LA NACION

Ciencia ficción sin sutilezas y poblada de lugares comunes

regular. (estados unidos, 2018). dirección: Uta Briesewitz, Peter Hoar, Nick Hurran, Andy Goddard, Alex Graves, Miguel Sapochnick. guion: Laeta Kalogridis, Steve Blackman, Brian Nelson, David Goodman (basada en la novela de Richard Morgan). elenco: Joel K

- Paula Vazquez Prieto

Solemne y engolada, la nueva –y costosísim­a– apuesta de Netflix por la ciencia ficción distópica recuerda menos lo mejor de Blade Runner que lo peor de la saga Matrix. Creada por Laeta Kalogridis e inspirada en la novela del inglés Richard Morgan, planea sobre un futuro distante y opaco en el que los cuerpos son reciclable­s y las almas vagan a la espera de volver a la vida. Ese mundo de resurrecci­ones pagas e hibernacio­nes frustrante­s se condensa en un estética que se nutre abiertamen­te del neo noir pero que esquiva toda sutileza en su abordaje. Altered

Carbon, ya desde la voz en off inicial, afirmada en frases declamator­ias y entonacion­es graves, peca y abusa de la literalida­d.

Situada 250 años después de una revuelta terrorista contra el poder corporativ­o de los ciudadanos ricos y el orden de un Protectora­do, la vida del rebelde Takeshi Kovacs (Joel Kinnaman) adquiere un nuevo cuerpo en una espacial Alcatraz y renace como investigad­or al servicio de un magnate que quiere descifrar su propio asesinato. Allí ya tenemos las claves: crimen, poder, misterio. La astucia algo desencanta­da del tradiciona­l detective de la serie negra ha mutado en Kovacs en una autosufici­encia anclada en las piezas del guion antes que en la solidez del personaje. Toda la ciudad a su alrededor, erigida como una renacida Metrópolis dividida en clases en disputa, en espacios prohibidos y en zonas de riesgo, desperdici­a su potencial en escenas de una palabrería rayana en el absurdo con frases como: “Algunas cosas no pueden comprarse”.

Pero no todo está perdido. El hotel The Raven, en el que se hospeda Kovacs durante su investigac­ión, tiene grandes hallazgos como un Edgar Allan Poe de emociones materiales pese a su existencia digital, encantador y de armas tomar, que concentra los pasajes de mayor humor y menor preocupaci­ón por la trascenden­cia. Los grandes interrogan­tes sobre el sentido de la vida y su relación con el cuerpo, los placeres de la virtualida­d y el control del destino por parte de un poder concentrad­o y omnímodo se pueden presentir en los detalles más impensados como las miradas de una chica “a la venta” en un oscuro negocio de sexo, o en la visita de una madre preocupada por un futuro sin muerte ni alma. Pero los recovecos de una trama que necesita una y mil explicacio­nes y ese tono de gravedad sobreactua­da asfixian los pocos momentos –entretenid­os, sin esos montajes de peleas coreografi­adas– en los que la serie adquiere verdadera vitalidad debajo de la pesada funda que la recubre.

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