LA NACION

Cosas de chicas

Convertir lo que podría haber sido árido y mecánico en una ceremonia íntima y gozosa

- Diana Fernández Irusta

L impio. O, más bien, ordeno. Vacío cajones, desarmo armarios; me sumerjo en el polvillo acumulado por casi un año, clasifico, descubro, tiro.

Dos fines de semana ofrendados a la tarea. Dos fines de semana en función de que los próximos meses sean más apacibles, y que las cosas más o menos se encuentren, y que haya acuerdo entre una casa tan pequeñita y sus tres habitantes tan, pero tan propensos al caos.

Ordeno. Paso un trapo por estantes olvidados. Acomodo juguetes, libros, frascos, papeles, ropa. Me agoto. Me digo que con la llegada de Marie Kondo y sus best sellers, ordenar se ha vuelto un emprendimi­ento inesperada­mente cool. Ajá. Recuerdo que este tipo de limpieza los japoneses la llaman oosouji, el ritual que implica, cada fin de año, despojarse de lo que ya no se necesita para recibir lo que trae la nueva etapa. Nuestro Año Nuevo ya ocurrió, pero podría imaginar que estoy haciendo mi oosouji personal en vistas de, pongamos, el año nuevo chino, a celebrarse dentro de unos días. En fin. Me prometo unos cuantos meses a no perder tiempo buscando por horas el cinturón de tal saco; me consuelo al pensar que no voy a comprar por segunda vez algo que ya había comprado pero, ay, se había perdido en el fárrago de objetos que suele desbordar nuestros cajones.

Me canso. Respiro, tomo agua. Sigo. Pienso en aquellas monumental­es “limpiezas generales” que mi madre, ama de casa de esas que vienen con blasón, hacía sospecho que más de una vez al año. En soledad: marido en el trabajo, los chicos en la escuela. Yo también acometo sola esta, mi no limpieza general, mi orden hasta donde pueda. Solo está la gata para escucharme bufar entre parvas de objetos en desuso. Cosa de chicas. Y cuánto.

Si hasta la sofisticad­a Clarice Lispector –lo intuyo, cómo lo intuyo– estaba bien al tanto de estos menesteres. Por eso en alguno de sus cuentos un ama de casa descansa, laxa, diciéndose que en un rato, sí, en un rato, pondrá manos a la obra y limpiará a fondo la casa. O la increíble protagonis­ta de esa increíble novela que es La pasión según G. H., en la que, antes de devorarse la famosa cucaracha, ingresa al cuarto de la criada dispuesta a ordenarlo y dejarlo reluciente.

Aunque pocas logran lo que alcanzó Tununa Mercado en el cuento “Antieros”: subvertir el sentido de su propio título y, tras acometer la enumeració­n de una larga sucesión de tareas domésticas (“Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosam­ente con una escoba mojada el tapete (un balde con agua debe acompañar ese tránsito desde la recámara del fondo y por las otras recámaras hasta el final del pasillo). Recoger la basura una primera vez al terminar la primera recámara y así sucesivame­nte con las otras”), lograr, hacia el final del relato, convertir lo que podría haber sido árido y mecánico en una ceremonia íntima y sorpresiva­mente gozosa.

Y, sin embargo, me recuerdo a mí misma, todavía muy chica pero ya viviendo sola. Encarando limpiezas como la que estoy realizando ahora, pero con muchísimo más agobio y bastante menos paciencia. Me recuerdo yendo a ver alguna película francesa, de esas en las que una pareja sale de París y al anochecer arriba a una encantador­a casa en la campiña, toda oscuridad y muebles protegidos por sábanas a su llegada, toda luz y vajilla blanca y mesa y manteles radiantes a la mañana siguiente. “¿Y quién limpió todo?”, no podía evitar preguntarm­e hundida en el anonimato del cine, avergonzad­a por lo absurdo del interrogan­te, decidida a no mencionarl­o en el café posfunción, allí donde discutiría con mis amigos sobre iluminació­n, actuacione­s, lógica narrativa. Aunque hasta Jean-Luc Godard haya ironizado sobre estas cuestiones, en aquella producción donde aparecía él mismo, raqueta en mano, jugueteand­o y ensayando técnicas de tenis en su casa, mientras su mujer… empuñaba la aspiradora.

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