El mago de Budapest
A unque la persistencia de la guerra, la violencia y las pequeñeces cotidianas nos hagan pensar lo contrario, el mundo desborda de personas maravillosas. Audaces aventureros que empujan el horizonte de lo posible, investigadores que trabajan siete días por semana para completar un experimento, maestros y profesores que promueven el amor al conocimiento, y médicos capaces de exponerse a enfermedades y violencia mientras costean mejoras en hospitalitos de los sitios más miserables de la Tierra con parte de su jubilación.
Personajes como estos son los que nos inspiran y nos hacen conservar la fe en la humanidad. No cabe duda de que uno de ellos fue el matemático húngaro Paul Erdös.
Muchos supimos de su existencia hace alrededor de tres décadas en un artículo de la revista Discover, donde podía vérselo con sus grandes anteojos de marco ancho, su figura desgarbada y su pinta de vagabundo, más que de académico.
Allí se lo describía como un matemático “itinerante” por su legendaria costumbre de ir de ciudad en ciudad para juntarse con colegas a resolver problemas. A diferencia de otros, como Andrew Wiles, que trabajó siete años en el ático de su casa para demostrar en solitario el último teorema de Fermat, planteado 350 años antes, Erdös había elegido trabajar con otros. Tuvo 458 coautores y, con alrededor de 1500 papers, se convirtió en el matemático más prolífico de la historia.
Había nacido en Budapest, en 1913. Hijo de dos profesores de matemática, sus biógrafos cuentan que a los tres años podía multiplicar mentalmente números de tres cifras y a los cuatro descubrió los números negativos. “Le dije a mi madre que si a 100 le sacaban 250 quedaba -150. Mi segundo gran descubrimiento fue la muerte. (...) Me puse a llorar”, le contó en una oportunidad a Paul Hoffman, que lo conoció en 1986, lo acompañó durante semanas mientras viajaba y aparecía sin aviso en los umbrales de sus colegas, lo observó demostrar y conjeturar durante 19 horas por día, llevó un diario de esa experiencia, habló con sus colaboradores y cónyuges, y finalmente escribió un hermoso relato sobre su vida: El hombre que solo amaba
los números (Granica, 2000). Erdös no tuvo familia propia, ni posesiones, ni domicilio, cuenta Charles Krauthammer en su obituario, publicado en The Washington
Post. Iba de conferencia matemática en conferencia matemática, de universidad en universidad, golpeando a las puertas de los matemáticos del mundo y declarando: “Mi mente está abierta”. Todos ellos se habían hecho el deber de cuidarlo y darle cobijo, aunque solía someterlos a un par de días de trabajo extenuante (ayudado por anfetaminas) o despertarlos a las cuatro de la mañana.
Perdía los anteojos, extraviaba el pasaporte… Era un discapacitado completo para todo lo que no fuera matemática. Krauthammer cuenta que viajaba con dos valijas medio llenas. En una tenía algunas prendas y en la otra, sus papeles. Otros recuerdan verlo siempre con un portafolio ruinoso en una mano y en la otra, una bolsita de plástico del supermercado. Hoffman menciona que su amigo Ronald Graham se ocupó de llamar a Washington cuando perdió su visa, “tuvo que convertirse en un experto en cambio de monedas extranjeras porque los honorarios de las clases de Erdös llegaban de cuatro continentes”.
Ofrecía premios en dinero a quienes resolvieran problemas y daba todo lo que tenía. En la India, le regaló lo que había ganado en varias conferencias a la viuda de Ramanuján. Y cuentan que una vez, luego de cobrar el sueldo del primer mes de trabajo en el University College de Londres, un mendigo le pidió el dinero que costaba una taza de té. Él separó una cantidad del sobre para cubrir sus frugales necesidades y le dio el resto al mendigo.
Murió a los 83 años de un ataque cardíaco... mientras asistía a una conferencia en Varsovia...
Él separó una cantidad de dinero para cubrir sus necesidades y le dio el resto al mendigo