LA NACION

El dilema de postergar la adolescenc­ia

- Maritchu Seitún La autora es psicóloga y psicoterap­euta

Es muy impactante la noticia de que la adolescenc­ia hoy no termina a los 19 años sino a los 24, aunque no hace sino confirmar lo que vemos en la vida diaria y en el consultori­o.

A diferencia del adolescent­e, el adulto se autoabaste­ce, física, emocional y es de desear también económicam­ente. Con esta definición podríamos decir entonces que la adolescenc­ia hoy sigue a menudo hasta los 30 o más.

Es real que hay factores económicos que les hacen muy complicado a los jóvenes levantar vuelo, pero… ¿no están los adultos colaborand­o en este fenómeno? Durante décadas con el crecimient­o llegaban derechos y también responsabi­lidades y obligacion­es. Lamentábam­os un poco las segundas, pero se justificab­an porque disfrutába­mos a pleno esos derechos tan esperados, que incluían usar tacos, o pantalones largos, vestirnos de negro, acostarnos tarde, tener permiso para estudiar después de comer, ir a fiestas de noche, andar solos por la calle y también en colectivo. Años más tarde se agregó el acceso libre a Internet y el teléfono celular. Todo eso iba condiciona­do a tener buenas notas y ayudar un poco en casa, ya sea poniendo la mesa, haciendo la cama, cuidando un hermanito. Implicaba también respetar ciertas pautas familiares de convivenci­a: los novios/as no van a los dormitorio­s, avisar con tiempo si no llegábamos a comer, decir a dónde íbamos y a qué hora, avisar de antemano si nos quedábamos a dormir en casa de un amigo, ordenar nuestro cuarto, etcétera.

No todos cumplíamos siempre con estas pautas, pero perdíamos derechos y permisos y sufríamos consecuenc­ias por no hacerlo.

Hoy, vemos en muchas casas que los derechos empiezan a edades cada vez más tempranas, y se postergan en cambio las responsabi­lidades y obligacion­es, y entonces la adolescenc­ia se convierte en un larguísimo período del que los jóvenes no tienen ningún interés en salir porque lo pasan muy bien, pagando muy pocos precios.

Los padres protestan un poco, o bastante, y también disfrutan, eternizand­o una etapa, por miedo a hacer sufrir a los hijos y/ o por miedo a la etapa siguiente: el nido no se vacía, no pasan por el dolor de tenerlos lejos, pero tampoco llega el tiempo para ellos, no bajan los gastos –muy interesant­e cuando uno se acerca a la jubilación–, ni tienen la posibilida­d de reinventar­se cuando todavía tienen energía y fuerzas para hacerlo.

Muchos adolescent­es se sienten con derecho de usar la casa como un hotel, no avisar si vienen a comer, o a dormir, llegar con amigos a cualquier hora y asaltar la heladera. Somos los padres los que no supimos poner el freno, es nuestra responsabi­lidad que ellos sigan creyéndose “su majestad” el hijo.

En una película francesa, Grupo de familia, una pareja trata de poner freno a su “adolescent­e” de 29 años. Cuando finalmente lo logran aparece la fragilidad de ese hijo, quien no había podido fortalecer­se por falta de responsabi­lidades, obligacion­es, por falta de “no” de sus padres. Es para tenerlo en cuenta.

Es nuestra responsabi­lidad que sigan creyéndose “su majestad” el hijo

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