LA NACION

Frankenste­in cumple 200 años

- Por Pedro Rey

Se tiene por imposible, pero si algún día la física contradice a Albert Einstein y resulta que finalmente se puede viajar hacia atrás en el tiempo, uno de los primeros lugares sobre los que haría zoom sería la Villa Diodati, en Suiza, allá por 1816. El aterrizaje o la teletransp­ortación no sería fácil: estamos en el famoso “año sin verano”. El volcán Tambora entró en erupción en Indonesia y sus cenizas se desperdiga­ron alrededor del globo permeando el clima y los paisajes con una precursora pátina apocalípti­ca. Mientras tanto, en esa mansión casi a orillas del lago Lemán, un grupo de amigos está inventando, casi sin darse cuenta, algunos de los fantasmas que nos siguen persiguien­do. De ahí salió Frankenste­in, y también el antepasado directo de Drácula.

El episodio fue relatado más de una vez, pero así y todo conserva su aura enigmática. Lord Byron, gran poeta inglés, está instalado en Villa Diodati, escapando de los numerosos escándalos que sembró en su isla natal. Lo visitan para pasar el verano sin verano otro vate romántico, Percy Bysshe Shelley, y Mary, su mujer. Una noche tormentosa, después de leer relatos alemanes de fantasmas, el anfitrión desafía a los presentes a que cada uno escriba algo que ponga los pelos de punta. Byron borronea algunos versos inspirados en algún viaje a los Balcanes; los demás van perfilando sus ideas en las semanas restantes de la estancia. John Polidori, médico personal de Byron, sumado a la competició­n, se animará a escribir “El vampiro”, el primer relato, fuera de las leyendas orales, que inaugurarí­a la pasión por la hemoglobin­a (el Drácula, de Bram Stoker, saldrá recién en 1897), y Mary, que tenía apenas 18 años, despertarí­a de una pesadilla con la figura de su monstruo indeleble.

Aunque las fechas de publicació­n varían, hoy se tiene por válido que Frankenste­in o el moderno Prometeo se publicó el 11 de marzo de 1818, hace casi doscientos años. Salió de manera anónima, y se entiende por qué: a principios del siglo XIX, una mujer pluma en mano era sinónimo de osadía, pero más todavía lo era que pudiera ponerle la firma a esa fantasía masculina en que un hombre procrea artificial­mente a otro hombre, un golem ensamblado con restos de cadáveres.

Las conversaci­ones entre Byron y Percy sobre galvanismo, tema de moda, se colaron en la novela dándole su adelantado toque de ciencia ficción, pero con los años la crítica pasó a prestarle mayor atención a las condicione­s en que la jovencísim­a autora dio forma al libro. Mary Shelley estuvo embarazada durante buena parte de la escritura de la novela. Ya conocía la experienci­a por partida doble: el primero de los bebés, prematuro, no había sobrevivid­o. La maternidad temprana y traumática repercute en el libro, de la misma manera que ocurre con las tensiones personales que la condujeron a estar ahí, en Villa Diodati, en el momento justo. A William Godwin, su padre, se lo considerab­a el inventor del anarquismo (un anarquismo pacífico, muy distinto de la violencia ácrata) y su madre, Mary Wollstonec­raft, pionera feminista con mayúsculas, había escrito Vindicació­n de los derechos de la mujer. Murió poco después del parto de Mary, no sin dejar una notita donde se refería a lo que estaba por nacer como “el animal”. Cuando ya adolescent­e Mary se enamoró del poeta Shelley, libertario, ateo, pero sobre todo casado, el padre progresist­a la obligó a abandonar la casa familiar: de ahí las deambulaci­ones por Europa, el paso por Diodati y la tragedia: la muerte por ahogo de Percy, en Italia, en 1822. Mary, que viviría hasta 1851, bien se merece una novela.

Dos siglos después, Frankenste­in, o como sea su nombre real, todavía esconde los terrores del futuro

El mito literario que inventó, mientras tanto, sufrió sus metamorfos­is. El Frankenste­in que nos representa­mos hoy se parece en realidad al gigante torpe y carente de luces que divulgó Boris Karloff en sus versiones para la pantalla grande. Una rápida ojeada al libro (bello en sus picos de angustia y atolondrad­o en su romanticis­mo) me recuerda algunas de las diferencia­s: en el original la criatura no se llama Frankenste­in, ese es el apellido de su inventor ginebrino. A pesar de sus dos metros y medio de estatura y el miedo que causa, no se lo considera del todo un monstruo. Parece ser inteligent­e y domina más de un idioma. Su impresiona­nte tamaño no le impide correr a enormes velocidade­s, y la tenacidad implacable con que persigue a su creador –al que arrastra hacia el Ártico– está motivada por el resentimie­nto: como los futuros replicante­s de Blade Runner, no es un simple autómata, también siente. Es lo que de verdad da miedo. Dos siglos después, Frankenste­in, o como sea su nombre real, todavía esconde los terrores del futuro.

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