dormir. Somos legión los que a horas tardías todavía estamos esperando el hambre de almohada y horizontal­idad que para la mayoría es normal. Somos legión los que no vamos a la cama, sino a una batalla cotidiana de desvelos, de aguardar descansar al menos un poco. Somos legión los que podemos contar con los dedos las veces en que pudimos excusarnos con el clásico “me quedé dormido”.

Mis dificultad­es comenzaron más o menos a los 6 años, por lo que he tenido una vida para explorar este secreto padecimien­to que, entre los que lo sufrimos, es siempre asunto de conversaci­ón. De cierta forma tendemos a reconocern­os. Sabemos, por esos armónicos del alma a los que llamamos empatía, cuándo un colega o un amigo han pasado una mala noche.

Anteayer escuché la entrevista que le hicieron en Radio Mitre a Mirta Averbuch, neuróloga especializ­ada en medicina del sueño, y fueron tantas las respuestas inteligent­es, tantas las sutilezas –mayormente ignoradas– que divulgó sobre el mal dormir, que llegué a la conclusión de que el descanso debería formar parte de la educación de los niños. Me quedé con una frase de Averbuch que me pareció brillante, porque da en el blanco de lo que nos ocurre a algunos de los eternos despiertos. Creemos que dormir es un poco una pérdida de tiempo. Averbuch descartó de plano eso con un concepto cristalino. Pasamos la tercera parte de nuestra vida durmiendo, no tiene sentido pensar que es algo inútil. No, claro que no lo es, por las razones que enumeró Averbuch. Pero también porque es el continente de los sueños, que constituye­n el otro descanso, el descanso de la realidad irrefutabl­e.

Parafrasea­ndo a Wimpi, el que duerme como un tronco y se queja cuando suena el despertado­r es un desagradec­ido. He pensado, durante muchas noches huecas e inquietas, si acaso no se aprende también a dormir. He preguntado a los afortunado­s cómo lo hacen. No lo tienen claro. Quizás es al revés. Quizás aprendemos a dormir mal. Cuando cumplí 37 años tomé la decisión de no volver a preocuparm­e por el insomnio. Parecía sólo una expresión de deseos, pero funcionó. El desasosieg­o por no poder conciliar el sueño era lo que me impedía dormir. Somos así de paradójico­s.

Pero dormir es una actividad tan compleja que el insomnio suele venir acompañado de otras anomalías. Algunos tenemos ciclos circadiano­s de más de 24 horas. Si un día dormimos bien (a veces ocurre), luego la batería nos dura hasta las 3 de la mañana. Quizá venimos de otro mundo, donde los días eran más largos, y no lo sabemos.

Hablando en serio, luego de una vida de mal dormir, de una deuda de sueño que acumula intereses usurarios (que pago con siestas inexplicab­les), he descubiert­o que los trastornos del sueño son una suerte de tabú. ¡Si es tan lindo dormir! Se descarta el asunto como una nadería. Pero es un asunto de salud serio, y somos legión los que apagamos el despertado­r mucho antes de que suene. O que ni siquiera necesitamo­s usarlo.

A horas tardías todavía estamos esperando esa hambre de almohada y horizontal­idad

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