LA NACION

El conscripto que cantaba rock nacional en las islas

elbio eduardo araujo soldado conscripto del ejército, 19 años

- Fernando J. de Aróstegui

María Fernanda Araujo recuerda con nitidez una noche de julio de 1982, ya terminada la guerra, en que fue a buscar a su hermano Eduardo a un regimiento en La Plata, adonde debía llegar tras la rendición. De pronto se abrieron las puertas del cuartel y los soldados salieron a la oscuridad densa en que esperaba una multitud de familiares ansiosos. Todos se mezclaron en una confusión nerviosa. María Fernanda, entonces de 9 años, sentada en hombros de su padre, Elbio, gritaba en todas direccione­s: “¡Soldado Araujo, soldado Araujo!” Cuando el gentío se dispersó comprobaro­n que Eduardo no estaba.

Volvieron al regimiento varios días seguidos. Hasta que un oficial les confirmó que Eduardo estaba en Campo de Mayo: ¡vivía! Pero allí revisaron la colmada sala de terapia intensiva con una minuciosid­ad infructuos­a. Pasaron más de veinte años sin que la familia Araujo consiguier­a ninguna precisión oficial y confiable sobre el destino de Eduardo. Hasta que en 2003, María Fernanda obtuvo detalles de un excombatie­nte: su hermano había caído en la Batalla de Monte Longdon herido por una explosión.

Cuando empezó la guerra, Eduardo ya había sido dado de baja del servicio militar hacía algunos meses, pero decidió que se presentarí­a como voluntario: “La patria me necesita”, le dijo a su madre. Ella le respondió: “Si te necesita ya te va a llamar”. Antes de que dirimieran la disputa familiar, en efecto, llegó la convocator­ia estatal.

El 9 de abril llenó un bolsito azul con algo de ropa, y vestido con un jeans y una chomba beige marca Penguin se fue al Regimiento 7 de Infantería Mecanizada Coronel Conde, de La Plata.

Aunque su nombre era Elbio Eduardo, todos lo conocían como Edu. Había nacido en Colón, Entre Ríos, pero su familia se mudó a Buenos Aires cuando él tenía cuatro meses. De temperamen­to extroverti­do, tenía muchos amigos. “¡Era muy payaso!”, lo retrató con candor su hermana.

De chico, en sus vacaciones en Colón, hacía changas y juntaba hierros y botellas para reunir unos pesos. Sabía tocar la guitarra y le gustaba mucho el rock nacional: Moris, Sui Géneris, León Gieco.

En las islas, a falta de guitarra, se acompañaba marcando el ritmo con una lata de dulce de batata. “En Monte Longdon sonó mucho ‘La colina de la vida’, de Gieco”, contó María Fernanda.

Cuando en 2017 se difundió la noticia de que se harían las identifica­ciones, los Araujo se mostraron refractari­os. Es que circuló mucha informació­n falsa: como que los cuerpos serían repatriado­s, algo que ellos rechazaban con énfasis. La familia ya había sufrido el flagelo de las inexactitu­des durante 35 años: por ejemplo, que a Eduardo le habían cortado la cabeza los gurkhas. Pero cuando se aclararon las condicione­s de la identifica­ción, accedieron.

“Eduardo volvió a nacer”, dijo María del Carmen, la madre de Eduardo, que durante años durmió con la chomba beige marca Penguin de su hijo sobre su cara.

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María Fernanda Araujo, con fotos de su hermano Eduardo

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