Absurda muerte en La Rioja
Con asombro y estupor, la sociedad supo de los inconcebibles tormentos a los que fueron sometidos los aspirantes a cadetes de la policía de La Rioja en su primer día de instrucción, y que provocaron la muerte de uno de ellos y serias consecuencias físicas a otros 12 que debieron ser internados.
Con 40 grados de temperatura, los aspirantes fueron sometidos a intensos ejercicios físicos al rayo del sol, sin permitirles beber agua, mientras sus superiores bebían y luego vaciaban en el piso las botellas. Una foto tomada en el sitio muestra a una suboficial de la policía mientras patea a uno de los jóvenes que tiene la cabeza sumergida en un curso de agua putrefacta.
En ese grupo, Emanuel Garay, de solo 18 años, sufrió una deshidratación aguda que le produjo una insuficiencia renal que finalmente derivó en su muerte. Una muerte asburda y abominable.
En la instrucción de las tropas de las Fuerzas Armadas, una de las finalidades de los movimientos vivos, también conocidos como “bailes”, es lograr que los futuros soldados obedezcan las órdenes en el acto y sin dudarlo pues, en caso de combate, la celeridad y el automatismo pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte. Según la forma en que se aplique, la intensidad de los movimientos vivos puede llegar a la extenuación de la tropa, pero los reglamentos militares impiden aplicarlos como castigo y, mucho menos, como tormento, que es lo que ocurrió en La Rioja.
Allí, los testimonios de sus víctimas abundan en las respuestas sádicas de los superiores ante los pedidos de agua. Lo sucedido en la Escuela de Cadetes plantea una pregunta sin respuesta: ¿qué finalidad pedagógica tuvo el castigo propinado a los aspirantes en su primer día? Ninguno, a menos que se persiguiera el aberrante objetivo de perpetuar en el tiempo el sadismo, y que los alumnos que lo padecen hoy lo ejerzan en el futuro.
Pero dadas las características y las consecuencias de lo ocurrido, hay algo que no admite dudas: un castigo colectivo –algunos testimonios refieren que duró nueve horas–, al aire libre y con la intervención de varios superiores no solo no pudo pasar inadvertido para quienes dirigían la escuela, sino que es muy posible que contara con su consentimiento.
Cabe destacar que, en cuanto el hecho tomó estado público, el gobernador de La Rioja dispuso con toda lógica el desplazamiento del jefe de Policía y del secretario de Seguridad. También decidió el traspaso de la Escuela del Ministerio de Gobierno al de Educación. Esta última medida es cuestionable: todos necesitamos educación, y en especial los responsables de lo ocurrido, pero creer que los aspirantes a formar parte de un cuerpo policial deban ser formados para sus fines por funcionarios del Ministerio de Educación trasluce desorientación y un salto al vacío.
Hace 24 años, la muerte del soldado Omar Carrasco en el cuartel de Zapala fue la causa de que el entonces presidente Carlos Menem tomara la drástica y para muchos desacertada decisión de ponerle fin al servicio militar obligatorio y reemplazarlo por el voluntario. El soldado fue víctima de intensos “bailes” desde que ingresó en aquella unidad. Los padecimientos de Carrasco tendrían que haber marcado el final de una práctica inhumana. Ahora, la muerte de Garay torna imperativa la necesidad de que estos hechos jamás vuelvan a repetirse.