LA NACION

Aún hay 19 familias que viven en los alrededore­s del edificio

Son vecinos de la manzana 27 bis que residen en un entorno insalubre y todavía negocian con la Ciudad su traslado

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Los chicos juegan entre los escombros que envuelven la manzana 27 bis de Ciudad Oculta como si fuera un arenero. Caminan descalzos entre los clavos, saltan charcos de agua sucia y llegan a la cima de una pirámide hecha con los restos de lo que alguna vez fue una casa. A lo lejos, se oye a una mujer: “¡Chicos, vengan para acá que se van a lastimar!”.

Es Eleonora Vallejos, que vive hace más de una década con sus seis hijos y sus tres nietos en un largo pasillo que comunica tres casas en el predio lindante con el Elefante Blanco. Su familia es una de las 19 que aún se resisten a abandonar el entorno de lo que queda del enorme edificio en ruinas.

Una cama contra una pared, una mesita ratona, algunas sillas de plástico y un televisor es todo lo que hay dentro de su casa. El baño es ahí al lado: la puerta es una cortina de ducha y solo hay un inodoro. No tiene espejo, ni lavatorio ni dónde guardar el jabón, el papel higiénico ni las toallas limpias. Aunque vive allí hace más de diez años, Vallejos dice que, durante el último tiempo, el lugar se tornó más peligroso: “Los chicos juegan con las maderas y algunas tienen clavos. Cuando se acumula agua, se contamina y hay muchos más mosquitos”.

Pasaron varios meses desde la aprobación de la demolición del edificio y la construcci­ón de una nueva sede del Ministerio de Desarrollo y Hábitat en este asentamien­to de Villa Lugano, pero todavía hay gente viviendo en el entorno del inmueble en condicione­s insalubres, expuestos a riesgos y enfermedad­es.

El gobierno porteño, a través del Ministerio de Desarrollo y Hábitat, ofrece subsidios habitacion­ales cuyos montos varían de acuerdo con las necesidade­s de las familias, además de logística para los traslados. Pero según los vecinos, los montos ofrecidos no alcanzan para adquirir un terreno dentro del mismo barrio. Hace ya un año que se planteó la reubicació­n y en el transcurso, según los vecinos, los valores de las viviendas dentro de Ciudad Oculta aumentaron más de un 50%.

Las negociacio­nes entre los habitantes y el gobierno porteño empezaron en 2013 con el objetivo de que las familias obtengan, a cambio de dejar el lugar, una solución habitacion­al. En ese entonces 180 familias vivían dentro del Elefante Blanco y otras 90 en el asentamien­to que se formó en su entorno. Fue la Defensoría del Pueblo la que se encargó de la representa­ción de los vecinos en reclamo de su “derecho a un ambiente sano y una vivienda digna”. En ese entonces se presentó un recurso de amparo en el Juzgado N°4 en lo Contencios­o Administra­tivo, a cargo de Elena Liberatori.

Según informaron desde el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat, “cada caso se trata de acuerdo con las necesidade­s puntuales de la familia y su composició­n”, variables que inciden en el monto del subsidio habitacion­al que se les otorgará. Para algunos vecinos, en cambio, los ofrecimien­tos personales son una forma de diluir el reclamo conjunto.

Vallejos señala su nariz y cuenta con vergüenza que aquella cicatriz se la hizo una rata. La mordió una noche mientras dormía. A medida que se incrementa­ron los escombros, aumentó también la presencia de roedores.

Cuando una familia logra reubicarse, la casa se derrumba. No se limpia ni acomoda el terreno. Según el gobierno porteño, es para evitar nuevas ocupacione­s. Sin embargo, quedan las evidencias: ladrillos, cocinas y zapatillas forman parte de los escombros.

Las familias que aún quedan en la zona no se resisten a la demolición del Elefante Blanco ni a la construcci­ón del ministerio. El reclamo es uno solo: “Nosotros queremos cambiar nuestra situación de pobreza”, dice David Fleitas, de 26 años. Él vivió toda su infancia dentro de la mole de hormigón, pero tuvo que abandonar su vivienda y mudarse: “Había terminado de hacer mi casa a pulmón, juntando todo lo que podía y me dicen que me tenía que ir de ahí, que la iban a derrumbar. Y les dije que la tiren cuando yo no esté”.

En una de las casas lindantes vive Jorge Bernal con sus dos hijas. Aún no negociaron. Una de ellas no pasa los cinco años y está jugando con una jeringa. Junta el agua del piso y le da en la boca al gatito que acaba de sentarse a su lado. Le da un poco al gato y otro poco toma ella. “Le encantan los gatos. Ayer empezó a perseguir a uno, pero era una rata. Imaginate el tamaño”, dice Bernal. Delfina Galarza y María Eugenia Díaz Cornejo

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