LA NACION

Por favor, dejen de gritar

- Ariel Torres

El bellísimo poema en prosa de Max Ehrmann, conocido popularmen­te como Desiderata

(Deseos, en latín), es tajante al respecto. En su tercer párrafo dice:

“Evita a las personas ruidosas y agresivas; son un fastidio para el espíritu.”

Tal, la traducción más difundida. Pero Ehrmann usa el adjetivo

vexatious. Diría más bien que “las personas ruidosas y agresivas son un tormento para el espíritu”. Tomé esa línea como uno de mis lemas hace muchísimos años, cuando conocí los Desiderata, en la época en la que todavía se creía que habían sido compuestos en 1692. En realidad, el texto fue registrado por Ehrmann, escritor y abogado estadounid­ense, en 1927. Pero en 1956 el reverendo Frederick Kates, párroco de la iglesia de San Pablo en Baltimore, incluyó los Desiderata en una compilació­n para sus fieles. El compendio, como correspond­e, daba testimonio del año de la fundación de la iglesia, 1692. De allí la confusión.

Esta obrita de Ehrmann es uno de los más certeros decálogos para la vida, e imagino que fue un solaz para muchos en los momentos de zozobra. Me incluyo.

Pero siempre me llamó la atención la frase que cité arriba. En este texto compasivo y pacífico, resalta como una herida. Ehrmann no muestra nunca ni sombra de enfado, excepto cuando desprecia a los ruidosos, a los gritadores, a los agresivos.

Su irritación es hoy más actual que nunca. La agresión es el sino de los tiempos. Hemos perdido la razón. Hemos perdido el debate que se apoya en datos fidedignos, sin artimañas de mala fe, sin descalific­ación, sin falacias lógicas (hay docenas) y, sobre todo (por favor), sin gritos.

Hemos perdido la razón, y no nos parece grave. Aquí nos consolamos con la idea de que somos latinos, somos de gritar. Como somos argentinos, entonces somos así, sanguíneos, ¿viste? La serenidad, la meditación límpida, el escuchar y comprender, incluso cuando no estemos de acuerdo, eso no es para nosotros. Nosotros nos molemos a palos.

No vemos, y tal vez no queremos ver, que esta línea de pensamient­o conduce al desastre, a una sociedad crispada en la que se asesina por un turno en la cola del supermerca­do.

No vemos, y tal vez no queremos ver, que nos estamos engañando con ese mito de que somos apasionado­s y vehementes. Ni lo uno ni lo otro arrastran a la violencia o al insulto. Ni lo uno ni lo otro nos convierten en salvajes. Se puede debatir con vehemencia, pero sin pegar alaridos. Sin mentir, o, lo que es peor, sin retorcer la verdad con el torniquete de la convenienc­ia.

No vemos, y tal vez no queremos ver, que el aullido desenfrena­do solo tiene sentido en el momento del dolor más hondo o cuando llega ese golazo agónico en la final de una copa largamente anhelada. Gritar no valida ninguna afirmación.

Pero la sinrazón es hoy un mal universal. La viñeta en The New

York Times muestra el escenario de un concurso televisivo de preguntas y respuestas. El epígrafe reza:

–Lo siento, Jeannie, tu respuesta fue correcta, pero Kevin gritó la suya, que es incorrecta, más fuerte que vos, así que se lleva los puntos.

Solemos decir, con flaca convicción, que solo grita el que no tiene razón. Pero es verdad. Hay una antigua historia que cuenta que un hombre iletrado podía adivinar, cuando debatían los doctores, quién estaba en lo cierto, incluso sin entender el idioma en el que hablaban.

–El que no grita, ese es el que tiene razón –respondía, cuando le preguntaba­n sobre su método.

Desde luego, todos nos enojamos mucho y por razones irrefutabl­es alguna vez. Que somos humanos no lo quito. Pero que deberíamos luchar por ser menos bestiales, eso es igual de indispensa­ble. Porque la violencia verbal también es violencia.

La segunda vez que Ehrmann se pone firme es al final, en la última frase de los Desiderata. “Esfuérzate por ser feliz”, prescribe.

Que se sepa, nadie es feliz cuando se siente agredido.

La agresión verbal, las artimañas, retorcer la verdad con el sofisma avieso son también formas de la violencia

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