LA NACION

Contener a los chicos, prioridad en las villas

Desde las piletas que cubren los pasillos en la 31 de Retiro hasta actividade­s de organizaci­ones sociales y escuelas que abren sus puertas, iniciativa­s para alejarlos de la calle y darles contención

- Carla Melicci PARA LA NACION

Es jueves al mediodía, la temperatur­a alcanza los 35°C y la escena se repite en la mayoría de las estrechas calles y pasillos de la villa 31, en Retiro: las dos y hasta tres Pelopincho que hay en cada cuadra marcan el camino por el que tienen que pasar peatones, autos y motos. Para los más chicos, es un día de pileta.

Porque en verano, el agua no sólo resulta un recurso imprescind­ible para soportar el calor, sino que es también la excusa perfecta para entretener­se y olvidar, al menos por un rato, las altas temperatur­as que se registran en la Capital Federal, que afectan con más crudeza ese territorio.

Por eso, ante la falta de espacios públicos de recreación en las villas, son cada vez más las propuestas de las organizaci­ones sociales, del Estado o impulsadas por los propios vecinos para que los chicos puedan disfrutar de las vacaciones en compañía de sus pares.

Según datos del Barómetro de la Deuda Social de la Infancia de la UCA, se estima que a nivel urbano cerca del 70% de los chicos de entre 5 y 12 años suelen jugar en la vereda, en el espacio barrial, en plazas o en parques. Sin embargo, los que no suelen hacerlo son los niños que pertenecen a los estratos sociales bajo y medio, y que residen en villas, asentamien­tos y otros barrios vulnerable­s.

¿Dónde pasan entonces los días de calor los chicos en estos barrios? La respuesta es variada: desde colonias hasta piletas improvisad­as y escuelas que abren sus puertas aunque no haya clases.

El objetivo de estos lugares de contención es alejarlos de la calle y los peligros que implica que estén todo el día solos en sus casas, mientras sus padres trabajan.

Jugar al carnaval

En la manzana 19 de la villa de Retiro, un grupo de siete chicos comparten una pileta rectangula­r. Alejandro, de seis años, salpica a to- do aquel que pasa con una pistola de agua, mientras que los hermanos Morena (12), Jesús (10) y Acacia (3) aguardan, expectante­s, el “permiso” de sus vecinitos para poder zambullirs­e en la Pelopincho más concurrida de la cuadra.

Su mamá es Rosa Solá, que tiene 34 años y vive con los tres chicos en un departamen­to ubicado en un tercer piso. Cada verano, suelen armar la pileta justo debajo de la escalera caracol por la que ingresan a su hogar: ahí nomás, en plena calle.

Rosa comenta que si bien las piletas generan cierto conflicto entre los vecinos, son un mal necesario para pasar el verano en la villa. “Acá todo es cemento, no tenés árboles ni plantas como para que corra algo de viento”, dice la mujer. “Los chicos juegan con agua al carnaval, sacan baldes y mangueras. Todo el día es así: desde que se levantan hasta la noche”.

En la otra punta de la ciudad, a metros de la villa 1-11-14, en el Bajo Flores, Gael, de dos años, agarra un potecito, saca agua de una palangana roja y, con los ojos bien abiertos y una sonrisa de oreja a oreja, se tira todo el líquido en la cabeza.

Está en el Centro de Primera Infancia (CPI) Floreciend­o, de la Fundación Pilares, una organizaci­ón que trabaja junto a las familias que viven en asentamien­tos precarios en la zona y que promueve el desarrollo integral de los niños de uno a tres años.

“El que se enoja pierde en este juego con agua”, dice la señorita Ailín, mientras que, con un burbujero, arma pompas de jabón y un grupo de unos 14 chicos intentan agarrarlas.

Florencia Kuschnir, trabajador­a social del CPI, comenta que si bien el lugar en sí funciona más como un jardín maternal que como una colonia de verano en la actualidad aprovechan para hacer actividade­s recreativa­s y no tan curricular­es para fomentar la integració­n de los niños, ya que el centro abrió sus puertas hace solo tres meses.

“Los chicos desayunan, almuerzan y meriendan, duermen la siesta y juegan. Es un espacio importante porque muchas familias que no tienen trabajo pueden salir a buscarlo y saben que dejan a sus hijos en un lugar seguro”, explica la trabajador­a social.

Mientras algunos siguen jugando con el agua en el patio principal que conecta todas las salitas, otros, con la ayuda de las señoritas, prefieren treparse a una casita de madera con un tobogán.

Si bien el lugar tiene capacidad para 150 niños, en verano la concurrenc­ia disminuye un poco. “Enero es una época especial, ya que muchas familias deciden viajar a sus lugares de origen (la mayoría provienen de países vecinos) y otras, porque por ahí hizo mucho calor la noche anterior y no pudieron dormir bien, deciden no traer a sus hijos”, cuenta Kuschnir.

Desde Pilares, sin embargo, destacan como positivo que muchas madres se estén empezando a organizar para poder llevar a sus hijos todos los días.

“Hay algunas que son solteras, que llegaron de Bolivia y que en la villa no tenían a nadie que cuidara de sus hijos”, dice Kuschnir.

Julia Condori Felipe conoció el

CPI por una vecina del barrio. A pesar del calor, siempre trata de llevar a su hijo Leandro (2) para poder dedicarse a la venta de productos de limpieza en la feria de la 1-11-14.

“Me sirve mucho porque sus hermanos ya son grandes y no pueden cuidarlo”, comenta Julia. “Soy separada y si no el nene tiene que estar todo el tiempo conmigo, mientras yo atiendo a los clientes, lo que lo expone a peligros”.

En el barrio municipal Ramón Carrillo, en Villa Soldati, la escuela número 19 José Martí está abierta en pleno enero. Son las 10 de una mañana sofocante y más de 40 chicos terminaron de desayunar.

En el gimnasio cubierto de la escuela, un grupo se divide para participar de tres propuestas vinculadas con la robótica, mientras que otros juegan a pasarse la pelota en el patio externo.

Así, el colegio se transforma de lunes a viernes en una de las 68 sedes de Vacaciones en la Escuela, un programa del Ministerio de Educación del gobierno porteño que funciona durante todo enero y donde ya participan 18.930 chicos de entre 3 y 18 años.

“Seño, seño, ¿cómo tengo que hacer?”, pregunta Damián, de 11 años. Tiene enfrente dos robots con forma de autos sobre una especie de cancha de fútbol, dos arcos, una pelota y un joystick. Intenta hacer un gol y que su equipo gane.

“¡Dale, dale, apretá rápido!”, arenga Damián a su compañero. “En cinco minutos van a tener que hacer un gol o vamos a penales. Hay que pasar a la otra posta”, indica el profesor a cargo de la actividad, y la concentrac­ión se eleva al máximo.

Si bien en la escuela no hay piletas ni juegos con agua, la diversión acuática llegará más tarde cuando el grupo se traslade al Parque de la Ciudad, en Villa Lugano, predio central del programa.

“El juego es el motor, el medio, para poder llevar a cabo todas las actividade­s”, dice Ricardo Benítez, coordinado­r general de Verano en la Escuela, y explica que el programa sirve más como un espacio donde los chicos se sienten protagonis­tas que de contención en sí.

“Acá vienen, se los escucha y muchas veces se llevan a cabo propuestas a partir de ideas que ellos traen”, explica Benítez.

En otra de las postas, un grupo aprende programaci­ón dándole órdenes a un robot para se mueva sobre una pista. A metros de distancia, la consigna varía: hay que colorear un dibujo prearmado para que luego, a través de una tableta y una aplicación, “cobre vida” gracias a la realidad aumentada.

Alex y Alexis son mellizos, fanáticos de Boca, y cuentan que acuden durante el año a la escuela José Martí. De hecho, dejaron sus mochilas en la que próximamen­te va a ser su nueva aula de séptimo grado.

“Vivimos en el barrio y sí, está bueno venir a la escuela por más que sea verano”, dice Alexis. “Es distinto”, completa Alex, mientras ambos presentan mucha atención al juego robótico futbolero para ver quiénes serán sus próximos contrincan­tes.

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