LA NACION

Los amantes de Teruel, una tragedia a lo Romeo y Julieta, pero en España

Los enamorados peregrinan cada febrero al mausoleo de la pareja, a 300 km de Madrid

- Rodolfo Chisleansc­hi

Isabel de Segura se llamaba ella; Juan Diego de Marcilla era el nombre de él. Eran jóvenes y la historia cuenta que se amaban, tal como podían amarse dos jóvenes a principios del siglo XIII en un pueblo fronterizo que por entonces ni siquiera había alcanzado el rango de ciudad.

Lo que ocurrió después no difiere demasiado de otros relatos de amores trágicos ocurridos en distintas latitudes, solo que en este caso sucedió en Teruel, en aquella época tierra pertenecie­nte al reino de Aragón y hoy, la capital de provincia menos poblada de España.

El padre de ella, un noble acaudalado, se negó a autorizar el noviazgo de la pareja. Él, segundo hijo de una familia con recursos limitados, decidió sumarse a las huestes del rey Pedro II para luchar en las cruzadas contra los seguidores de M ah oma, hacer fortuna y salvar la distancia económica.

Ella prometió aguardarlo cual Penélope medieval, pero con una variante: le puso plazo a la espera. Exactament­e cinco años. Mientras tanto, Teruel comenzaba a crecer. Los mudéjares, musulmanes que permanecie­ron en las zonas reconquist­adas por la cristianda­d, empezaban a delinear una nueva arquitectu­ra que sería una exclusivid­ad española. Se trataba del ensamble de las formas constructi­vas del catolicism­o, en plena transición del románico al gótico, con el arte decorativo islámico.

Todavía faltaba un puñado de décadas para que empezaran a florecer las torres de ladrillo que en 1986 la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad porque son la mejor muestra de ese estilo mudéjar.

Pasaba el tiempo y él no volvía. Alguien acercó la noticia de que había muerto en combate. El padre de ella entendió que era la oportunida­d de concertar la boda de su hija con Pedro de Azagra, hermano del Señor de Albarracín, amurallada localidad serrana distante apenas 37 kilómetros. Ella mantuvo firme su postura de aguardar hasta el último día de los cinco años.

Un toro que, según la leyenda, pastaba bajo una estrella brillante en lo más alto de la elevación sobre la que se fundó la ciudad, ya se había convertido en El Torico, símbolo del lugar, cuando llegó el fatídico día y ella, Isabel, contrajo matrimonio con el preferido de su padre. Esa misma noche volvió él, Juan Diego. Desesperad­o por la noticia, le pidió un único beso pero ella, ya casada, se lo negó.

Las crónicas señalan que él murió de amor en ese mismo momento y que al día siguiente, antes del entierro, ella, destruida, acudió a despedir a su amante frustrado. Decidió hacerlo con ese mismo beso que le había negado, pero al dárselo cayó muerta sobre el cuerpo de él. Las fami-

lias optaron por enterrarlo­s juntos.

En 1555, cuando estaba en plena construcci­ón el acueducto Los Arcos (todavía en pie), en la capilla de San Cosme y San Damián fueron descubiert­as las momias de dos cadáveres. Nadie dudó: eran Los Amantes de Teruel.

El suceso fue transmitié­ndose de boca en boca hasta alcanzar la letra escrita. Bocaccio ya había incluido una versión en el Decamerón un par de siglos antes cuando Andrés Rey de Ar ti e da y Tirso de Mol in a lo llevaron al teatro allá por el siglo X VI I. Con el tiempo, aquel amor imposible llegaría al cine (Luna de Miel, de Michael Powell, y Les Amants de Teruel, de Raymond Rouleau) y a la ópera (Tomás Bretón, 1889, y Javier Navarrete, 2017).

A principios del siglo XX Teruel ya se parecía mucho a la que es en la actualidad, pero todavía faltaba lo más importante. En 1956, el escultor Juan de Ávalos realizó las esculturas yacentes sobre el sepulcro de Isabel y Juan Diego. Y por fin, en 2005, fue inaugurado junto a la iglesia de San Pedro el nuevo mausoleo de Los Amantes.

En él reposan aquellos jóvenes que murieron por no poder cumplir su sueño de estar juntos y hacia allá peregrinan cada febrero los que quieren jurarse amor eterno.

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Shuttersto­ck El mausoleo en la iglesia de San Pedro, en Teruel
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