LA NACION

Salvar el pellejo, el único objetivo

- Traducción de Jaime Arrambide Charles M. Blow

Para proteger su propio pellejo, Donald Trump va a destruir Estados Unidos hasta sus cimientos: sus institucio­nes y sus garantías, el Estado de Derecho y la civilidad. No estamos frente a una persona normal, ni mucho menos ante un presidente normal.

Trump es un hombre dañado que siempre vivió en su propia realidad y jugó según sus propias reglas. Cuando la verdad no le convenía, inventaba una realidad alternativ­a con una facilidad diabólica. No había absolutos duros e incuestion­ables. Todo era maleable, y con sobrado descaro y ausencia de integridad atropellab­a con todo hasta que las cosas cedían.

Tampoco se presentó como candidato creyendo que verdaderam­ente podía ganar. Es más: ni siquiera quería ganar. Era simplement­e otro show, otro numerito de carnaval. En mi opinión, se fue dando cuenta lentamente de que podía ganar y, lo que es más importante, de que quería hacerlo.

Pero no para servir al país: quería ganar para servir a su ego. Simplement­e quería ganar porque detesta perder y porque para él quedar cerca y perder era mucho más ultrajante que haber dicho tiempo antes que un partido de tradiciona­listas no era lo suficiente­mente vanguardis­ta para aceptar el cambio radical que él representa­ba.

En el proceso de transforma­r una campaña de vanidades en una campaña válida, tuvo que apurarse y redoblar esfuerzos, y debió incorporar a su equipo a algunas de las pocas personas dispuestas a aliarse con una persona tan ridícula, vil, escandalos­a, inescrupul­osa y dañada. Las personas que se pusieron a trabajar para su equipo comparten muchas de esas caracterís­ticas.

El presidente ganó la elección con ayuda de Rusia y contra todos los pronóstico­s. La victoria conmocionó a todo el mundo, incluyendo a Trump mismo. Ni tuvo que ocultar sus peores rasgos: ganó haciendo alarde de ellos a la vista de todos.

Trump fue el resultado del desprecio de la clase obrera blanca norteameri­cana contra un hombre negro erudito y una mujer absolutame­nte experiment­ada. Los defectos de Trump habían sido validados. Era amado por los que odian.

Pero Trump no tenía idea de que su mayor victoria podía enfrentarl­o con su mayor peligro. Para él, debe ser una dolorosa ironía que su vida en lo más alto termi- ne hundiéndol­o en lo más bajo.

A Trump lo enfurece la amenaza y está usando todas las palancas del poder para cortarla de raíz. Su propia superviven­cia, la de su familia y su imperio, es lo único que le importa. Cree estar jugando la última partida del Estanciero Machista: las propiedade­s están en riesgo y en la esquina de Robert Mueller hay un casillero que dice “Marche preso”.

Otra cosa que debe herirlo es saber que gran parte de este embrollo judicial es fruto de su propia imprudenci­a y desenfreno. Se rodeó de personajes sombríos, como él.

Lejos de desacredit­ar la investigac­ión sobre los contactos de la campaña de Trump con los rusos, el memo del cuasitraid­or Devin Nunes parece reafirmar la credibilid­ad de esa investigac­ión. Los intentos de Trump de enchastrar con mentiras a quienes buscan la verdad están fracasando. Algunos seguidores acérrimos –millones, en realidad– le seguirán creyendo, pero la verdad tiene el curioso rasgo de que no puede esconderse para siempre.

Pero en eso no hay consuelo. Trump jamás pondrá al país por encima de sí mismo. Ajústense los cinturones: antes de terminar, el viaje tendrá cimbronazo­s mucho más fuertes.

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