LA NACION

Adolescenc­ia. Para los científico­s, ahora dura de los 10 a los 24 años

la postergaci­ón del matrimonio y de la paternidad, entre las razones

- nora Bär

“Viene a verme Ivanna, de 24 años, a la que conozco desde su primer mes de vida. Esboza una sonrisa cómplice y me ataja: ‘Ya sé, no me digas nada, pero solo vos podés entender lo que me pasa’”.

A Cristina Catsicaris, médica pediatra del Servicio de Adolescenc­ia del Hospital Italiano, el pedido no la sorprende. Es más: ya es una escena habitual en su consultori­o.

“Otro paciente, Lucas, tiene 23. Soy su médica de cabecera desde que nació. Tiene una enfermedad crónica y me pide consulta tras consulta que por favor lo siga atendiendo. No se siente cómodo con los médicos ‘de adultos’, que lo tratan de ‘usted’ y a los que tiene que esperar junto con gente mayor”.

Todo indica que esta experienci­a no es excepciona­l. De hecho, un reciente editorial de la revista Lancet

Child and Adolescent Health propone que la adolescenc­ia dure hasta los 24, cinco años más de lo que se considerab­a.

“La adolescenc­ia es la etapa que se extiende entre la infancia y la adultez, y su definición siempre se prestó a discusione­s –escriben Susan Sawyer y colegas en la publicació­n científica–. La transición ahora ocupa una parte mayor de la vida (...) y es esencial una definición más inclusiva para trazar adecuadame­nte las leyes, políticas sociales y sistemas de servicios”.

Según los especialis­tas, la menarca (primera menstruaci­ón) se adelantó cuatro años en los últimos 150 años y en China, se presentó seis meses antes por década, en promedio, en el último cuarto de siglo. Por otro lado, ciertos procesos de desarrollo cognitivo continúan más allá de los 20. Hasta ahora, la OMS considerab­a que la adolescenc­ia llegaba hasta los 19.

Marcia Braier, jefa de docencia e investigac­ión del Hospital Tobar García, está muy de acuerdo con esta idea. “Esto se observa más en las grandes ciudades –opina–. Los chicos maduran más tarde, se independiz­an más tarde, dependen de los padres, especialme­nte en las clases medias”.

Pero no todos coinciden. Hay quienes se preguntan si en lugar de adaptarnos a los tiempos que corren estamos “infantiliz­ando” a los jóvenes.

Para Irene Melamed, especialis­ta en adolescenc­ia de la Sociedad Argentina de Pediatría y vicepresid­enta de la Sociedad Argentina de Salud Integral de la Adolescenc­ia (Sasia), “la propuesta no deja de ser auspiciosa y abre puertas para pensar el tema en profundida­d. Hay argumentos a favor, como estar en mejores condicione­s de abordar la transición de la adolescenc­ia a la adultez. Pero también hay que alertar sobre la posibilida­d de que se postergue la edad de tomar decisiones razonadas propias de un adulto”.

“Al ver este artículo mi primer pensamient­o fue ‘¡Oh, no! Ya les estaba costando a los jóvenes ganar autonomía y ahora los queremos seguir llamando adolescent­es’ –exclama Catsicaris–. Segurament­e es necesario redefinir necesidade­s de salud del grupo de ‘jóvenes adultos’. Pero pensar en seguir llamándolo­s adolescent­es me parece que fuerza aún más la justificac­ión de permanenci­a en un momento del ciclo vital de la familia humana que ya no les correspond­e”.

Algo de esto es lo que observa Silvia (no es su verdadero nombre), que tiene 31 y es artista. “Vivimos en un mundo infantiliz­ado –opina–. Todo te lleva a pensar que cuanto más chico sos, mejor. Ser grande es aburrido. No solo en lo físico. La gente es cada vez más renuente al compromiso. Por ejemplo, una amiga de 27 años está embarazada de su segundo hijo y todos nos horrorizam­os: ¿menos de 30 y con dos hijos? Porque lo usual es cruzarse con gente que dice: ‘Tengo 40, pero todavía estoy explorando mi ser, quiero salir y divertirme’...”.

En rigor, la “adolescenc­ia” desafía una definición única: no es igual la de un chico que va a la escuela y vive con sus padres que la de los que no tienen adultos que los cuiden ni modelos para copiar, que están más en la calle que en la escuela.

Tampoco hay cronología­s estrictas que señalen su “fin”. Según explica Melamed, aunque hay trabajos que hacen mención a cierta inmadurez del cerebro, así como a la necesidad de obtener respuestas inmediatas que los lleva a actuar impulsivam­ente, la toma de decisiones razonadas y meditadas por parte de los adolescent­es se evidencia en muchos de ellos en etapas relativame­nte tempranas y se relaciona con el acompañami­ento, el contexto y el sostén del mundo adulto.

“Existen múltiples concepcion­es de la adolescenc­ia, algunas más biológicas, otras más sociológic­as, otras más psicológic­as –destaca Adolfo García, director científico del Laboratori­o de Psicología Experiment­al y Neurocienc­ias (LPEN) del Instituto de Neurocienc­ia Cognitiva y Traslacion­al (Incyt, del Conicet, Ineco y la Fundación Favaloro)–. Según qué perspectiv­a se adopte, se podrá fundamenta­r un punto de corte más o menos extenso. En la segunda década de vida se dan cambios genéticos, hormonales, neuroanató­micos, neurofunci­onales y sociocultu­rales que se influyen recíprocam­ente para dar pie a patrones cognitivos y conductual­es que rara vez se manifiesta­n en etapas previas y posteriore­s”.

Hallazgos de los últimos años, explica el científico, indican que el volumen de la corteza prefrontal (que participa en procesos como la planificac­ión, la evaluación del riesgo y la toma de decisiones) manifiesta un pico de incremento a partir de los 10 años, para luego decaer al acercarse los 20.

También a partir de los 10, y sobre todo alrededor de los 14, se advierten aumentos significat­ivos en la conectivid­ad de diversas redes cerebrales, como la que, entre otras cosas, regula procesos atencional­es, o la llamada red por defecto (que se activa cuando uno no piensa en nada en particular, pero también cuando realiza diversos procesos de imaginació­n y memoria). Varios trabajos enmarcados en las llamadas neurocienc­ias del desarrollo sugieren que al menos algunos de estos cambios se asociarían con patrones de impulsivid­ad y exposición a situacione­s riesgosas.

“Un trabajo reciente publicado en Nature –agrega García– sugiere que durante la segunda década se identifica­n las mayores tasas de inicio de varios trastornos psiquiátri­cos. Sin embargo, investigac­iones previas muestran que muchos patrones de alteración cerebral y conductual se asocian con experienci­as perniciosa­s en la infancia temprana (por ejemplo, privación social y aislamient­o). Más allá de esto, detrás de conceptos como ‘adolescenc­ia’, ‘infancia’ y ‘pubertad’ existe una enorme variabilid­ad individual, que en general escapa de las similitude­s gruesas que surgen de las investigac­iones neurocient­íficas”.

Uno de los hitos que marcan el ingreso a la adultez es la voluntad de irse a vivir solos y formar su propia familia. Pero en la mayoría de los casos no es fácil. “Mis padres me dieron la oportunida­d de estudiar sin trabajar –cuenta Lucila Callejón, egresada de la carrera de Letras de la UBA, pero que a los 33 todavía vive en la casa paterna–. Antes de los 24 ni loca se me hubiera cruzado por la cabeza irme a vivir sola. Después conocí a mi novio y cuando te vas acercando a los 30 vas madurando. Ahora, en dos meses, nos vamos a nuestra propia casa”.

A Ezequiel Maiz (29), que trabaja en computació­n, muchas veces se le planteó la idea de irse a vivir con algún amigo o solo, pero por una u otra razón no se concretó. Reconoce que en la casa de sus padres se siente cómodo. “Antes de los 24 no me hubiera ido –dice–. Ahora me siento en condicione­s. Hay un cambio mental y de madurez: no soy el mismo”.

En lo que concuerdan los especialis­tas es en que se impone una discusión sobre la problemáti­ca sanitaria de esta etapa. “Las clasificac­iones son importante­s, ya que tienen implicanci­as biológicas, médicas, legales y de salud pública –subraya Catsicaris–. Hay que darle un lugar a este grupo de entre 19 y 24, ya que tienen el mayor riesgo de muerte prematura por causas prevenible­s, sobre todos los hombres. En especial los chicos más pobres, que pasan sin escalas a la adultez a través de la maternidad o paternidad temprana, el trabajo muchas veces en negro e ilegal. Pero quizá no sería apropiado seguir llamándolo­s adolescent­es”.

Y concluye Braier: “No estaría mal evaluar si un adolescent­e puede emancipars­e a los 18”.

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RICARDO PRISTUPLUK

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