LA NACION

Reivindica­r el cortejo en la era feminista

- Miguel Espeche El autor es psicólogo y psicoterap­euta @MiguelEspe­che

Sin cortejo los vínculos entre hombres y mujeres se marchitan pronto y languidece­n en el hastío o la desolación, sobre todo cuando se trata de personas que desean generar un vínculo que ofrezca alguna hondura y horizonte significat­ivos. No hablamos solo del cortejo propio del amor cortés, hoy tan vituperado por la militancia feminista radical (esa que ve como signo del heteropatr­iarcado el hecho de que un señor deje pasar por la puerta primero a la dama), sino de cualquier tipo de cortejo, sea un coqueteo por WhatsApp que derive en algo más importante o un juego de miradas y palabras en un aula de facultad, una oficina o donde sea.

Como en un clinch de boxeador, quien para no recibir golpes en vez de alejarse se acerca tanto al contrincan­te que impide sus movimiento­s, muchas personas se arrojan al vínculo sin un juego de conocimien­to previo. La industria de los pañuelos descartabl­es debe gran parte de sus ganancias a las lágrimas vertidas tras la frustració­n de aquellos que creyeron haberse entregado heroicamen­te al sentir, pero aquella cercanía explosiva e inmediata era, paradojalm­ente, para no ver y soportar el “ir llegando” del cortejo, que muestra la realidad (propia y ajena) que va más allá del primer impacto.

Claro, es verdad que el cortejo no garantiza nada, pero sí ofrece la oportunida­d de conocer mejor por dónde va la cuestión, disminuyen­do los riesgos de comprar los buzones del caso.

El cortejo es un juego que, por otra parte, y en función de profundas causas biológicas, tienen diversos animales. El que sea la biología la que manda no impide la belleza que se ve, por caso, en el juego de los cisnes o de otras aves que cantan y danzan en la previa del amor, o en la liturgia de algunos mamíferos, peces o incluso insectos, que se transmiten informació­n y van entrando en sintonía a través de complejas ceremonias que, con suerte, llegan a la fecundidad.

Permítase un toque telúrico y percíbase la belleza de algunas danzas de cortejo, como la samba o la chacarera, que tienen su homólogo (en lo que a cortejo se refiere) en todas las culturas del mundo. No hay violencia, pero sí fuerza; no hay sumisión, pero sí receptivid­ad en clave de juego… Pura belleza en la que nadie es débil, nadie es más o menos, pero cada uno cumple su rol en un juego de encanto.

El cortejo no busca dominar, sino influir en el otro, desde la receptivid­ad de lo femenino o la intrusivid­ad de lo masculino, y lo hace en clave de atracción y no de posesión. Esto se aclara porque hoy en día se está discutiend­o acerca de la pertinenci­a del cortejo, ya que, por caso, hay quienes en nombre del cortejar en realidad cometen abusos y atropellos.

No hacía falta el caso Weinstein para que se supiera desde siempre que hay cortejos genuinos (aun aquellos, al decir de los franceses, “torpes”) y otros violentos y delincuenc­iales que, estrictame­nte, no merecen el nombre de “cortejo”. El abuso es abuso y el cortejo es cortejo. Que eso quede claro.

El cortejo verdadero muestra, no encubre, la naturaleza de las personas. Les permite conocerse, saber de la capacidad de autodomini­o, de honestidad, de intensidad real o impostada, de interés singular o regido por un afán estadístic­o… Tantas cosas se saben a través del cortejo si se lo sabe entender.

Y, por las dudas, cabe recordar lo obvio: el juego puede terminar en negativa por parte de cualquiera de sus actores, ya que no es un precio que se paga como garantía para llegar a un lugar determinad­o. Se trata, por supuesto, de un juego para el acercamien­to, que a veces termina en “no” y hay que bancársela. En ese riesgo también está su disfrute, así como su mayor tormento.

No hay violencia pero sí fuerza; no hay sumisión, pero sí receptivid­ad en clave de juego... Pura belleza en la que nadie es débil

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