La irrupción de una generación narco criada entre lujos
Grupos de jóvenes lideran los clanes en guerra por el control de la droga
Una nueva generación de narcos desangra Rosario. Vivir y morir rápido es el concepto que rige hoy a los jóvenes que comandan los clanes que se disputan el territorio de venta de drogas. Uno de esos jefes es Alan Funes. Tiene solo 19 años y causas abiertas por tres homicidios. El líder de la banda rival creció con él en los conflictivos barrios de la zona sur de la ciudad. Alexis Caminos tiene 23 años y es hijo de Roberto “Pimpi” Caminos, un histórico jefe de la barra brava de Newell’s, asesinado en 2010. Alan Funes y Alexis Caminos están detenidos, pero el encierro no impide que emitan sentencias de muerte. Y sus sicarios las ejecuten.
En lo que va de este año ya se registraron 29 homicidios en Rosario, con la guerra por el control de los búnkeres narco como trasfondo de la sucesión de venganzas y ajustes de cuentas.
Mientras el dominio de Los Monos quedó desdibujado por el arresto de sus líderes, la sangrienta rivalidad entre los clanes Funes y Caminos se potenció con el ascenso dentro de las bandas de jóvenes criados con autos de lujo, que aprendieron en su adolescencia a exhibir en las redes sociales su poder económico y su capacidad de fuego.
Jamil miraba videos de YouTube con el celular de su madre, sentado en el piso frío de baldosas de la cocina, en su casa pintada con colores pastel. El calor era agobiante durante la noche del miércoles, y el aire parecía más espeso en esa cuadra de la zona sur de Rosario.
Pablo Riquelme, su padre, descansaba sentado en una reposera en la vereda junto a sus otros dos hijos, un bebé que dormía en un cochecito, y una niña de cinco años. Una moto enduro clavó los frenos y las balas quebraron el silencio de la noche. El hombre que iba detrás disparó un cargador entero de balas 9 milímetros sobre el cuerpo de Pablo, un vendedor de drogas del clan Caminos, con excepción de un proyectil que se incrustó en la axila de Jamil, de tres años.
Ambos murieron por balas que durante el último mes y medio tienen nombres y apellidos, son las esquirlas de la guerra sangrienta y salvaje que mantienen los clanes Funes y Caminos para apoderarse de territorios para la venta de drogas y para vengar antiguos y flamantes crímenes, en un radio no mayor de 40 cuadras, en una zona donde la espiral de violencia dejó 29 muertos en lo que va de 2018 en Rosario.
Ese escenario se repite cada noche como si fuera un presagio irreversible, ante la mirada de las fuerzas de seguridad provinciales y nacionales que no logran anticiparse a los movimientos de estas dos bandas, que usan armamento con alto poder de fuego, como ametralladoras FMK3 y pistolas importadas Glock 18, poco frecuentes en el mercado nacional y que pueden disparar en ráfaga.
Cada crimen está plagado de certezas, alejado del azar. Lleva la marca de la venganza. Es un puzzle de odio, bronca e intereses económicos, atravesados por la venta de cocaína a bajo precio, adaptada al mercado popular, a través de un modelo de negocios ilícito que impuso la banda de Los Monos hace dos décadas y que se derramó a través de búnkeres y quioscos de droga.
La muerte es el combustible inagotable de esta nueva guerra, donde también caen inocentes, como el jugador de fútbol Luis Tourn y su amiga Sofía Barreto, quienes disfrutaban de una cena familiar cuando quedaron en el medio de un ataque de sicarios de los Funes que pretendían ejecutar a un exconvicto del otro bando.
Este capítulo es más sangriento, incluso, que el raid de crímenes que idearon Los Monos tras la muerte del líder Claudio Cantero en mayo de 2013. Pero lo protagonizan bandas que tienen menor peso y sofisticación en el negocio narco que los Cantero.
Los que dan las órdenes para las ejecuciones son jóvenes de menos de 23 años, la edad –como señaló el psicólogo social Horacio Tabares– que marca la frontera de esperanza de vida de aquellos que están embarcados en el universo del narcotráfico. Los líderes de los dos clanes están presos: los Funes, en Piñero, y los Caminos en el penal de Coronda. Tras las rejas y a través de smartphones salen las instrucciones para matar, según advierte el fiscal Luis Schiappapietra, quien recuerda que uno de los miembros del clan Caminos ordenó tres homicidios por teléfono.
Los que reciben las órdenes son aún más chicos, que forman la tercera y segunda generación de pibes narcos, nacidos y criados con Audi y BMW, siempre con pistolas 9 milímetros en la cintura y convertidos en los herederos más sangrientos y enardecidos de esa geografía del narcomenudeo que tiene límites y lealtades difusas desde hace 25 años, y que se entremezcla con la disputa permanente por la conducción de la barra brava de Newell’s.
Los cuatro hermanos Alan, Lautaro, Johnatan y Ulises Funes heredaron de su padre Jorge el temple de hombre duro, pero no siguieron el camino que le dio fama en Rosario: ser uno de los ladrones más buscados para abrir cajas fuertes a fines de los 90. Era otra época; tiempos de relativa paz. De la tribuna a Pimpilandia
Los Funes vivían en el barrio Municipal, dominado por Roberto Caminos, alias Pimpi, con quien Jorge tenía una buena relación en la barra de Newell’s. A las torres Fonavi las llamaban Pimpilandia, donde las paredes mostraban quién mandaba, con la leyenda repetida de “la hinchada que nunca abandona”. El Estado prefirió casi no meterse en ese laberinto. La seccional 11, que tiene jurisdicción en la zona, estuvo alquilada durante años por los Caminos.
Los hermanos de Pimpi, Juan Ramón y Alberto, alias Tato, controlaban el ingreso al barrio desde un santuario del Gauchito Gil, que el líder de la barra construyó en la vereda de calle Alice. Pimpi tatuó su silueta en el lado derecho de su pronunciado abdomen. La hegemonía de Pimpi en las tribunas se extinguió cuando terminó en diciembre de 2008 el reinado de 14 años en el club de su jefe, Eduardo José López.
La “armonía” que reinaba entre Jorge Funes y Pimpi no se trasladó a la siguiente generación. Johnatan y Alexis Caminos iban a la Escuela Técnica Nº 393, a la misma que concurrían los Funes. Unos años después, los docentes tuvieron que suspender los recreos por los tiroteos entre los exalumnos.
La desesperación por quedarse sin el poder y el negocio de la barra, donde impuso la venta de drogas de la mano de los Cantero, llevó a Pimpi a cargar un colectivo con vecinos del barrio e ir a tomar con armas, fierros y palos la sede de Newell’s el 26 de enero de 2009, con el amparo de un sector de la policía. Consiguió llevarse documentos y destrozar las computadoras de la administración para evitar que quedaran vestigios de la “administración fraudulenta” de su jefe. Y se fugó.
Su hijo Chamí tampoco fue fácil de encontrar para la policía. Tenía pedido de captura por uno de los primeros crímenes que sacudieron el barrio al asesinar a Sebastián Galimany, de 19 años, por un incidente con una moto. Chamí fue detenido un año después y prefirió aferrarse a la fe evangelista en el pabellón de Piñero, algo que valoró la jueza de Menores María Dolores Aguirre Guarrochena, quien en un polémico fallo lo absolvió cuatro años después por “arrepentimiento activo”.
Otra muerte reconfiguró el poder de mando de esa zona. René Ungaro, miembro de una familia de “pesados” de La Tablada, limítrofe con Pimpilandia, asesinó el 19 de marzo de 2010 a Roberto Caminos en la puerta del bar Ezeiza. Una de las balas le perforó el abdomen a milímetros del tatuaje del Gauchito Gil. Entre Los Monos y los Bassi
La herencia del negocio de las drogas no fue fácil en esa familia. Rosa, de 46 años, la hermana de Pimpi, pretendía quedar al frente pero Alexis, su sobrino, se lo impidió con un mensaje claro: disparó más de 50 balas contra el frente de su casa en Anchorena 87 Bis. Alexis se alió con Ariel Segovia, Tubi, pariente del histórico líder de Los Monos y delegado de la banda en la tribuna leprosa.
Del otro lado, Lautaro y Alan Funes buscaron alianzas y se mudaron unas cuadras hacia el sur, a La Tablada, donde para sobrevivir en esa puja permanente de balas rasantes y venta de drogas, se ligaron con el asesino de Pimpi, René Ungaro, alias el Brujo, un hombre de 31 años, flaco y pálido, quien desde la cárcel de Piñero, donde purga una condena a 13 años, mueve los hilos de la zona sur, apalancado con los Bassi, históricos enemigos de Los Monos. Con el apoyo de Ungaro fueron por más, a copar Pimpilandia, con un único lenguaje, el de las balas.
La rabia de los Funes se encendió el 11 de marzo de 2016, cuando un balazo de los Caminos destrozó la arteria aorta de Mariela Miranda, su madre. Fueron sorprendidos en la puerta de la casa. “Alan vio morir a su madre y eso no lo olvidará jamás”, contó su abogado Juan Audisio.
Alan Funes se vengó a los pocos días. Tenía apenas 17 años cuando entró al pasillo de Ayacucho al 4300 y empezó a disparar contra un grupo de muchachos que tomaban una gaseosa aquel 1° de mayo de 2016 y mató a Julio Solaro.
Desde ese momento las venganzas entre la dos bandas no dejaron de repetirse con un hilo estremecedor: 37 crímenes en un año y medio, en un territorio de 40 cuadras. Y la violencia creció desde el pasado 1° de enero.