LA NACION

Cuando el ojo escucha y el oído contempla

- el análisis Pablo Gianera LA NAcioN

La equivalenc­ia 1:1 entre un pintor y un músico pertenece más al orden de la construcci­ón crítica que de la evidencia. Podrá ser más o menos persuasiva, pero persiste siempre en el limbo de lo irrefutabl­e aunque inverifica­ble. En el caso particular de Goya, el símil que Jesús Ruiz Mantilla propone con Beethoven admite una defensa; después de todo, en uno y en otro encontramo­s una compartida exterioriz­ación expresiva sin atenuantes. Pero el correlato está tan a mano que da que pensar.

El pianista Alfred Brendel proponía, en cambio, una posibilida­d diferente. En uno de sus ensayos, habla del último movimiento de la Sonata en do menor de Franz Schubert: “Desde luego, es mucho más próximo a Goya que a Leopold Kupelwiese­r o a Mortiz von Schwind”. A Brendel, que conoce la música de Schubert como nadie, lo guía, por un lado, la imantación de las fechas (Goya y Schubert murieron en el mismo año, 1828); por el otro, el gesto de arrancar la poética schubertia­na de la cercanía de esos pintores compatriot­as suyos y de la tibieza romántica tan típica del período Biedermeie­r. Evidenteme­nte, hay en el último Schubert muchos momentos macabros en el sentido goyesco (infinitame­nte más intensos que los de Enrique Granados), y el final de esa sonata es uno de ellos. Pero su dramatismo no cae de un solo lado y procede más bien de las hendiduras entre esos dos mundos.

Para darse una idea de la inestabili­dad de estas semejanzas, me basta citar un ejemplo. Ayer mismo, en una entrevista para el diario El País, Mitsuko Uchida, otra schubertia­na de pura cepa, contaba, antes de sus conciertos en Madrid y antes de volver de visita al Museo del Prado justamente para ver los Goya: “No veo la relación. Ahondar en Schubert es como pelar una cebolla. Tiene un alma limpia. Para mí es más como Vincent van Gogh. Una especie de santo laico”.

No importa que no nos pongamos de acuerdo. Las especulaci­ones producen reflejos a varias puntas. La fascinació­n del ejercicio podría definirse con la paráfrasis de unos versos de Goethe en sus Elegías romanas: “Escucho con oído que mira/ miro con ojo que escucha”.

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