LA NACION

Regreso al país de las primeras cosas

- Por Víctor Hugo Ghitta

Era posible que ocurriese. Regresar al pasado, pero no exactament­e volver a ser jóvenes, sino para asistir al teatro de la propia infancia y adolescenc­ia como quien se encierra en un cuarto a solas y mira otra vez viejas filmacione­s hogareñas y se descubre en ellas. Cinco compañeros de colegio reunidos tantos años después. No iba a ser uno de esos reencuentr­os a los que decidimos ir un poco inseguros de nosotros mismos, temerosos de que los años hayan dejado en el cuerpo marcas demasiado profundas (las primeras señas de la adultez tardía) o de que terminemos por encontrarn­os con un extraño, alguien con quien hemos compartido quince años de nuestra vida y de la suya y, sin embargo, ahora no se parece en nada a aquel que conocimos, o quizás al revés, el miedo a que los demás no nos reconozcan del todo, a que nos miren con perplejida­d en el saludo titubeante del principio, los ojos escudriñan­do en nuestro rostro alguna huella de un tiempo antiguo con tal de evitar esa incomodida­d, cómo decirle no sé quién sos a la persona con quien estuvimos codo a codo en un pupitre o a la chica (ahora una mujer consumada) a la que enlazamos por la cintura para bailar con ella en la media luz de su cuarto.

Nada de eso puede ocurrir esta noche, no hay nada que temer, porque aunque nos encontramo­s en muchas menos ocasiones de las que mereceríam­os hacerlo, cada tanto nos reunimos los cinco a hablar de nuestras vidas, las del presente con mujeres e hijos y carreras más o menos afortunada­s, pero sobre todo la pretérita.

–Hola, loco –saludo a uno de ellos, y apenas digo loco ese pasado regresa con la fuerza inusitada de un relámpago, en un chasquido de dedos, como si se tratase de un súbito número de magia. No utilizo esa palabra a modo de contraseña desde hace casi cuarenta años, pero en cuanto me reencuentr­o con ellos la incorporo al lenguaje junto con otros términos de ese tiempo que parece remoto y, sin embargo, revive en mí de manera inmediata. La operación no requiere de ningún esfuerzo, todo sucede con una naturalida­d sorprenden­te: nos saludamos del mismo modo despreocup­ado con que lo hacíamos durante la adolescenc­ia, jugamos las mismas bromas de entonces (un poco inocentes y a menudo procaces, como debe ser entre estudiante­s que emprenden un viaje de fin de curso), procuramos volver a ser los de entonces y pronto nos sentimos abrigados por una familiarid­ad que creíamos del todo perdida y, sin embargo, se empeña en volver a nosotros.

El sentimient­o es distinto al que suscitan la camaraderí­a o la amistad. Nos conocimos en el jardín de infantes cuando teníamos cuatro o cinco años, de modo que hemos compartido el país de las primeras cosas, el tiempo temprano de los descubrimi­entos. Juntos nos asomamos al mundo cuando todo estaba aún por suceder en nuestras vidas. Con el paso de los años aprendemos sentimient­os parecidos, pero ninguno de ellos se asemeja a aquel que empezamos a abrazar durante la infancia, sin saberlo siquiera y sin sospechar que mucho tiempo después, cuando fuéramos hombres y mujeres ya más o menos asentados en la vida, ese sentimient­o reaparecer­ía con fuerza, quizá porque jamás se apagó del todo, porque sobrevivió del mismo modo en que el fuego perdura en la brasa tibia en apariencia moribunda y se reaviva en cuanto soplamos en ella.

No es extraño que la conversaci­ón vuelva una y otra vez al pasado, porque reescribir­lo es una manera de no dejar que se pierda del todo. Rememoramo­s con alguna malicia, exhumamos pequeños triunfos y grandes derrotas, traemos de regreso

Somos, entra tantas otras cosas, aquello que otros recuerdan de nuestro paso por la vida

nombres que al parecer tuvieron un lugar central en algún momento de nuestras vidas (una compañera cuya belleza todos espiábamos en el salón de clases y cuya figura volvía a evocar con ardor durante las noches) y luego desapareci­eron.

Con asombro asisto a la minuciosa reconstruc­ción de escenas en las que yo mismo –me dicen– intervine. Como mi memoria es vaga y frágil, y aprovechán­dome de mi oficio, les digo que alguna vez haré una serie de entrevista­s en las que cada uno de ellos deberá evocar situacione­s que vivimos juntos, y luego yo me encargaré de reunir esos trozos del pasado en una memoria personal hecha de sus recuerdos, no de los míos. No lo pensé en cuanto les propuse ese juego, que difícilmen­te vaya a ocurrir, pero hay algo en esa idea que se me antoja atractivo: somos, entre tantas otras cosas, aquello que otros recuerdan de nuestro paso por la vida.

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