Regreso al país de las primeras cosas
Era posible que ocurriese. Regresar al pasado, pero no exactamente volver a ser jóvenes, sino para asistir al teatro de la propia infancia y adolescencia como quien se encierra en un cuarto a solas y mira otra vez viejas filmaciones hogareñas y se descubre en ellas. Cinco compañeros de colegio reunidos tantos años después. No iba a ser uno de esos reencuentros a los que decidimos ir un poco inseguros de nosotros mismos, temerosos de que los años hayan dejado en el cuerpo marcas demasiado profundas (las primeras señas de la adultez tardía) o de que terminemos por encontrarnos con un extraño, alguien con quien hemos compartido quince años de nuestra vida y de la suya y, sin embargo, ahora no se parece en nada a aquel que conocimos, o quizás al revés, el miedo a que los demás no nos reconozcan del todo, a que nos miren con perplejidad en el saludo titubeante del principio, los ojos escudriñando en nuestro rostro alguna huella de un tiempo antiguo con tal de evitar esa incomodidad, cómo decirle no sé quién sos a la persona con quien estuvimos codo a codo en un pupitre o a la chica (ahora una mujer consumada) a la que enlazamos por la cintura para bailar con ella en la media luz de su cuarto.
Nada de eso puede ocurrir esta noche, no hay nada que temer, porque aunque nos encontramos en muchas menos ocasiones de las que mereceríamos hacerlo, cada tanto nos reunimos los cinco a hablar de nuestras vidas, las del presente con mujeres e hijos y carreras más o menos afortunadas, pero sobre todo la pretérita.
–Hola, loco –saludo a uno de ellos, y apenas digo loco ese pasado regresa con la fuerza inusitada de un relámpago, en un chasquido de dedos, como si se tratase de un súbito número de magia. No utilizo esa palabra a modo de contraseña desde hace casi cuarenta años, pero en cuanto me reencuentro con ellos la incorporo al lenguaje junto con otros términos de ese tiempo que parece remoto y, sin embargo, revive en mí de manera inmediata. La operación no requiere de ningún esfuerzo, todo sucede con una naturalidad sorprendente: nos saludamos del mismo modo despreocupado con que lo hacíamos durante la adolescencia, jugamos las mismas bromas de entonces (un poco inocentes y a menudo procaces, como debe ser entre estudiantes que emprenden un viaje de fin de curso), procuramos volver a ser los de entonces y pronto nos sentimos abrigados por una familiaridad que creíamos del todo perdida y, sin embargo, se empeña en volver a nosotros.
El sentimiento es distinto al que suscitan la camaradería o la amistad. Nos conocimos en el jardín de infantes cuando teníamos cuatro o cinco años, de modo que hemos compartido el país de las primeras cosas, el tiempo temprano de los descubrimientos. Juntos nos asomamos al mundo cuando todo estaba aún por suceder en nuestras vidas. Con el paso de los años aprendemos sentimientos parecidos, pero ninguno de ellos se asemeja a aquel que empezamos a abrazar durante la infancia, sin saberlo siquiera y sin sospechar que mucho tiempo después, cuando fuéramos hombres y mujeres ya más o menos asentados en la vida, ese sentimiento reaparecería con fuerza, quizá porque jamás se apagó del todo, porque sobrevivió del mismo modo en que el fuego perdura en la brasa tibia en apariencia moribunda y se reaviva en cuanto soplamos en ella.
No es extraño que la conversación vuelva una y otra vez al pasado, porque reescribirlo es una manera de no dejar que se pierda del todo. Rememoramos con alguna malicia, exhumamos pequeños triunfos y grandes derrotas, traemos de regreso
Somos, entra tantas otras cosas, aquello que otros recuerdan de nuestro paso por la vida
nombres que al parecer tuvieron un lugar central en algún momento de nuestras vidas (una compañera cuya belleza todos espiábamos en el salón de clases y cuya figura volvía a evocar con ardor durante las noches) y luego desaparecieron.
Con asombro asisto a la minuciosa reconstrucción de escenas en las que yo mismo –me dicen– intervine. Como mi memoria es vaga y frágil, y aprovechándome de mi oficio, les digo que alguna vez haré una serie de entrevistas en las que cada uno de ellos deberá evocar situaciones que vivimos juntos, y luego yo me encargaré de reunir esos trozos del pasado en una memoria personal hecha de sus recuerdos, no de los míos. No lo pensé en cuanto les propuse ese juego, que difícilmente vaya a ocurrir, pero hay algo en esa idea que se me antoja atractivo: somos, entre tantas otras cosas, aquello que otros recuerdan de nuestro paso por la vida.