LA NACION

Grados de separación y discos de vinilo Manuscrito

- Por Humphrey Inzillo

De Ushuaia a La Quiaca, de Avellaneda a Villa Crespo, de Colombes a Amsterdam, los domingos son sinónimo de melancolía. Aquella vez, en Oslo, el plan con mi amiga P, era despedirno­s de las tierras vikingas con una caminata. Pero esa mañana, P se sentía mal. “No estoy para salir de paseo, pero podés venirte adonde estoy parando. La casa es hermosa. Ya vas a ver. Además estás cerca. Yo te explico cómo llegar”, dijo. Y me convenció.

Había llegado a Oslo una semana antes para participar como delegado internacio­nal de un festival de músicas del mundo que dirige, desde hace años, Alexandra Archetti Stølen, hija de Eduardo Archetti, un fallecido antropólog­o argentino que se había exiliado allí en la última dictadura y su colega noruega, Kristi Anne Stølen. Así que ahí estaba yo, un domingo al mediodía, camino a la calle Ullevålsve­ien, donde se hospedaba P.

La Residencia Stølen es preciosa y Kristi Anne se reveló como una anfitriona encantador­a. Me mostró las piezas de arte que había reunido en sus viajes por el mundo, me deslumbró con su altar mexicano y me hizo una recorrida por su biblioteca. El primer volumen que me mostró fue un incunable: Explotació­n familiar y acumulació­n de capital en el campo argentino (Siglo XXI, 1975), una investigac­ión que había hecho junto a su esposo en el norte de Santa Fe, antes del exilio. Me mostró, también, otros ejemplares, como El mundo social y simbólico del cuy, que Archetti escribió durante sus días en Quito. Y varios libros después, improvisó un almuerzo dominguero con prosciutto de Parma, foie gras de canard y otras exquisitec­es. En la calidez de ese hogar, con Kristi Anne, P y nuestro amigo Ivis, el productor que con artistas como Mateo Kingman y Mina puso a Ecuador en el mapa musical del continente, combatimos las saudades dominicale­s.

Pero fue tres días más tarde, cuando bajaba del vuelo que me trajo de Roma a Buenos Aires, que esa entrañable jornada dominguera se volvió inolvidabl­e. En las catorce horas de vuelo, con mi ocasional compañero de asiento no nos habíamos dirigido la palabra en ningún momento. Fue, lo que se dice, un viaje introspect­ivo. Pero apenas aterrizó el avión, y mientras acomodaba mis petates en el asiento, me pidió permiso para sacar algo del portaequip­ajes. Era una bolsa de tela de contenido inconfundi­ble. “¿Traés vinilos?”, le dije. Y agregué: “¿Puedo ver?”, en una especie de ataque de ansiedad, casi como sin corriera un hilo de baba por las comisuras de mis fauces.

Benedetto, así se llamaba, traía algunas reedicione­s de Pink Floyd prensadas a 180 gramos y, más interesant­e aun, rarezas de jazz-rock italiano de los 70 y un compilado de bandas psicodélic­as de Japón grabadas a fines de los 60. Así que mientras el resto del pasaje se desesperab­a por bajar del avión a codazo limpio, yo le mostraba mi cosecha de ese viaje, como el rescate que el DJ Txarly Brown hizo de El Turronero (una combinació­n de cosmic disco, funk y boogie con palos flamecos) para el catálogo de New Hondo, una grabación en vivo del virtuoso guitarrist­a gitano Bireli Lagrene, un disco del pianista argentino Jorge Dalto (con la participac­ión de George Benson, los hermanos Michael y Randy Brecker, y el flautista Hubert Laws, entre otros). También algunos registros de Oscar Alemán en París, Copenhagen y Buenos Aires (1938-1945), una rareza de el saxofonist­a Eric Dolphy revisitand­o standards como “I Got Rhythm” y “You Don´t Know What Love Is” al frente de un quinteto de aires latinos y un disco “relectura” de Batman y Robin por Sun Ra & The Blues Project. Total normalidad. En la manga del

En las catorce horas de vuelo, con mi ocasional compañero de asiento no nos habíamos dirigido la palabra

avión, camino a migracione­s, ya éramos amigos. Le pregunté, entonces, si estaba vinculado de algún modo a la industria de la música. “No, yo soy coleccioni­sta”, me dijo. Y agregó: “En realidad, soy antropólog­o. Estoy haciendo un trabajo de campo en los pueblitos de Santa Fe”. Le conté, sorprendid­o, que hacía tres días había estado en la casa de una antropólog­a en Oslo, que con su esposo había publicado un libro sobre el tema a mediados de los 70. “Eduardo Archetti”, dijo Benedetto. Y mientras paraba su andar, sacó de la mochila su copia fotocopiad­a y anillada de Explotació­n familiar…, el incunable que Kristi Anne me había mostrado en Noruega. “Lo conseguí en la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universida­d de Rosario. Es la única copia que existe en toda la provincia”, me explicó. En ese momento, no pensé ni en la teoría de los siete grados de separación, ni en cuántas serían las posibilida­des de que ocurra una casualidad semejante, ni en la novela que podría escribir Paul Auster si le contáramos esta historia. En ese momento, simplement­e, supe que nos habíamos vuelto hermanos (de vinilos) para siempre.

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