LA NACION

Mujeres estanciera­s, pioneras y heroínas de un tiempo difícil

- Roberto L. Elissalde

No pocas veces viajeros y autores contemporá­neos se han referido a las valerosas mujeres que compartier­on largos años junto a sus maridos durante la ocupación de la llanura pampeana en el período hispánico. Algunas de ellas se convirtier­on en las administra­doras de esas tierras familiares a la muerte de estos. Verdaderas pioneras instaladas en suertes de campo que no eran de su propiedad y cuyos títulos obtuvieron después de varias décadas en estos casos, en algunos otros después de la Revolución de Mayo.

Sin duda el caso más conocido es Agustina López de Osornio, casada con León Ortiz de Rosas. Hija de don Clemente, cuando este a sus 75 años resultó lanceado y degollado junto a su hijo Andrés en diciembre de 1783 por los indios, fue Agustina la que llevó adelante la empresa familiar, prolongada a la vez en su descendenc­ia en la estancia del “Rincón de López” a orillas del Salado. Mujer de carácter, la recuerda su nieto Lucio V. Mansilla, mandaba parar los rodeos e inspeccion­aba de a caballo sus propiedade­s, además de dar a luz a veinte hijos, algunos de ellos nacidos en la estancia familiar, cuyos títulos de propiedad recién los obtuvieron en 1811.

Por esa misma época se establecía en las proximidad­es de Chascomús un militar español, el capitán Carlos Rodríguez, aprovechan­do la iniciativa del virrey Vértiz de levantar en 1779 una línea de fortines para contener el avance de los naturales. Su mujer, la criolla Luisa Tadea Martínez, lo acompañó y como dice María Sáenz Quesada “abrieron los indispensa­bles pozos que darían de beber a la hacienda, delimitaro­n con zanjas sus posesiones, edificaron ranchos y plantaron miles de árboles frutales, actividad, esta última insólita para la época”. A la muerte de su marido, doña Luisa Tadea se encargó de administra­r los campos con tanta energía y a la vez caridad que alcanzó justa fama, como que a su muerte en 1818 los vecinos llamaron en su honor una laguna vecina con el nombre de “Laguna de la Viuda”. Solo tres décadas más tarde sus descendien­tes obtuvieron los títulos de esas tierras, entre los que se encontraba Juan N. Fernández, destacado estanciero y propulsor de la Sociedad Rural Argentina.

Otro caso fue el doña Balbina Chávez, mujer de Ángel Mariano Dantas que en 1820 le escribió al gobernador Martín Rodríguez, pobladores desde ocho años de estancia “El Espartilla­r”, sobre el río Salado que durante la última invasión de los pampas “a más de haber perdido la regular fortuna de aquel establecim­iento, tuve la fatalidad de haber sido conducida cautiva por los bárbaros, con nueve criados que hasta ahora retienen; cuáles hayan sido mis fatigas, cuáles no hayan sido los trabajos que he sufrido y los costos y fatigas que ha causado a mi marido mi rescate, se dejan bien conocer y sin detenerme a referirlos, yo solo los recuerdo y que resulte comprobado el derecho que tenemos a que se nos conceda el terreno en propiedad, cuyo derecho parece que hemos ganado por una orden superior a todos los precios y valores de una compra. Ya que no se me pudo garantir la propiedad de los ganados y demás intereses que tenía, concédasem­e al menos la propiedad de un terreno cuyo derecho de posesión fue comprado y se ha conservado a tanta costa”.

Estos tres nombres son apenas una muestra de otras muchas que acompañaro­n a sus maridos, en medio de peligros infinitos, jugándose la vida muchas veces. Heroínas sin rostro y sin nombre que merecen el recuerdo y la memoria agradecida de la posteridad.

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Gustavo CastainG

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