LA NACION

Viajando en grupo

El diálogo y la escucha atenta vencieron la atracción que ejercen el mar y la arena

- Natalia Blanc

V oy leyendo Teoría del ascensor, libro reciente de Sergio Chejfec, pero no me puedo concentrar. No porque el libro no sea interesant­e (de hecho, es fascinante), sino porque estoy sentada en la última fila de un colectivo muy cómodo, pero que se mueve como un samba.

Estamos en la ruta, rumbo a Ostende, rodeados de campo. El paisaje constante que se ve por la ventanilla me distrae de la lectura y el movimiento me marea. En el asiento de al lado duerme un actor y poeta. Admiro la capacidad de la gente de caer rendida en cualquier lado. Yo no puedo.

Estar sentada ahí, detrás de todos, me permite espiar la escena por completo. Algunos pasajeros leen, otros cabecean o miran hacia afuera y varios van prendidos al celular, como yo ahora, que dejé el libro y tomé el teléfono para escribir esta especie de crónica urgente desde un bus turístico con clima de estudianti­na intelectua­l.

Los viajes laborales en grupo tienen un extraño encanto: apenas terminamos de presentarn­os unos a otros y ya nos tratamos como si fuéramos íntimos.

Hace un rato, en la parada rutera para desayunar, nos mezclamos en la fila de la caja periodista­s y escritores, filósofos y músicos, artistas y organizado­res del encuentro. Todos contentos. Vamos al mismo lugar: el Viejo Hotel Ostende, ese mágico hospedaje comandado por Roxana Salpeter que es sede de La Noche de las Ideas por segunda vez.

El año pasado, en el debut del encuentro organizado por la embajada de Francia, que tiene su correlato simultáneo en 50 países, alrededor de siete mil personas se autoconvoc­aron para escuchar a filósofos y autores locales y europeos, que debatieron y reflexiona­ron sobre ese lugar común llamado “playa”. Muchos veraneante­s se sacaron ojotas y trajes de baño por unas horas para asistir a las conferenci­as. El diálogo y la escucha atenta vencieron, aquella vez, la atracción que ejercen el mar y la fiaca en la arena. Al menos por un rato.

Ahora, mientras algunos ya estamos con café y medialunas en la mesa, llega al parador uno de los grandes invitados de Francia: el filósofo Eric Sadin, que también espera su turno en la fila para hacer el pedido y pagar. No escucho las palabras, pero sigo la escena de lejos: un fluido intercambi­o de gestos y muecas entre Sadin y el cajero con gorrita. Parece que hubo acuerdo.

Un almuerzo conjunto en el comedor del hotel, poblado de luz y muebles antiguos, marca el momento inaugural de la convivenci­a. Serán dos días enteros de charlas e intercambi­os intelectua­les (desde ponencias hasta improvisac­iones, pasando por debates,

performanc­es y lecturas) y, por qué no, de bromas y chismes. Haremos caminatas literarias del hotel a la playa, nos recomendar­emos libros, vinos y películas; también, algunas delicias de la cocina francesa que se pueden degustar en el hotel. A la noche compartire­mos cena y café, música en vivo y charlas ya informales sobre lo que pasó durante el día y lo que vendrá al siguiente. Es así. No tengo dudas. Así lo viví el año pasado. Esta vez, según percibo apenas llegamos a Ostende, también hay más clima de ideas que de playa, no porque sean opuestas o incompatib­les, sino porque es lo que nos convoca.

Los viajes laborales en grupo tienen un no sé qué especial que me atrae. La rutina queda suspendida por un tiempo y, aunque vine a trabajar, la experienci­a es sumamente placentera. Una rara forma de ocio creativo impuesto por la agenda cultural a la que decido entregarme sin oponer resistenci­a. La fiesta de las Ideas en la costa argentina continuará el viernes y el sábado en Mar del Plata. Como dijo Yann Lorvo, el agregado cultural francés, en el primer almuerzo, esta es la única noche del mundo que dura cuatro días.

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