LA NACION

Bailar es el verbo que atraviesa Brasil

- MARANHAo, BRASIL Silvina Pini

La misión de los funcionari­os de turismo era marcarnos los atractivos turísticos “oficiales” de Ceará, Piaui y Maranhão, los tres estados del nordeste de Brasil que no tienen la estrella de otros estados como Bahia o Río de Janeiro. Una semana tardamos en recorrer los mil kilómetros de la Rota das Emoçoes, de Fortaleza a São Luis, en los que atravesamo­s médanos, playas y ríos en 4x4, buggies, jangadas y lanchas.

Monitoread­os por los funcionari­os, flotamos río abajo desde Barra Grande hasta los manglares junto al mar. Anchos de satisfacci­ón sonreían al ver nuestras caras cuando el guía pescaba caballitos de mar que se alimentaba­n en las raíces del mangle y los exhibían en frascos de vidrio para la foto profesiona­l.

Las improvisac­iones los descolocab­an, como cuando al unísono pedimos parar los buggies en la Lagoa da Torta, donde unos pescadores cargaban redes con ostras. Limpiaban el cuchillo en el short y las abrían de un solo movimiento. Más tarde llegamos al prodigioso delta del Parnaíba, donde vivimos el primer esbozo de revuelta. Las lanchas atracaron junto a islasmédan­os de hasta 40 metros de alto y, como chicos, corrimos hasta lo más alto para bajar corriendo y terminar en el agua.

Los bastoneros se inquietaro­n y quisieron que volviéramo­s a las lanchas para cumplir con el programa. Nos esperaba remontar el río Preguiças, ya en Maranhão, hasta Barreirinh­as, donde pasaríamos la noche previa al punto más alto del viaje: el Parque Nacional de los Lençois Maranhense­s.

Llegamos al pueblo con las últimas horas de sol. El plan nocturno era ir a probar la gastronomí­a local y ver las danzas típicas. En el restaurant­e no faltaban las jarras de jugos naturales que se ven en todas las casas de Maranhão: graviola, cupuaçu, acerola, açai, murici y otra decena de frutas ignotas para los del sur. Como esas madres italianas, las funcionari­as vigilaban que no dejáramos ni una miga de la torta de cangrejo, el tradiciona­l arroz de cuxá, los ensopados de pescado de mar con leche de coco y la carne seca, mientras las bailarinas iban y venían en una danza monótona.

Cuando el show terminó, las dos representa­ntes del estado insistiero­n en llevarnos al hotel, pero las caipis ya habían levantado barreras y les dijimos que no. El centro se limitaba a una cuadra donde un guitarrist­a tocaba en la vereda del único bar. Cuando emprendíam­os resignados la vuelta, el fotógrafo argentino vio en el agua una plataforma flotante de donde salían luces verdes y rojas. Adentro, grupos de forró subían a tocar a un precario escenario mientras las parejas, con las piernas entrelazad­as, bailan con un frenesí y gracia inimitable­s. Era martes en un pueblo cuya población entera no llenaría ni medio River y bailaban sin que importara el calor, ni la humedad, ni la hora, ni el cansancio. Mis colegas brasileños se unieron en el acto a esa ceremonia tribal de comunión sin palabras, sin fronteras sociales.

Me sentí irremediab­lemente argentina y supe que esa escena fuera de programa sería el corazón de mi crónica. Bailar es el verbo que atraviesa Brasil en toda su anchura.

Grupos de forró subían a tocar mientras las parejas bailaban con frenesí

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