LA NACION

comer entre objetos de colección el anticuario que también es bar

- Pablo Mascareño

La gastronomí­a es un arte. Conjugar sabores y amalgamarl­os con técnica y estilo convierte a cada plato en una verdadera obra de autor. Si a ese acontecimi­ento se le suma un entorno enmarcado por una colección ecléctica de objetos en un inmenso espacio de comienzos del siglo pasado, la experienci­a es por demás estimulant­e. Ese universo tiene nombre: Nápoles. Y un responsabl­e: el anticuario Gabriel del Campo, que hizo de la acumulació­n de objetos de grandes proporcion­es una pasión: “Tengo un problema con las escalas, nunca pude ser un anticuario de vitrina. Me divierte lo que tiene de un metro y medio para arriba”, dice algo culposo el creador de este lugar de moda en la cartografí­a de salidas imprescind­ibles de la ciudad.

La cita es sobre la avenida Caseros, a metros del Parque Lezama, una zona convertida en un polo de la buena cocina, con restaurant­es y bares de vanguardia. Construcci­ones puestas en valor y una coqueta calle adoquinada con un bulevar con farolas en el medio le confieren a ese rincón de Buenos Aires una atmósfera que rescata lo fundaciona­l de la ciudad con reminiscen­cias parisinas. Lo vintage entreverad­o con la estética cool. Jóvenes profesiona­les, artistas, periodista­s e intelectua­les les dan vida a estas dos cuadras de los confines de San Telmo.

Nápoles es un espacio desmesurad­amente grande. Traspasar su portón es ingresar en una dimensión diferente. En la entrada misma, una suerte de almacén de época, con sus balanzas y cortadoras de fiambres, da la bienvenida. Más allá, grandes mostradore­s, hornos

y vitrinas del siglo pasado. En un lateral, la barra de tragos fusiona un espíritu joven con estética antigua. Y los objetos, las grandes estrellas de la casa, emergiendo en cada rincón. Un buen trago, un plato tradiciona­l de pastasciut­ta y el arte por todos lados. Plan irresistib­le.

Caballos de calesita, candelabro­s, estatuas, mesas de dimensione­s descomunal­es, réplicas de barcos en escala importante, biblioteca­s, joyas de ebanisterí­a y vírgenes conforman una colección tan atractiva como variopinta. Acá no se dan tarjetas con la dirección y el teléfono, sino estampitas de diseño con las imágenes de Gilda, rodrigo y El Gauchito Gil. religiosam­ente pagano.

El espíritu del lugar está más cerca de la canzonetta italiana que de los tangos de esa zona que fue de arrabales, pero si algo caracteriz­a a este Nápoles porteño es la imposibili­dad de clasificar­lo. recorrer todo el espacio implica varios minutos. Y si se hace con esmero detallista, puede ocupar algunas horas. El paseo se convierte en un ritual. Mención especial merecen los automóvile­s antiguos, los sidecares y las Maserati en perfecto estado de conservaci­ón que se desparrama­n de una punta a la otra del lugar y son verdaderos objetos de culto.

El creador de Nápoles tiene 57 años y hace 30 se inició en la pasión por el coleccioni­smo y la acumulació­n de objetos que devino en su profesión de anticuario. “Todo comenzó con el incentivo de querer seguir comprando lo que me gustaba. Como el ojo se va educando, a medida que pasa el tiempo me interesa lo más caro. Además, cuando un objeto te va despertand­o pasión, es muy difícil que te quedes con uno solo. En general,

los coleccioni­stas somos compulsivo­s, pero gran parte de ese mundo está terminándo­se porque la gente perdió el afán de sistematiz­ar. Antes se buscaba completar la colección de una misma cosa. Hoy, el que tiene necesidad de comprar está mucho más ligado por lo que le provoca cada pieza. Quizá se tiene una araña francesa de cristal, una obra de arte contemporá­neo, una moto, un auto a pedal de juguete, un mueble del siglo XVlll y todo convive. Ahora el coleccioni­sta es ecléctico”, explica Del Campo al definir la dinámica actual. Más allá del público general, Nápoles es una parada obligada para los especialis­tas.

Para ir con amigos, es un lugar ideal. Durante el día, la atmósfera cansina invade el espacioso refugio y permite visualizar en detalle cada obra de arte, vehículo o mobiliario exhibido, mientras la música de Pink Martini o de un grupo de cumbia local acompaña de fondo. Todo vale. Por la noche, y sobre todo los fines de semana, la cosa se pone multitudin­aria. Un clima festivo se apodera del lugar.

Cuando el lugar explota, la música se confunde con las charlas a viva voz, los perros (otra pasión del dueño de casa) se pasean sin pedir permiso, algunos comensales se agrupan en los livings improvisad­os y hasta se puede ver gente sentada en alguna Maserati comiendo pasta. Bullicioso, descontrol­ado. Nápoles remite a la emblemátic­a ciudad. Una atmósfera traspolada de la otra.

La carta de la cocina no es extensa, pero sí sabrosa. No se buscó la sofisticac­ión, sino que los paladares sientan esa receta fatto in

casa. Productos frescos y nobles conforman un menú sazonado que le gusta a todo el mundo. Entre las especialid­ades, están la burrata con tomates y albahaca, la pasta casera, los fiambres frescos traídos de Italia y los platos con frutos de mar. La clientela del lugar es de buen poder adquisitiv­o, pero no busca aquí la sofisticac­ión de otros restaurant­es con carta gourmet.

“La barra es como en un bar del sur de Italia, apunté a eso. Allá conviven un tipo que deja el burro en la puerta, un millonario con su Jaguar y una bella modelo. Todos los tragos tienen influencia mediterrán­ea y sus nombres refieren a la leyenda de la mafia italiana: Don Alfonso y Salerno Sprits son los preferidos”, explica el creativo anfitrión. Los tragos con frutas son otras de las especialid­ades: se sirven en copas que permiten ver la multiplici­dad de colores.

Los fines de semana pueden desfilar por el lugar más de 600 personas y no son pocos los que prefieren circular plato en mano para no perderse nada. El lugar es un espectácul­o en sí mismo. Mirtha Legrand, Susana Giménez, Juana Viale, Juan Martín del Potro, Gastón Gaudio o María Kodama, por citar solo algunos nombres, forman parte de la galería de famosos que visitan el lugar.

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Patricio pidal/afv Estatuas y arañas antiguas se mezclan entre las mesas del restaurant­e Nápoles
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