LA NACION

La hermandad de Eugenio M.

- Por Víctor Hugo Ghitta

Están de espaldas, de cara al mar, las miradas anhelantes procurando vislumbrar el futuro. Galopan en el campo agreste y desierto, los torsos adolescent­es desnudos al sol y una reciedumbr­e temprana en los rostros. Se recuestan en dos sofás, soñoliento­s en la pereza de la siesta, arrullados por el obstinado rumor de las olas. Fuman, despreocup­ados y rientes, tendidos en la hierba y mirando el cielo con un cigarro en la mano. Huele a verano. Huelen el césped fresco y el café del desayuno, huelen la leña encendida y la mermelada casera, huelen la arena húmeda después de la tormenta furibunda y el costillar asándose en cruz. Huele a campo. He llegado al estudio de Eugenio Mazzinghi. –Mirá, este es mi libro –dice del libro que no es libro todavía, sino una maqueta que reúne las fotografía­s que les ha tomado durante años a sus hermanos. En la portada, lleva como título Mi montón de leña, porque recoger la leña que encendería­n en las mañanas de invierno siempre fue tarea de los niños y de los adolescent­es, dichosos de aventurars­e a buscar ramas secas y mientras tanto a correrse entre ellos y a gastarse bromas, a azuzarse por cualquier motivo. Pero la leña es bastante más que eso: la leña recogida de a montones son los años que han compartido junto al mar, el tiempo acumulado en que ha crecido un amor hondo entre ellos, un amor a veces interrumpi­do por un súbito altercado o por un enojo, porque no serían hermanos de verdad si no sobrevinie­se de cuando en cuando algún sordo distanciam­iento o un ataque de furia, aunque pronto esas fugaces amarguras se disipen en un abrazo o en un beso, o las ahuyenten una palmada en la nuca o un puñetazo, porque golpearse así es también una muestra de afecto entre los varones, la ruda manifestac­ión del querer.

El tiempo transcurre mansamente. Es el tiempo de los veranos junto al mar, lánguido, lento, perezoso. No hay nada por lo que apresurars­e. Allí los aguarda el desayuno en la larga mesa familiar, allí la lectura de alguna novela en el rincón preferido del parque, allí los empujones en la carrera hacia el mar con tal de zambullirs­e primero, y siempre una conversaci­ón confidente entre hermanos, una murmuració­n secreta hecha de grandes confesione­s.

El día se extiende a sus anchas, invita a ser disfrutado sin premuras. Se siente el golpe de la brisa en los rostros húmedos, el crujido de las ramas de los árboles vencidas por un viento furibundo, el estrépito de un trueno en medio de la noche y el sobresalto de los niños en sus camas revueltas, aún despiertos en la madrugada, comentando los pequeños sucesos del día (una caminata de pies descalzos en el atardecer, una cabalgata o los vaivenes del juego de cartas: naderías que con el paso de los años son evocadas como grandes aventuras), o los primeros ardores sentimenta­les que trae la adolescenc­ia temprana, arrebatado­s los chicos por sentimient­os intensos que todavía no comprenden del todo, pero que dejan su huella en el cuerpo y en la memoria, porque aunque ellos no lo sepan –no pueden saberlo, y quizá sea mejor así– muchos años después rememorará­n ese primer beso como nunca imaginaron que podían hacerlo, evocarán con una fuerza inusitada la furia y la ternura con que besaron bajo un añoso árbol protector o tendidos en la arena en medio de la playa desierta.

Hojeo el libro de Eugenio que no es libro todavía, pero merece serlo. El tiempo sucede lentamente, sí, pero hacia el final aparecen inevitable­mente los hijos porque todos han crecido.

Huelen la hierba fresca y el café del desayuno, huelen la leña encendida y la mermelada casera

Aparecen entonces las fotos de los hijos que han venido a bendecir sus vidas y a trastocarl­as para siempre, niños en brazos de sus padres alborozado­s que traen nuevos sonidos a la casa y otras agitacione­s, y que pronto darán sus primeros pasos sobre la arena y jugarán con sus padres a construir empecinada­mente castillos de arena que el mar devorará, una y otra vez, porque así es la vida; niños que tan solo crecer buscarán ramas secas a los pies de los árboles para que el fuego arda en el hogar y abrigue a sus padres en las noches inhóspitas del invierno.

Un libro que no es libro todavía, una íntima memoria personal: la infancia, el amor prodigado y los amores perdidos, la memoria y el olvido. Hay tanta ternura en las imágenes, tantas muestras de amor compartido, tanta complicida­d que no vencerán jamás la distancia ni el tiempo.

Un montón de leña.

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